Pantano

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Perdidos en el medio del bosque, Juan y Marco caminaban sin rumbo aparente. Los árboles se veían todos iguales, a cada paso, árbol tras árbol, rama tras rama, todo era igual.

Habían ido a pasear, a un día de campo en el bosque, pero una lluvia repentina les hizo correr para refugiarse, y siendo el bosque tan grande y los arboles tan tupidos les hizo perder el sentido de la orientación.

–¿Dónde demonios estamos, Marco? –reclamó Juan molesto, pues ya habían caminado por alrededor de media hora sin encontrar el rumbo.

–Ya te dije que no sé –la respuesta a la defensiva de Marco denotaba que estaba también muy nervioso y preocupado.

–Si seguimos caminando nos vamos a perder –inquirió Juan, que estaba ya muy cansado.

Y aunque sabía que era cierto, Marco quería seguir el camino, presentía que si continuaban llegarían a la carretera donde podrían volver a tomar el autobús que los había dejado ahí. Debían seguir caminando, al menos un poco más.

Después de unos minutos, Juan señaló un claro donde se escuchaba un sonido de movimiento. Pensando que habría alguien para ayudarles, corrieron a toda velocidad para encontrarse con un pantano enorme. Las aguas pestilentes ondeaban mientras exhalaban vapores cuyo olor recordaba al de un baño público tras días de no ser lavado. Al lado del pantano, en un tronco caído, una figura humana se encontraba sentada, vestido con una capa vieja y sucia y la espalda encorvada parecía no haberse percatado de la llegada de los jóvenes, que se quedaron viendo sin hablar, tapándose ambos nariz y boca, tratando de ignorar el hedor.

­–Oiga –gritó Juan para llamar la atención del extraño individuo–. Oiga –repitió una vez más–, ¿cómo podemos salir de aquí?

Los dos jóvenes se quedaron inmóviles, esperando una respuesta que no llegaba. El olor comenzaba a marearlos y revolverles el estómago. Dieron un paso hacia atrás cuando una voz rompió el silencio. No entendiendo lo que dijo preguntaron a la persona sentada en el tronco si había dicho algo, dándose la vuelta lentamente vieron que bajo la capa había un anciano de rostro arrugado, el poco cabello que tenía era de color blanco, cayéndole en la frente. Sus ojos estaban en blanco, claramente ciego, sin embargo, un escalofrío recorrió la espina de ambos, sintiendo como si el anciano los observara.

–Dije que este pantano guarda cosas de tiempos inmemoriales –la voz ronca y decrépita del anciano helaba la sangre–, secretos oscuros que reposan en las aguas oscuras como los corazones de la gente.

–Ah... eso que... qué significa –preguntó Marco con miedo.

El anciano se volteó hacia el pantano, señalando con su arrugado y ampollado dedo.

–En el pantano se guardan secretos de una era antigua –prosiguió–, secretos de épocas que ya nadie recuerda.

Ambos muchachos se vieron el uno al otro, intrigados sobre lo que el anciano quería decir. Delirios de un viejo loco pensaron, a quién no se le pudriría el cerebro después de tantos años, y ni qué decir de los vapores tóxicos del pantano.

–Señor, perdone –Juan rompió el silencio–, pero creo que es mejor que nos vayamos ya.

Se disponían a dar la vuelta para marcharse cuando un chapoteo captó su atención. Voltearon nuevamente a ver al pantano, el cual comenzaba a burbujear como si de una olla de agua hirviendo se tratara. El vapor que emanaba de las podridas aguas hacía que tuviera un aspecto de una columna de vapor a punto de estallar y lanzar chorros de agua hirviendo. Temían que en cualquier momento eso ocurriera, que agua a alta temperatura les saltara a la cara y les quemara de forma horrible, y aun si no estaba hirviendo, las aguas negras, contaminadas de décadas o tal vez siglos de vegetación muerta y cadáveres de animales descompuestos, les harían devolver el estómago aun si solo les tocara un poco la ropa y los zapatos. Si bien estaban a una distancia relativamente segura, el agua se movía con tanta violencia que sus preocupaciones eran más que justificadas.

–A veces esos secretos despiertan –les dijo el misterioso anciano con una voz sombría–. Después de todo, no pueden dormir tranquilamente.

Paralizados y confundidos por lo que el anciano decía, no se percataron que mientras las aguas se calmaban, del pantano salían varios cuerpos humanos en diversos estados de descomposición. Cuerpos de hombres, mujeres y niños se arrastraban en el suelo. Sus brazos descarnados con carne podrida y girones de piel jalaban sus torsos con movimientos lentos, sus caras con poca carne exhibían unos dientes amarillos y las cuencas vacías de los ojos demostraban que eran cuerpos que habían pasado años pudriéndose, siendo su carne retirada para exponer huesos amarillentos y roídos por roedores e insectos carroñeros.

Marco soltó un grito cuando sintió que una mano huesuda le tomó del pie mientras Juan era sujetado de la pierna por los brazos descarnados de lo que en vida debió ser un niño de no más de cinco años.

–Los hijos que abandonaron a sus padres enfermos; los hombres que golpearon a sus mujeres; las mujeres que abortaron, o peor, las que los mataron después de nacer; todos ellos vienen aquí buscando compañía y redención –el anciano se incorporaba lentamente, su cuerpo delgado y arqueado resultaba ser más alto de lo que aparentaba sentado.

–Déjenos ir, maldito loco –gritó Juan mientras pateaba y pisoteaba los cuerpos que lo rodeaban de a poco.

–¿Irse? Pero si la reunión acaba de comenzar –respondió el anciano con una voz burlona–. Ustedes pertenecen aquí. Aquí vienen a parar los condenados, los malditos, aquellos cuyos pecados son tan repulsivos que hacen que los rechacen del cielo y que en el infierno le revuelven el estómago al diablo.

–Pero... pero si nosotros no hemos hecho nada –imploraba Marco con lágrimas en los ojos mientras varios cuerpos roídos y podridos le sujetaban de la cintura.

–¿Dices que no? Tú, niño –señaló a Juan mientras el viejo se les acercaba lentamente–, te decías el amigo de este otro joven, pero aun así te metiste con su novia, y claro, tú –viendo con desdén a Marco– no te ibas a quedar de brazos cruzados. Fingiste que no sabías nada y lo trajiste con engaños a este sitio, se "perdieron" con la idea de buscar un lugar donde no hubiera nada ni nadie y así deshacerte de él.

–Maldito bastardo –gritó Juan con furia mientras seguía tratando de zafarse de los muertos vivientes–, así que todo el tiempo sabias cómo salir de aquí.

–Por favor, no tienes nada que reclamar desgraciado, sabias que amaba a Sandra y aun así te metiste con ella –le reclamó Marco con furia asesina en los ojos–. Son unos malnacidos los dos; tú por fingir ser mi amigo y ella por meterse contigo, merecías lo que planeaba hacerte.

–Ha confesado muchachos –dijo el misterioso sujeto con una mueca de satisfacción–. Prosigan, ustedes decidirán el castigo.

Los cuerpos que aún tenían las piernas completas se erguían para acercar sus dedos llenos de llagas y pus a la cara de los condenados mientras sus lenguas negras y húmedas escurrían una baba verdosa y pegajosa. Sus bocas llenas de dientes rotos y amarillos se abrían preparándose para clavarse en la joven y viva carne de los muchachos, mientras que aquellos que no podían moverse más que a ras del suelo hacían lo mejor que podían clavando sus muertos dedos en la carne de los otrora amigos. Con su último aliento y segundos antes de que una mujer de rostro descarnado acercara sus secos y podridos labios a la boca de Juan, preguntó al anciano quién era y por qué sabía todo eso. Las palabras del anciano resonaron antes de inundar el lugar en un sepulcral silencio.

–Yo, solo un anciano que hace que los pecadorescumplan su penitencia.

El ABC del TerrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora