Robot

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–Rápido, tráeme la caja de herramientas –ordenó mi padre una vez que llegó el nuevo paciente a la casa.

–Aquí tienes, padre –respondí al arrastrar la pesada caja. De esta, que se abría en varios cajones y compartimientos, mi padre sacó desarmadores, sierras, pinzas, cables y rollos de cinta adhesiva, los cuales, junto con varias cuerdas y cintas de cuero, usó para atar al robot a la mesa de operaciones.

Mi padre, el doctor Ivanovich, era una eminencia en la robótica, un genio que había creado toda cantidad de seres mecánicos, incluyéndome a mí, su hijo, su mejor creación. Me había nombrado Carlo, nombre de su primer hijo humano, lo que me llenaba de orgullo y de admiración al saber, con el tiempo, que yo no era el único robot creado por él, pero sí el más avanzado y al que más apreciaba.

Cada noche, mi padre traía a la casa robots que presentaban fallas que requerían reparaciones de todo tipo; problemas motrices, errores de programación, piezas dañadas, etc. Me contaba que después de la "Guerra Cyborg", donde humanos y máquinas lucharon entre sí, el mundo se había vuelto un lugar muy hostil, que no era seguro para robots como yo que no tenían ningún tipo de arsenal ni sistema de defensa, lo cual estaba bien, no quería resultar dañado en una pelea innecesaria.

Hoy, como cada noche, ayudaba a mi padre reparando esos robots que, por las noches, eran atacados por humanos salvajes o por otras máquinas hostiles. Algunos tenían arreglo, algunos no. Siempre que le preguntaba el por qué les ayudaba, mi padre evadía el tema, diciendo que lo hacía por caridad, que buscaba un mundo donde humanos y maquinas vivieran de nuevo en paz, pero para ello tenía que ayudar todo lo que pudiera a aquellos desdichados que lo necesitaran.

–Otra operación exitosa –concluyó mi padre al finalizar las reparaciones–. Este no fue fácil, el sistema motriz estaba muy maltrecho, tuve que retirarle varias piezas y reemplazar los circuitos motores de las piernas, pero estará bien, en poco se levantará de nuevo y podrá irse a casa –fue el reporte de mi padre mientras dejaba de lado los contenedores de vidrio con las piezas dañadas que flotaban en aceite para conservarlos en buen estado hasta su posterior uso, pues en ocasiones estas piezas podían servir en otras máquinas según sus reportes.

–Muy bien padre. ¿Lo llevo con los demás?

–Sí, por favor, y, Carlo –me dijo con una mirada fría–, ¿no tengo que repetirte las reglas del depósito, verdad?

–No, padre, mi banco de memoria está actualizado y en óptimas condiciones –respondí al extraer de mi CPU lo que él llamaba "recuerdos".

Empujé la camilla con el robot, aun apagado, por el largo pasillo hasta el elevador de carga, recordando las palabras de mi padre. La regla en el depósito era no hablar con los robots ahí almacenados, ya que muchos tenían fallas mayores que no podía arreglar en ese instante, requerían más tiempo y trabajo. Otros eran hostiles, y gritaban y amenazaban. –Viejos robots de guerra– decía él. No quería que me inquietaran ni que me metieran ideas sobre la superficie, y yo tampoco tenía intención de averiguar cómo se veía el exterior. Ya había visto imágenes del caos por medio de la red exterior, un complejo sistema de computadoras conectadas entre sí que mostraban documentos, fotografías y videos del mundo. Era un caos horrible; los cielos eran negros por la polución, el sol no brillaba, y la lluvia acida quemaba las pocas plantas y a los seres vivos que quedaban. Los humanos y robots que vivían juntos colaboraban para sobrevivir, aunque de vez en cuando discutían y peleaban. Mi padre me había reprendido ya un par de veces por hablar con los robots que almacenábamos, ya fuera sobrecargando mis circuitos hasta apagar mi CPU, dejándome sin recargar mis baterías por varios días o simplemente desconectaba mis extremidades para no poderme mover libremente. Había aprendido a vivir una vida tranquila con él, mi padre era estricto, pero en un mundo post apocalíptico como en el que vivíamos era comprensible.

Dejé al último paciente en su celda de contención. El sótano tenía ocho de estas, con espacio para hasta veinte robots a la vez. Dejé a este en la celda siete, que estaba vacía. Cerré y me di la vuelta, mientras salía. De la celda 5 un viejo robot hacia un sonido extraño con la boca, que era un sistema de salida de audio que los robots tenemos, emulando la de los humanos.

–Oye, niño, niño, ayúdame –ya me conocía, pues por culpa de él mi padre me había reprendido la última vez.

–Lo siento –le respondí sin dirigirle la mirada– pero no tengo autorizado a hablar con los robots en mantenimiento –seguí caminando a la salida.

–Escucha niño, no sé qué locas ideas te metió ese viejo, pero tú no eres un robot, eres un humano –su voz sonaba cada vez más desesperada al ver cómo me alejaba–. Mira bien tus piernas y brazos, esas son prótesis, seguro te hizo lo mismo que a mí y te las retiró quirúrgicamente.

La voz del paciente subía de tono mientras entraba al elevador de carga.

–Escucha niño –ahora su voz eran gritos que comenzaban a reactivar a los otros robots–, ese maldito loco no nos está reparando, nos está matando, nos quita brazos, piernas y órganos, niño por favor, ayúdanos, ese doctor es un asesino.

Sin darle importancia a los movimientos frenéticos del robot ni el extraño líquido que fluía de su sistema de visión, encendí el interlocutor del elevador para llamar a mi padre.

–Padre, tenemos un problema, el paciente de la celda cinco parece estar teniendo una falla mayor.

–Bien hijo –respondió del otro lado de la bocina–. Solo dime, no hablaste con él, verdad.

–Negativo –respondí–. Dijo cosas sin sentido, haré el reporte de lo ocurrido en cuanto suba.

–Muy bien Carlo, me alegra saber que seas un robot tan obediente y eficaz.

–Afirmativo, padre –respondí con un extrañoarqueamiento hacia arriba de la boca que me hizo sentir extrañamente bienmientras volteaba a ver al robot de la celda cinco–, porque eso es lo que soy,un robot.

El ABC del TerrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora