Yugular

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–Ya estoy harto de esto ­–gritó Ernesto furioso levantándose de la mesa rápidamente.

–Cálmate, no te alteres, se te va a subir la presión –le dijo Clara, su esposa, tratando de calmarlo.

Sus avisos fueron en vano, pues Ernesto se dirigió a tomar su escopeta. Esta era ya la quinta vez que uno de los animales de su granja eran atacados, y no pensaba tolerarlo de nuevo.

Uno por noche, sus animales habían sido atacados con mordidas al cuello. Sospechaba de algún lobo, aunque no lograba entender que solo atacara al cuello y no se comiera el resto del cuerpo. Al principio pensó que era por no darle tiempo de acabar con su presa, aunque la idea la descartó pues la segunda noche tardó mucho en salir al no encontrar las balas de su escopeta, por lo que desde esa noche la tenía cargada junto a la puerta.

Salió con una lámpara apuntando al corral donde los cerdos corrían y chillaban asustados, y mientras se acercaba pensaba si se encontraría con la misma imagen que había presenciado noches atrás, teniendo ya dos cabras, una vaca y un cerdo, muertos con un pedazo del cuello arrancado de una mordida. Lo que sea que estaba matando a sus animales tenía una gran fuerza y sobre todo era muy rápido, pues no había logrado verlo y mucho menos atraparlo.

La noche era fría y oscura, sin luna y muy pocas estrellas que tímidamente parpadeaban en el firmamento. La granja de Ernesto estaba lejos de la civilización, por lo que estaba rodeado de bosques y montañas que, como silenciosos centinelas, custodiaban los campos a su alrededor sirviendo de refugio a lo que sea que atacaba su granja. Los cerdos corrían y chillaban desesperados, algunos huyendo de lo que sea que hubiera atacado esa noche mientras otros parecían querer advertirle al granjero de lo que acechaba sin posibilidad de darse a entender.

Abrió la puerta del corral que cerró tras de sí para que nada entrara ni saliera de ahí, y con el haz de luz de su lámpara apuntó al cuerpo del cerdo, que yacía justo al centro. Se encontraba tirado de costado, con una herida enorme en el cuello, desangrado y apenas capaz de respirar. Sus patas se movían de forma agónica, pues la poca vida que quedaba en su cuerpo se apagaba al verse ahogado en su propia sangre. Asqueado por la escena, maldijo al asesino de su animal, y barriendo con la mirada no pudo ver más que un campo vacío, con árboles cuyas ramas eran movidas por el viento.

Acababa de darse la vuelta para regresar a casa con su mujer cuando escuchó de nuevo el chillido de otro cerdo. Era imposible que no hubiera visto a la criatura mientras estaba dentro, por lo que se giró para ver con su lámpara mientras apuntaba su arma en la misma dirección solo para presenciar cómo otro de sus cerdos pataleaba, tratando de zafarse de algo que le sujetaba del cuello, algo que en el momento pensó que era una serpiente estaba ahorcando al animal a la vez que mordía directo al cuello, destrozándole la yugular.

Se quedó paralizado del miedo cuando vio a esa "serpiente" levantar al porcino como si fuera nada. Un animal de casi 200 kg. De peso era alzado a casi dos metros del suelo para ser azotado con fuerza una vez que dejó de luchar. La serpiente se desenroscó del cadáver del animal para dejarse apreciar por Ernesto.

El granjero era un hombre de campo, y si bien no era un experto en serpientes, había visto demasiadas en su vida como para poder asegurar que esa no era una serpiente, al menos no una normal. Su cuerpo delgado, apenas un poco más ancho que su mano, mostraba un color verde oscuro, no parecía tener escamas, sino una piel bastante lisa a la vista que se alargaba hasta hacerle levantar la mirada. Su cabeza y sus fauces le hicieron ver que la criatura no era normal en lo más mínimo, ya que su cabeza era alargada, semejante a la de un lagarto, llena de afilados dientes y con varias espinas gruesas alrededor del cuello a modo de collar. No parecía tener ojos, solo dos orificios negros que se abrían y cerraban olisqueando el ambiente. Era claro que la criatura carecía del sentido de la vista y dependía por completo del olfato.

Por un largo rato ambos quedaron inmóviles hasta que, asustado, Ernesto levantó el arma para atacar al extraño ser. El disparo rompió el silencio de la noche y un desgarrador grito, acompañado de un gruñido, inundó la noche.

La esposa de Ernesto salió alarmada minutos después de los gritos y los disparos para presenciar la terrible escena. El cuerpo de su esposo se encontraba en el suelo, con el cuello destrozado y marcas de mordiscos por todo el cuerpo. El arma estaba vacía y varios cerdos yacían de la misma forma, muertos alrededor sobre enormes charcos de sangre.

Nadie supo determinar quién o qué los había matado. Clara decidió mudarse al pueblo con sus hermanos, dejando todo detrás con la pena y la incertidumbre de no saber qué había pasado, recibiendo como única respuesta que la muerte de todos los animales y de su marido fue bajo el mismo modus operandi: una muerte casi inmediata por desangramiento debido a una poderosa mordida justo en la zona de la vena yugular.

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