El ataque (reescrito)

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Una intensa luz que se colaba por las rejillas de la persiana me despertó. Palpé a ciegas mi mesita hasta encontrar mi IPhone. Tenía los ojos medio abiertos, pero los abrí del todo cuando vi que hora era. Quedaban quince minutos para que pasara el autobús.

Rápidamente me enfundé unos tejanos y me abotoné la primera blusa que encontré. Después de darme el visto bueno, bajé las escaleras a toda prisa y me metí en la boca la tostada que mi madre me había preparado. Me despedí con un sonido parecido al de un "adiós" y salí corriendo de casa.

El autobús llego pocos segundos después que yo. Subí y me senté al final de todo. Una chica que reconocí de mi clase de química, me hizo un gesto con la mano para que me sentara con ella y sus amigas. La rechacé con una sonrisa amable.

En el instituto, tenía algunas amigas, pero prefería estar sola. Los adolescentes siempre hablaban de lo mismo: relaciones, fiestas y falsos cotilleos. Normalmente mi única compañía era un buen libro y un café descafeinado.

Las clases transcurrieron con normalidad durante toda la mañana. A la hora del almuerzo, me senté en una de las mesas vacías y abrí mi libro de cultura clásica. Tenía un examen y prácticamente no había estudiado.

En el inframundo, el reino de Hades, habitan los fantasmas. Son seres tristes que deambulan por los prados Asfódelos intentando descubrir quiénes son y que hacen allí. No recuerdan nada de su vida anterior (antes de morir) y están dispuestos a todo por recordarlo.

Escuché una risa detrás de mí y el vello de la nuca se me erizó. Me giré para intentar averiguar de dónde procedía el sonido, pero detrás de mí no había nadie. Todos los estudiantes estaban a lo suyo, y nadie pareció percatarse de nada extraño.

Pronto serás una de ellos, princesa.

Aguanté la respiración. Seguía sin haber nadie a mí alrededor. ¿Me estaba volviendo loca?

El timbre que me indicaba el final del recreo sonó, interrumpiendo así mis pensamientos. Me levanté y me dirigí a mi próxima clase.

***

Al salir del instituto, me fui a la biblioteca para coger un par de libros que se me habían antojado pero mi madre no me quería comprar (como siempre).

Ya era tarde, así que me di prisa. Cuando entré, la señora Martín (la bibliotecaria de siempre) no estaba. En su lugar, había un hombre alto y escuálido. Tenía la piel pálida como la leche y los ojos oscuros y hundidos. Su pelo era moreno, le llegaba a los hombros y parecía que llevara días sin peinarse. Vestía una gabardina negra, unos tejanos negros rasgados y unas botas negras de montaña. En resumen: parecía un muerto recién salido de su tumba.

Cuando me acerqué para preguntarle por los libros que quería, me agarró por la muñeca. Intenté soltarme pero me tenía muy bien cogida.

―¿Tus últimas palabras, princesa?

Su voz era fría y hostil, tanto que el pánico empezó a crecer dentro de mí.

Con una fuerza que no sabía que tenía, conseguí soltarme. El hombre desapareció, dejando una fina neblina en su lugar.

Miré por todas partes pero el hombre no estaba. De golpe, unos dedos fríos me agarraron de la camisa y me tiraron al suelo. Grité como loca pero en la biblioteca no había nadie. El hombre me arrastraba como si mi peso fuera el de una pluma. Me agarré a una estantería y mi pie se escurrió de su mano. Me levanté y corrí tan rápido como pude hacia la puerta.

No paré de correr hasta llegar a casa, que por suerte, estaba a unas manzanas de la biblioteca.

Al llegar, me fui corriendo a mi habitación. Me estiré en la cama y cerré los ojos. No sé cuánto tiempo pasó hasta que mi madre entró.

-¿Helen? ¿Qué ha pasado?

Cuando abrí los ojos, mi madre me miro con sus ojos color café llenos de preocupación. Era muy guapa. Su pelo castaño oscuro y liso caía sobre sus hombros como una cascada. Tenía la piel pálida y los labios de color rojo sangre, como yo. Ella también era bastante bajita pero de una manera adorable. Aunque pareciera mentira, nunca salía con hombres. Siempre decía que no eran tan buenos como mi padre. A veces me explicaba historias de cuando eran jóvenes y estaban felizmente enamorados. Nunca había visto una foto suya, pero tampoco me importaba. Era un buen hombre, y eso era lo único que necesitaba saber.

Decidí explicarle lo que me había pasado. Cuando terminé, estaba preparada para que me consolara, pero se fue sin decir nada.

Al cabo de unas horas mi madre entró. Yo seguía tumbada en la cama, mirando al techo.

-Haz las maletas, nos mudamos -soltó mi madre, como quien dice que va a comprar el pan-. El vuelo es mañana a las diez de la mañana así que date prisa en recogerlo todo e irte a dormir.

―¿Irnos? ¿A dónde?

―A Atenas. Ambas necesitamos un cambio, y ya ha llegado el momento de irse de esta ciudad.

No me lo podía creer. Vivíamos en Nueva York, donde se producen (como mínimo) unos veinte robos al día y por un accidente, por muy raro que fuera, ¿ya nos íbamos a mudar?

Bajé las escaleras a toda prisa.

-¡Mamá! ¿Cómo quieres que nos mudemos a Atenas? Toda mi vida está aquí, nuestra vida. Mis amigos, mi instituto, tu trabajo... Por no hablar de que ninguna de las dos sabe griego -le grité a mi madre.

Ella me miró con una mirada llena de tristeza y me dijo:

-Cielo, aquí ya no estás a salvo. Pronto lo entenderás y me agradecerás haberte sacado de aquí. Además, tú puedes hacer nuevos amigos y yo encontraré otro trabajo. Te matricularás en otro instituto. Ese tema ya está arreglado.

Me pasó un folleto. En él, simplemente ponía: "Academia Olímpica". Unas fotos adornaban el interior. La escasez de información me sorprendió, pero no tenía ganas de hacer preguntas. No iba a ir allí de ninguna de las maneras.

Intenté convencer a mi madre de quedarnos en Nueva York, pero se negaba a hablar conmigo de aquello.

Empaqueté mis cosas a regañadientes y me fui a dormir. O al menos lo intenté. No podía apartar de mis pensamientos el hombre que me había atacado, la extraña reacción de mi madre y el folleto de aquel internado en Grecia. Por muy raro que pareciera, no echaría de menos Nueva York. Siempre había sabido que mi sitio no estaba allí, pero eso no significaba que me quisiera mudar a una ciudad lejana y desconocida.

No tenía ni idea de lo que iba a pasar, lo único en lo que podía pensar era en lo asustada que me sentía y lo extraño que era todo.

Academia OlímpicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora