No sé lo que quiero

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Una vez en la casona las angustias cedieron. Los profesionales los esperaban en la puerta y entre charlas y comentarios sobre el gran proyecto, la elección de colores, decisiones y anotaciones las dos horas que siguieron permitieron que el tema "Teo" se diluyera.

Maxi estaba muy compenetrado en que la casa quede restaurada con los mejores materiales, quería que Liz sintiera que iba a mejorar su propiedad sin importarle ni por un segundo la inversión y se esforzaba en  demostrar su deseo de tener un lugar cómodo y lindo para compartir su vida con ella.

La decoradora que era una mujer algo madura, elegante y de gustos refinados entre comentario y comentario le deslizó a Liz casi en secreto:

— Cuidá a este chico, con esa pinta, y tan desprendido. Se nota que está muerto por vos, hago esto hace más de veinte años, nunca vi nada así, nunca. Y eso que yo he tenido que restaurar medio Buenos Aires.

— Es muy dulce conmigo, soy algo así como su debilidad— respondió Liz y Teo vino a su cabeza como una flecha angustiándola.

— Se nota, espero que les guste lo que vamos a hacer en esta casa, es mi sueño profesional, he decorado pisos, casas en barrios cerrados, casas nuevas del barrio parque, pero una casa así, nunca — confesó la decoradora inspirada, mientras anotaba el color de una tela que Liz había elegido.

— Me gusta el azul, pero también me gustaría que elijas vos, no estoy en mi mejor momento— aclaró Liz y se secó una lágrima que resbalaba por su mejilla derecha, no había logrado  contenerla.

— Es importante que lo reconozcas, no sé cual es el motivo, uno de afuera ve todo esto que va a quedar precioso, ve un hombre entusiasmado en darle gustos a una preciosa jovencita, pero, no todo es lo que parece, tambien lo sabemos. Vamos a hacer algo Liz, lo de los colores lo vamos viendo. Yo te paso mi teléfono y entonces cuando necesite ultimar detalles y comprar las telas vos me decís ¿te parece?— aclaró la decoradora sabiendo por experiencia en sus años de profesión cuánto influía en las elecciones el estado de ánimo de las personas, y ella sabía que ahí había gato encerrado. Lo que descubriría unas semanas después era que el gato se llamaba Teo Rivas y era un hijo del pasado del apuesto y entusiasmado caballero.

— Mejor, vamos a dejarlo así, tenés razón— dijo Liz sabiendo que tenía que suspender toda actividad en ese momento, necesitaba estar con Max, necesitaba contarle todo lo que estaba sintiendo y necesitaba pensar, pensar,  en  si ella podría seguir con todo eso.

Maxi despidió a los profesionales rápidamente  mientras Liz lo esperaba sentada en un sillón que tenía algo más de cien años. Un sillón inglés, de madera de roble, tapizado con un terciopelo rojo y bordados dorados del estilo que se usaba en aquella época. El sillón se había conservado intacto salvo por algunas marcas de quemaduras de cigarrillo y alguna que otra mancha en la tela. Maxi se acercó, la abrazó y luego  se sentó junto a ella.

— ¡No estás bien!— aseveró sin dejar lugar a dudas.

— No sé lo que quiero —ratificó Liz y se puso a llorar.

—¡Destino de mierda que tengo!— dijo Maxi dolorido— ¡ toda la vida haciendo cosas sin sentido, sin un objetivo más allá de la carrera universitaria,  y cuando mi vida tiene un rumbo, cuando le doy sentido me pasa esto!— continuó después sin poder parar de llorar.

— No quiero arruinarte el momento, no quiero que los problemas que yo tengo te empañen algo que vos estás viviendo bien y con felicidad. Me siento orgullosa de cómo te tomaste la novedad de  Teo. Max, te lo juro, me encanta que hayas tomado esta noticia con este amor y responsabilidad,  pero lo odio al mismo tiempo. No a Teo, odio que no tengamos nosotros un hijo, que ese amor que sentís en una semana por él no sea conmigo y nuestro hijo. No sé qué es lo que tengo que hacer ahora, no lo sé — dijo Liz y se abrazó a Maxi desesperadamente.

Herederos de la DistanciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora