La caza. Parte 3

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Gílam visitó Alisa durante las siguientes dos noches, pero no volvió a entrar en el interior de la fortaleza. Ver a sus amigos totalmente petrificados le creaba una gran ansiedad y decidió que era mejor reconocer el terreno y memorizar los cambios que este había sufrido, como por ejemplo el entramado de nuevas calzadas que comunicaban Alisa con la gran ciudad iluminada. También memorizó la estructura de esta última pero esta vez no encontró señal alguna.

Aquella noche había cenado bien. Se le había ocurrido visitar el pequeño  poblado del joven pastor de cabras y lo vio llegar con su rebaño acompañado por tres hombres adultos. El niño miraba constantemente hacia la oscuridad que había entre los árboles pero no lo hacía con temor, sino que trataba de buscar algo o a alguien. Los adultos caminaban tranquilamente hacia el poblado, por lo que Gílam dedujo que el muchacho no había contado toda la verdad o bien no le habían creído.

Durante unos cortos instantes el chico se rezagó y lanzó una bolsa de tela hacia el bosque, tras lo cual volvió a la par de los adultos.

Cuando Gílam cogió la bolsa encontró una agradable sorpresa en su interior: un cabrito destripado y desollado y varias piezas de fruta fresca. Antes de proseguir su búsqueda asó el cabrito sobre las brasas y se lo comió entero, al igual que las piezas de fruta.

Ahora se encontraba de nuevo ante Alisa. Sus recuerdos tomaban una forma más nítida y un orden más lógico  a medida que el tiempo avanzaba, y aunque Gílam hubiese preferido que ese lento proceso acelerase sabía que no quedaba más remedio que seguir indagando y tomárselo con calma.

Algo diferente sucedía esa noche en Alisa. Habían llegado más hombres en un enorme carro y lo habían parado cerca del montículo que cubría la fortaleza. En la torre que había sido descubierta, varios hombres custodiaban dos grandes cajones de madera. Los ataron con cuerdas y los arrastraron hacia la base del montículo utilizando varias poleas y largos correajes. Después los subieron al carro a través de una rampa.

Gílam comenzó a ponerse nervioso. ¿Irían dos de sus amigos en esos cajones? ¿Adónde se los llevaban?

El carro comenzó a ronronear y avanzó por la calzada alejándose de Alisa seguido constantemente por Gílam, quien lo sobrevolaba a gran altura. Lo siguió durante unos kilómetros hasta que se detuvo en un prado. Dos hombres bajaron tambaleándose por la parte delantera, estaban totalmente borrachos y se pusieron a orinar a unos veinte pasos del carro. Esta era la ocasión. No se veía a nadie alrededor y bajó en picado hacia el lado del carro donde no podía ser visto por los dos hombres. Abrió las alas cuando estuvo cerca del suelo y amortiguó el aterrizaje, creando un sonido imperceptible al tocar la tierra con los pies.

Los hombres canturreaban y bebían de una botella. Se habían sentado en el suelo y no parecían tener intenciones ni el equilibrio suficiente como para levantarse. Asomó cautelosamente la cabeza hacia la parte posterior del carro y se aseguró de que no había nadie más ni fuera ni dentro del mismo. Entró sigilosamente al interior, donde las dos cajas yacían en el suelo. La tapa de las mismas no estaba asegurada, se alejó a una distancia prudencial y utilizó el mango de su rudimentaria lanza para abrirla con cuidado, listo para escapar a la mínima sospecha de peligro.

 Al abrir la tapa de la primera de las cajas se oyó un ruido mate y poco sonoro. Casi al mismo tiempo percibió dos pinchazos, uno en el brazo y otro en el abdomen. Dos pequeños proyectiles cubiertos por plumas rojas en la parte posterior lo habían alcanzado. En la pared interior del carro se habían alojado al menos dos docenas más, que habían salido del interior de la caja en todas las direcciones. Se arrancó los pequeños objetos puntiagudos y pudo constatar que terminaban en una corta pero afilada punta. Guardó uno de ellos en el pequeño bolso de cuero que pendía de su cinto para estudiarlo más tarde. Saltó fuera del camión para huir cuanto antes y tropezó cuando cayó al suelo, se sentía ligeramente mareado pero se levantó y se escondió bajo el carro tras recordar los bastones que lanzaban puntas metálicas de los que disponían los hombres. Miró alrededor moviendo la cabeza a gran velocidad y vio que varios hombres salían de agujeros cubiertos por telas que parecían auténtica hierba. Todos ellos iban armados con sus bastones y rodeaban el camión. El suelo parecía no estar horizontal y comenzaba a encontrarse indispuesto. Debían haberlo envenenado con aquellos dardos. Había caído en su trampa, la preocupación había cegado sus sentidos una vez más. Miró de nuevo alrededor y vio que uno de los hombres se encontraba más cerca que los demás y se acercaba más rápidamente. Clavó los dedos en el suelo, tomó impulso con la mayor fuerza que pudo y salió de debajo del carro a tal velocidad que el hombre que se había acercado tanto no tuvo tiempo de apuntarle con su bastón. Le golpeó en la traquea con el puño fracturándosela y se lo cargó a sus espaldas. Notó cómo dos dardos se clavaron en el cuerpo inerte que llevaba encima y corrió haciendo contrapiés y cambiando constantemente de dirección. Oía el silbido de los proyectiles que pasaban cerca de él pero se movía tan rápido que ninguno de ellos llegó a ser disparado con la suficiente certeza como para alcanzarlo.

Para cuando entró al bosque su visión se encontraba tan nublada que chocó con un árbol y cayó al suelo. Se volvió a levantar y corrió hacia donde menos luz había. Los hombres se acercaban y al ver que no podría huir se giró para tratar de acabar con ellos en el poco tiempo que quedaba. Se tropezó con una gruesa raíz que sobresalía de la tierra y cayó de espaldas por un pequeño terraplén de unos tres metros.

En el camión, Dick Krámer ordenaba a uno de sus hombres que preparase uno de los cajones para guardar su presa. Encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de su petaca. Había sido más fácil de lo que había creído.

Al pie del terraplén, Gílam trataba de levantarse pero las extremidades le flaqueaban. Cayó al suelo mientras oía los pasos de los hombres que se acercaban a lo lejos. Momentos antes de perder la consciencia escuchó el aleteo de un ave de tamaño considerable y sintió cómo se posaba a su lado.

-         Gílam, amigo…eres tú.- escuchó casi en sueños.

 Y utilizó las últimas fuerzas que le quedaban para articular una palabra:

-         ¿A…tlas?

Se hizo la oscuridad.

La Canción de tevunantDonde viven las historias. Descúbrelo ahora