Un día de locos

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Cuando me desperté, me invadió esa sensación tan familiar que se siente cuando alguien te está observando. A mi lado, un hombre estaba sentado en el suelo, mirándome con curiosidad.

—Buenos días, Helen —susurró el hombre—. ¿Has dormido bien?

Grité. Salí de la cama de un salto y me dirigí a la puerta, pero el hombre misterioso me cogió de la muñeca.

—Tranquilízate, muchacha, no te haré daño. 

Lo dijo con mucha suavidad, se podría decir que hasta con un cierto cariño. No sé qué expresión debía de tener yo en la cara, pero rápidamente añadió:

—No soy un violador ni nada por el estilo —soltó una carcajada—, lo prometo.

Su voz era grave y aterciopelada. En ese momento, me di cuenta de lo increíblemente hermoso que era. Debía de tener unos cuarenta y pocos. Su pelo rizado y oscuro estaba enmarañado. Su piel estaba bronceada por el sol y sus ojos eran de un verde muy vivo. Era alto y delgado. A su alrededor, brillaba una especie de halo de luz, o eso me pareció ver. Entonces, le hice la pregunta más tonta que podría haber hecho en ese momento:

—¿Es usted famoso?

—¿Qué? —estaba claro que se esperaba muchas cosas, pero no precisamente esa.

—Qué si es famoso.

Hubo unos segundos de silencio antes de que el hombre empezara a reír como si le hubiera contado el chiste más gracioso del mundo.

—Eres igual que tu madre. Podrías haber hecho mil preguntas, y de todas ellas eliges esta.

—Tiene razón, pero no me ha respondido —le insistí.

—Supongo que ya no, querida.

—¿Qué significa eso?

—Helena, no seas muy dura con tu madre. Lo que ha hecho lo ha hecho por ti, para protegerte —dijo, ignorando mi pregunta.

Helena... hacía mucho que nadie me llamaba por mi nombre completo. Y, ¿a qué se refería cuando decía que lo había hecho por mí? Como si me hubiera leído la mente, el hombre contestó:

—Me refiero a vuestro traslado a Atenas, por supuesto.

En ese momento, mi madre llamó a la puerta de mi habitación.

—Helen, ¿estás lista?

Me solté de la mano del hombre y me giré para contestar a mi madre:

—¡Ya voy, mamá!

—Date prisa o perderemos el vuelo.

Al darme la vuelta para mirar al hombre, este había desaparecido. Miré por todas partes (la verdad es que no me costó mucho, ya que mi habitación era bastante pequeña), hasta abrí la ventana y miré para abajo, pero no estaba, se había volatilizado.

Me vestí corriendo. Me puse una sudadera que me compré hace poco en Forever 21, unos tejanos y mis Converse blancas. No me molesté en maquillarme, me recogí el pelo en una coleta alta y bajé al comedor a desayunar. 

Cuando llegué mi madre ya estaba sentada, vestida con una camisa y unos pantalones negros. En la mesa había tortitas con sirope de chocolate y zumo de naranja recién exprimido, mi desayuno favorito.

—Es mi forma de pedir disculpas por la "mudanza exprés".

No voy a mentir, eso me conmovió bastante. Cuando terminé de desayunar, ayudé a mi madre a cargar las cajas en el camión de la mudanza, me puse los auriculares y me subí al coche de camino al aeropuerto.

***

Cuando el avión llegó al aeropuerto de Atenas, tenía el culo cuadrado, literalmente. Llevaba unas quince horas, aproximadamente, sentada en una silla sin moverme, solo un par de veces para ir al baño.

Bajamos del avión y nos subimos en un autocar para salir de pista. Cuando llegamos era entrada la tarde (aunque mi reloj marcaba las doce de la noche). Hice una nota mental de cambiar la hora más tarde, ya que de Nueva York a Atenas la diferencia horaria era de diecisiete horas. Cuando salimos del aeropuerto a la ciudad lo vi. Era la ciudad más bonita que había visto nunca. Las casas estaban apelotonadas de una manera que parecía que las habían puesto ahí porque era el único sitio libre. Había ruinas antiguas y la ciudad rodeaba un monte. Mi madre me dijo que se trataba del Monte Licabeto, que aunque no era el único monte dentro de la ciudad, si era el más alto.

Subimos a un coche que mi madre había alquilado por internet un día antes y nos dirigimos a la Academia Olímpica. Intenté convencer a mi madre para acompañarla a su nueva casa y ayudarla a instalarse, pero ella insistió en que tenía que llegar al internado lo antes posible para poder instalarme y empezar las clases. No hablamos mucho más durante el camino.

La academia era enorme. Era como un castillo medieval, lleno de torreones y cristaleras. Estaba hecha de piedra pulida, que al sol de la tarde brillaba como el oro. El castillo estaba rodeado de jardines llenos de flores. Más allá había un bosque bastante espeso que más tarde me prometí explorar.

Al llegar al internado, un hombre en silla de ruedas nos recibió. Era viejo, muy viejo. Tenía el pelo blanco y una barba bien recortada. Llevaba un polo a cuadros y tenía las piernas tapadas por una manta.

—Bienvenida al internado, señorita Grace. Soy el Sr. Hoftaguen, el director de la escuela —dijo el viejo con un tono frío pero tranquilo—. Señora Grace, usted ya se puede ir. Cuidaremos bien de su hija.

Mi madre me dio un beso rápido en la mejilla y se fue, con lágrimas en los ojos.

—En cuanto lleguen sus cajas de mudanza, se las llevaremos a su habitación. Ahora, si me permite, tengo mucha faena. Le dejo con el señor Smith. Él le enseñará las instalaciones y la llevará a su habitación.

A su lado había un chico alto, rubio y de ojos azules. Era muy guapo. Su tez era morena, como si hubiera pasado toda una vida en la playa, y tenía una mirada de picardía en los ojos. No sabía qué hacía allí, ya que no le había visto aparecer. El chico sonrió.

—Encantado de conocerla. Soy Roger Smith, el prefecto. Bienvenida a la Academia Olímpica.

Academia OlímpicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora