Buscando un camino

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Despertó sobresaltado por un rítmico sonido metálico, el cual cesó repentinamente cuando miró alrededor y vio que no había nadie más en la galería. Tenía la sensación de haber descansado durante una eternidad, aunque aún sentía los miembros entumecidos.

Se puso de pie y estiró los brazos y las piernas. No recordaba muchas cosas, pero la sensación de hambre era algo no muy difícil de identificar. Salió de la oquedad y antes de alzar el vuelo se aseguró de que solo la luna conocía su localización.

Era lógico pensar que la jabalina acudiría al mismo sitio a beber agua, pero no le parecía justo privar de su madre a los pequeños rayones, se encontraban en la flor de la vida y era seguro que sin su madre todos ellos morirían en poco tiempo. Pensó que nadie debería ser privado de la oportunidad de hacerse adulto y tener la posibilidad de defenderse de aquel que quería hacerle daño. En aquel bosque debía haber muchas presas y no tardaría en dar con una que cumpliese con tal condición.

Sobrevoló el bosque cuando a lo lejos vio al muchacho  que la noche anterior trataba de salvar a sus cabras del fuego. Decidió seguirlo un rato antes de seguir cazando.

El muchacho se dirigía al poblado. Una vez en él, metió a los animales en el  redil y comenzó a ordeñar a una de las hembras   que había tenido crías durante ese año.

Escondido tras los matorrales, vio que incluso la cantina donde el muchacho recogía la leche era de hierro. No era capaz de reconocer la lengua en la que cantaba y daba órdenes al perro, quien daba vueltas en torno al redil disuadiendo así de sus ideas a los jóvenes cabritos que trataban de salir por entre las barras de madera. Consiguió reconocer algunas palabras y deducir su significado, como “ven” o “siéntate”.

Tras observar un rato al muchacho, volvió a internarse en el bosque. El hambre azuzaba su estómago y era hora de cazar. En poco tiempo consiguió localizar el rastro de otro jabalí. Por el tamaño de las huellas debía tratarse de un ejemplar bastante grande, y el fuerte olor con el que impregnaba las ramas de los arbustos delataba su condición de macho. Siguió su rastro hasta que por fin lo encontró, retozaba entre las hojas caídas y no se había percatado de su presencia.

El jabalí se levantó y olisqueó el aire, sospechó que algo no iba bien pero ya era tarde para escapar. El musculoso ser alado se erguía unos metros tras él con el brazo armado, preparado para lanzar su pica. La lanzó con todas sus fuerzas y vio cómo se dirigía directamente hacia el jabalí, cuando repentinamente este cambió de apariencia. La lanza percutió contra el peto de cuero de un soldado armado con escudo y espada, atravesándolo y empujándolo contra el árbol que había tras él. Rápidamente se giró y comprobó que no hubiera nadie más por ahí. Oyó el fragor de una batalla y el fuego iluminó sus ojos durante unos segundos, tras los cuales retornaron la oscuridad y el silencio. Solo el revoloteo de unas aves  que huían, nada más.

Se acercó a su presa con cautela, el jabalí yacía tumbado y aún respiraba. Clavó del todo la improvisada lanza y terminó con el sufrimiento del animal.

Pero, ¿y el hombre al que había arrojado la lanza? Había visto con sus propios ojos cómo esta lo atravesaba. Los tambores de la batalla volvieron a sonar atronadores dentro de su cabeza. Se arrodilló agarrándosela, apretó los dientes y trató de tranquilizarse. Estaba sudando y sentía los latidos del corazón en la cabeza y en las manos.

Cargó el jabalí en sus hombros y se volvió a dirigir a la oquedad. Una vez dentro, despellejó al jabalí con el cuchillo y cortó unos trozos de carne. Llevaba horas pensando, dándole vueltas a la cabeza, pero nada.

Imágenes confusas  paseaban por su mente. En ellas un hombre cabalgaba armado con una espada hacia un gran oso que se erguía sobre una roca, pero cuando estaba a punto de asestarle el mandoble mortal el oso se revolvía y derribaba al jinete de su montura. En otras imágenes se veía a él mismo, mucho más joven de lo que era o de lo que creía ser ahora, riendo, corriendo por el bosque persiguiendo a alguien con una espada de madera fabricada por él en la mano.

Buscó en la bolsa de cuero que colgaba de su cinturón y sacó algo que sabía que estaba allí, siempre lo llevaba consigo. Quizá alguien se lo regaló una vez y le tenía un aprecio especial. Era un conjunto formado por una piedra rectangular y dos piedras redondas más pequeñas. Hizo un pequeño montón con la hierba y el musgo secos que había recogido en el exterior y usó las piedras para crear una chispa que les diese fuego. Soplaba mientras creaba las chispas hasta que una pequeña llama iluminó la húmeda estancia. Con pequeñas astillas consiguió que el fuego creciera y después hizo una hoguera con ramas más gruesas. Cuando consiguió hacer brasas, cocinó la carne del jabalí y comenzó a comer. Desgarró la carne con sus grandes colmillos y la masticó con placer. En la cueva el ambiente era fresco y tendría carne para dos o tres noches, lo cual le daba más tiempo para indagar y desplazarse más lejos.

Se recostó mientras comía y pensaba, ¿quién era él? ¿Qué hacía ahí?

Se quedó adormecido, mientras nuevas imágenes recorrían su mente de lado a lado. Corría por el bosque, perseguido por hombres con antorchas a los que doblegaba fácilmente con su espada. Pero el gran oso sería un rival más duro, se acercaba a galope hacia él con la boca abierta y rugiendo, aunque no le daba miedo pues también hundiría la espada en su carne. Después miraba la espada desconcertado, esta era de madera y el oso se acercaba haciendo que el suelo retumbase...

Se despertó sobresaltado agarrándose el hombro. Al lado de un corte reciente había una vieja cicatriz, cuatro anchas líneas paralelas. Parecía que el oso había conseguido herir a su presa, pero estaba claro quién de los dos había salido victorioso pues él seguía allí y las heridas habían curado hace ya tiempo.

Se miró las manos, grandes y fuertes, con la misma piel fuerte y de color marrón grisáceo que cubría el resto de su cuerpo poblado de viejas cicatrices, entre las que de vez en cuando se intercalaba un corte no muy antiguo aún sin cerrar.

Solo le crecía el pelo en la parte posterior de la cabeza, donde una larga melena colgaba hasta media espalda. Al cogérsela para desenredarla, algunos pelos se enredaron en su anillo. Lo miró, era un anillo de plata sobre el cual un hábil orfebre había incrustado una hermosa piedra negra. Sonrió, pues aquel objeto le transmitía algo parecido a la calidez de la amistad.

Decidió salir a sobrevolar una zona algo más extensa. Le quedaba poco tiempo por lo que debería volar alto para poder observar una zona amplia. Subió tan alto como las corrientes de aire se lo permitieron y localizó varios focos de luz. La mayoría eran pequeños, como el foco de luz del poblado que conocía o como aquel que brillaba al otro lado de los dos picos, pero un gran foco de luz se divisaba en la lejanía. Estaba demasiado lejos como para ir, investigar y volver en una sola noche, y primero debía familiarizarse con las costumbres de los pequeños poblados. Tomaría el tiempo necesario para ello y localizaría más cuevas en el camino entre el gran foco de luz y su posición actual.

La Canción de tevunantDonde viven las historias. Descúbrelo ahora