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Las horas se arrastran poco a poco. Mi corto puente vacacional se vuelve la ocasión más aburrida de mi vida. No sé qué hacer.

—¡Pip! ¡Pip! ¡Pip! —el sonido de un tráiler resuena en la calle.

Nuestros antiguos vecinos, los Brook, se mudaron hace algunos meses. Por fin la casa se vendió y pronto será ocupada. Resulta que el tráiler es de una compañía de mudanza. Puedo verlo por una de las ventanas de mi habitación, escondido en las suaves faldas de mis cortinas color vino.

Me pregunto quiénes serán los vecinos. Mmm, supongo que habrá que esperar para conocerlos. Me aparto de la ventana con puntitos blancos de sol bailándome en los ojos. Todo por causa de la potente luz de la tarde que reflejaba el camión blanco.

El fin de semana me la paso alternando sesiones largas de sueño con sesiones de tocar el violín. Como no hay tarea no tengo nada que hacer. Lo cual es un alivio, ya que en poco tiempo el ciclo escolar terminará, y eso significa exámenes. Exámenes que debo pasar con la mejor calificación. Tal vez en estas semanas que vienen haya más interesados en las asesorías que doy después de clases.

No es por alardear, pero he mejorado muchísimo con el violín. Es un instrumento que cada vez que lo toco, de alguna manera vibra con cada latido de mi corazón. Después de dos horas seguidas tocando el violín, mis articulaciones empiezan a fastidiar un poco y mis dedos están adoloridos. Será mejor descansar y comer algo.

El aburrimiento no tarda en hacer su aparición.

Abro el refrigerador cada 10 minutos, como si en 10 minutos se hubiera llenado mágicamente con deliciosos manjares; cuando en realidad las provisiones empiezan a menguar.

Por el bien del yogur (que me llama para degustarlo) abandono la cocina para aplastarme en el sillón de la sala; mirando al techo, con las piernas hacia arriba, con mi cara entre los cojines. Pruebo 15 formas de acomodarme sin llegar a nada.

Después de mis inútiles intentos de pasar un fin de semana interesante me pongo a hacer el quehacer del hogar. Limpio la casa hasta dejarla impecable. Ordeno los libreros y la alacena.

Tiro la basura. Lavo y seco la ropa. El baño lo dejo reluciente... En todo esto me llevo mi fin de semana.

Sé bien que, aunque técnicamente sigo viviendo en casa con mis padres, la casa es prácticamente mía. A veces me recuerda a las jaulas para ratones. Obviamente, no debería ser así.

Tengo tanto la capacidad, así como la seguridad necesaria para divertirme y dejar de hundirme en mi propia miseria emocional, pero no hago nada. Hay hábitos que ya han echado raíces; son parte de uno.

«¿Puedes salir de la casa, sabes?».

¿Pero salir a qué exactamente? La casa de Ronnie no queda tan lejos de la mía, pero no lo sé. Como casi nunca salgo de casa, no sé qué haría con Ronnie exactamente.

Ronnie ama los videojuegos casi tanto como el baloncesto, pero yo doy pena en ambos. Una vez intentó ayudarme, pero fue un fracaso total (como todo lo que hago). Incluso puse a prueba su actitud serena y paciente.

Caigo en la cuenta de que casi no me cuenta sobre él. A veces siento que la forma en como Ronnie me trata es como si yo fuera alguien que necesita ser ayudado, como si al ayudarme él se sintiera mejor. Esa impresión me ha llegado a dar en algunas ocasiones.

Me propongo ser un buen amigo, corresponderle a Ronnie porque no me ha abandonado (el último rastro de la pesadilla que tuve hace poco ha desaparecido ahora que pienso en todo lo que él ha hecho a favor de mí).

Es una deuda que he adquirido y conociéndome, me será un poco difícil de saldar.

El tiempo libre me ha dado algo que rara vez hago. Meditar en mi vida. Medito en mis emociones, en mi vida social, en qué es lo que quiero, en mi familia...

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