22. Lourdes

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Te busco con la mirada pero no te encuentro, así que, para fortuna de mi rendimiento académico, estoy concentrada la hora y media.

Entonces, cuando me estoy poniendo el abrigo, te veo apresurarte hacia la salida. Estuviste sentado en los bancos a mitad del salón —sé que nunca te situarías adelante—, y si no te vi fue porque jamás creería que irías voluntariamente tan lejos de la puerta y las ventanas.

Incluso creí que habías faltado. Parecía más lógico.

Pasas frente a mí, a la velocidad de un halcón peregrino o un tiburón Mako. Lo siento por esas ejemplificaciones, es que me gustan los documentales de Animal Planet.

Te sigo esta vez, armándome de valor.

Intento alcanzarte, pero tus piernas son largas y caminas como si no vieras la hora de llegar a casa. Entiendo esa sensación, y en otra circunstancia te dejaría en paz, pero no hoy.

—Hey —llamo, tocándote el brazo brevemente.

Tu cabeza gira en mi dirección, pero tú cuerpo te traiciona y no frena, por lo que chocas con un chico que viene al frente. Le pides disculpas y te reburizas. Él te mira mal y se aleja.

Yo, por otro lado, te miro como si quiera agarrarte las mejillas y mellizcarlas. No es necesario verme en un espejo para saberlo.

—¿Qué pasa? —dices con una moderada gentileza, intentando disimular tu torpeza.

Tratas de verte casual, es gracioso.

Amo que seas tan alto. Tengo que estirar el cuello y creo que me acaba de crujir.

—Olvidaste esto la otra vez —digo extendiendo el brazo y abriendo la palma, donde está el lápiz.

Le he secado punta por ti. En parte, porque he visto que te gusta que esté así para escribir, filoso cual cuchillo, pero también porque quería dejarte saber que noté cómo lo quebraste la mina por accidente cuando intentabas ver de qué color era mi sostén.

—Eh... —dudas y te pones inquieto—, gracias. —Lo tomas y no puedo evitar reírme.

Eso llama tu atención. El nerviosismo parece dejarte en paz por el segundo en que, de forma pequeña, sonríes.

Ambos sabemos por qué me estoy riendo, Jordano.

—¿Qué? —pregutas con suavidad.

—No es nada —aseguro partiendo y dejándote ahí, estableciendo en mi mente este como un buen día sin importar lo que suceda en el transcurso.

Todos mis días son considerados buenos cuando estás en ellos.

Siempre todo y nunca nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora