8- La muerte de una bruja

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Leo

Ojalá ir a un profesional me llegara a funcionar algún día. De momento, sólo me provocaba tensión. Estar sentado frente a una desconocida que lo sabía todo y quería saber más, que apuntaba cosas en una libreta prácticamente cada vez que abría la boca, que no dejaba de hacer preguntas que parecían ridículas pero seguro que algo me podían sacar. Me costaba imaginar el poder sentirme cómodo en esa situación, pero esperaba que así fuera. No me iba a poner trágico, a pensar que una psicóloga no podría arreglar nada, a desesperanzarme y rendirme. No, eso no servía para nada, pero tampoco era fácil cambiar de repente. Suficiente lo había hecho ya con Tristán, pero él como mucho se reiría de mí con Bia, y esa mujer que se colocaba un mechón de su pelo castaño tras la oreja cada vez que levantaba la mirada hacia mí... no podía saber qué haría con lo que me dijera. Tristán también podría usarlo contra mí si le diera la gana, pero mira.

—Bueno, Leo, por hoy hemos acabado.

Intenté no suspirar de alivio al escuchar esas palabras. Me levanté de la silla y ella hizo lo mismo para acompañarme hasta la salida de su casa. La verdad es que el hecho de que la consulta fuera en una habitación de su propio hogar lo hacía todo un poco menos tenso, como si fuera una persona normal que al final no me podría decir "Mira, Leo, tienes un trastorno de estrés post traumático más grande que el pueblo este". El nombre ese lo había sacado de Internet, por cierto.

—Muchas gracias de nuevo por ayudarme con la mudanza. Limpiar esta casa no ha sido fácil, ¿eh?

Al parecer, aún tenía más ganas de conversación. No podía negar que era un poco extraña, esa mujer. Aparentaba unos treinta, era bajita y su ropa era muy colorida. Desde que la vi me preguntaba continuamente si no pasaba frío con esa blusa de hombros abiertos y bordeada por volantes estampados de flores, y tal vez por eso no recordaba su nombre.

—No es nada... esto...

—Meridiem —aclaró, al ver que había un vacío en mi memoria—. Bueno, Meri. Puedes llamarme Meri.

Me sonrió amablemente, pero yo no tenía nada más que añadir. Curvé mis labios un segundo y me giré, deseando irme a casa de una santa vez. Sin embargo, ella tenía algo que añadir.

—Espera, Leo. Déjame hacerte una pregunta más.

Me giré y miré directamente a sus ojos, que parecían trazos de verde y azul creados al azar. Sus labios rojizos como las frutas silvestres que crecían por toda Arboleda se partieron para hablar una última vez.

—¿Cómo te sientes?

No contesté, y sabía que no era una pregunta para responder en alto. Era una de esas cuestiones que debían resonar por dentro y ya. Y lo hizo (aunque sin hallar respuesta) hasta que Tristán avisó en casa de que volvería tarde. Ya sabía dónde iba, así que no me sorprendí.

Para estar haciendo algo tan descabellado, Bia y Tristán no estaban teniendo cuidado alguno. Había sido tan fácil como entrar a la sala de la biblioteca en la que se metían casi cada día y mirar un libro que ni siquiera estaba cerrado. Ahí estaba el reloj de agua y arena que Tristán llevaba consigo hasta para ducharse, pero me llamó más la atención el tema de los Imperium, creo que se llamaban. Había una anotación en el primer libro que miré, y varios tomos sobre la mesa con ese mismo nombre. No tuve ninguna duda tras pasarme horas y horas leyendo: aquello era real.

—Oye, Leo, ya sé que nos ha avisado, pero ¿por qué no vas a buscar a Tristán? Hoy me encuentro un poco mal, me gustaría acostarme pronto. Estará en el corral. Si me haces el favor...

Ni siquiera pensé en mirar el corral. Estaba en el lago jugando a las brujas, a arreglar vidas, a solucionar cosas en las que él no tenía cabida. Puede que ese fuera el momento perfecto para decirle que sabía lo que hacía, y que debía detenerse, pero el destino es caprichoso y ese se convirtió al final en el peor momento posible para lo que pretendía.

La voz de las BrujasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora