Ángeles

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Aunque han aparecido en muchos cuadros y esculturas, lo cierto es que nadie había visto, hasta ahora, la verdadera forma de un ángel. Incluso yo, como sacerdote, en ocasiones dudaba que los ángeles fueran como los veíamos.

Retratados como seres bellos, de luz, emisarios de Dios. Los cuadros del renacimiento los mostraban con apariencia humana, de cuerpos esbeltos, piel blanca y hermosas cabelleras doradas. Sus alas, blancas como su alma, les permitían volar y cobijar con su amor a los seres humanos. Un aura de pureza los envolvía, haciendo que cualquiera que estuviera en su presencia sintiera una gran calidez en su corazón. La jerarquía de los ángeles ponía en el nivel más alto a los serafines, quienes eran los que estaban más cerca que ningún otro a Dios, alabándolo constantemente. Su energía emana amor, con una belleza divina que solo Dios es digno de observar, por lo que, de sus tres pares de alas, dos eran usadas para cubrir su rostro.

Los ángeles son, para muchos, seres de paz, amor, amistad y sentimientos positivos, sin embargo, el día que las trompetas del fin del mundo sonaron, nadie se imaginó cómo empezaría ni se imaginó que lo que mostraron era su verdadera apariencia.

Las nubes comenzaron a tornarse oscuras, un fuerte viento comenzó a soplar, truenos se hicieron oír con tal fuerza que los vidrios retumbaban con tal intensidad que temías que fueran a romperse, era como si un enorme camión pasara sobre los techos. Todo mundo salió de la iglesia donde en ese momento oficiaba misa, por más que les pedí que regresaran, la gente no hizo caso. Todos salieron a la explanada, viendo al cielo, con mirada de asombro, una voz gritó con emoción "son ángeles, mamá, mira, ángeles", pero no. Yo, que pasé tantos años en el seminario, oficiando misas y leyendo la biblia, no podía creer que esos eran ángeles de Dios, eran algo más. Tenían seis alas, sí, como los serafines, pero no eran como las retrataban en cuadros, con apariencia similar a las plumas de ave, ni de una blancura inmaculada, sino que estas eran de un color negro, tan oscuro como una noche sin luna. Esas alas infernales se extendían con una envergadura de casi tres metros, y sus cuerpos eran corruptos, de una apariencia casi obscena y blasfema que dolía verlos. Eran seres delgados, de cuerpos alargados. Sus brazos estaban desollados, con carne pútrida palpitante en ellos, escurriendo sangre negra y coagulada. Sus largas piernas, igual de color negro, tenían apariencia similar a una armadura, con placas óseas que les cubrían las piernas. Si bien un serafín cubre su rostro debido a que solo Dios es digno de ver su belleza angelical, estos monstruos mostraban su cara como si nada, mostrando horribles rostros desfigurados. Ningún pintor ni escultor, ni siquiera en sus peores pesadillas, habrían podido recrear una imagen tan terrible. Sus cabezas tenían un hocico alargado, lleno de colmillos, con una lengua roja, larga y chorreante de baba. Tenían un par de ojos rojos furiosos, y sus caras estaban llenas de cicatrices y quemaduras, e iban coronados con una especie de cuernos que  iban de tres a ocho cuernos en total.

No, esos no eran ángeles, eran monstruos sacados de las más terribles pesadillas. No venían a traernos paz ni amor, sino muerte y destrucción. Una terrible aura rodeaba a esas criaturas, y en cuanto estos tocaron el suelo, extendieron sus a demoniacas alas y mostraron sus descarnadas garras para hacernos saber que habían bajado de los cielos para aniquilarnos.

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