3: Blandir la espada al viento

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—Acampemos aquí esta noche, y durante un día. No marcharemos hasta pasado mañana.

Con aquella frase la princesa sentenció al fin lo que todos deseaban. Llevaban cuatro días recorriendo los verdes campos del Reino, tan sólo parando para comer y dormir un poco. El ritmo era agotador, y Alba lo podía ver en sus acompañantes a pesar de que con orgullo portaban un semblante sin ápice de cansancio.

Decidió que ese sería un día de descanso, y que a partir de ahora, aunque tardasen más, dejarían la marcha al ponerse el sol, hasta bien entrado el amanecer  del día siguiente. De esta forma, estarían descansados y de mejor humor. Y a ella le serviría para acercarse más a ellos, pues le había sido casi imposible adentrarse en la vida de aquellas mujeres y hombres que la acompañaban.
Tampoco había tenido oportunidad de proponerle a la leal capitana que le enseñase a manejar las armas.

Montaron entre todos las tiendas rápidamente, formando un círculo protector alrededor de la tienda real. Estiraron sus cargados músculos, se deshicieron de las partes pesadas de sus atuendos y se refrescaron en un lago cercano por turnos.

Por supuesto, Alba también deseaba darse un baño relajante. Esperó a que los soldados acabasen. Empezaron a organizarse las tareas para la cena. Alphonse, Jimena y Marie intentarían cazar algún desprevenido animal, Noelia y Landelino prepararían la leña y el fuego, mientras que Gwain y Joan alimentarían a los caballos. Natalia supervisaba todo y ayudaba a asentar las tiendas, hasta que notó a sus espaldas la voz de su princesa.

—Deseo bañarme en el lago. Acompáñame, por favor.

Obedientemente, la capitana siguió sus pasos hacia el lugar, portando su espada mediana. Vigilando los ropajes de la heredera, se mantuvo firme delante de unos juncos, prohibiendo la vista a cualquiera que se acercase. Entretanto, una joven rubia en su más plena desnudez dejaba que el agua recorriese su cuerpo gentilmente y la limpiase, recreándose en la frescura de la sensación.

No era como aquellos baños árabes que una vez probó cuando fue al reino aliado de Medina, pero sin duda la experiencia fue placentera tras días acumulando tierra y polvo en la piel. Natalia esperó con rostro serio a que la chica acabase. De repente oyó su voz tras la maleza.

—Natalia, me gustaría... pedirte un gran favor.

—Decidme—contestó sin titubear—.

—Quisiera... que me enseñaras a manejar una espada—dijo de forma rápida, sabiendo la rareza de la cuestión—.

La morena contempló con curiosidad las palabras y frunció el ceño. Tan extrañada estaba que no oyó los sigilosos pasos de la chica de cabellos dorados saliendo del agua. Planteaba cómo decirle a una persona superior a ella que aquello era una idea rocambolesca.

—No quisiera pecar de osadía, Alteza...—comenzó a pronunciar—...Pero una dama de vuestra talla no debería preocuparse en asuntos como ese. Ni manchar vuestras manos con un arma.

Al fin escuchó los pasos de su oyente acercándose, apareciendo a su lado completamente desnuda. Natalia quiso contener su cara de asombro y el rubor de sus mejillas mirando hacia el campamento, vigilando que nadie la viese. Sin embargo, era imposible no fijarse en la marmórea y pálida figura de la princesa. Las gotas de agua resbalaban en una piel que podía tener perfectamente la  textura de la misma seda. Y Natalia pensó que era normal, pues aquella mujer había sido tratada con los mejores aceites y bálsamos perfumados del lugar. Concentró su atención en los ojos de la joven, que la miraban con una atención intensa.

Bajo el mismo Estandarte // AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora