Liz había dormido horriblemente durante todo el viaje. Pasadas las seis de la mañana, amaneció sintiéndose atontada por el encierro y con un dolor tan molesto en la frente, que parecía llevar la turbina del avión incrustada en medio de la cabeza.
No tardó en notar el mechón cabello pegado en su rostro y un fuerte tirón que le recorrió el cuello, desde la nuca hasta la mandíbula.
Ahora estaba contracturada y todo por haberse ido a las apuradas, olvidando su preciada almohadilla especial para viajes, y para rematarla, una de sus piernas estaba adormecida por estar horas y horas sin moverse.
Su "adorable" compañera de viaje, la ejecutiva de Max Factor, no dejaba de moverse. La mujer había pasado parte del tiempo cambiándo continuamente de postura, dando codazos por los que se disculpaba apenada mientras Liz solo se limitaba a asentir y restarle importancia, a pesar de sentir grandes deseos de amarrarla a la fuerza a la butaca; no solo por interrumpir su incómodo sueño, sino por considerar que toda ocasión era un buen momento para reacomodar sus malditos bolsos y pertenencias que, casualmente, llevaban una única y maravillosa marca: MAX.
No conforme con eso, la ejecutiva insistía en sostener una charla constante, sin parates, sin intervalos, y Liz era demasiado correcta como para ignorarla o mandarla al carajo. No, eso jamás. Comportase de esa manera no solo iba en contra de sí misma sino de su profesión, ella era psicóloga y su principal deber era escuchar a los demás, o al menos así lo sentía.
No importaba cuántas veces la señora MAX pidiera comida o bebida a la azafata, ni que a cada rato se parara para ir al tocador y así poder "estirar mejor las piernas y prevenir las várises y arañitas, nena" como le decía; la señora MAX hablaba, se paraba y se sentaba sin consuelo pero parecía una buena mujer.
Liz fantaseó con abrir la puerta del avión y arrojarse al vacío, sólo para sentir que su calvario había terminado pero era imposible. No le quedaba más que armarse de paciencia, respirar hondo y esperar.
En algún momento de la madrugada había sentido tanto frío que hasta llegó a tiritar, y se indignó con sigo misma por subestimar la temperatura del avión. Mierda, ¡siempre hacía lo mismo!
Para su suerte, la empatía y constante paciencia habían dado sus frutos, y la señora Max que era muy comedida y de un gran instinto maternal, le ofreció una manta con la que pudo envolverse y aferrarse felizmente, cual trofeo de guerra.
Una vez recuperada la calidez, leyó y releyó mil veces los interminables, azulados y diminutos MAX esparcidos por toda tela, recordó los ojos azules de ese demonio de abogado que acababa de conocer horas atrás.
Liz acarició la tela e instantáneamente rememoró lo que había sentido al darle la mano a Max, ese pequeño contacto que ninguno de los dos había logrado sobrellevar con normalidad.
Sacudió la cabeza al verse sonriendo como una idiota. Recordar sus ojos, su voz, su postura confiada y discurso elocuente, no dejaba de abrir ventanas llenas de dudas en su cabeza que la atormentaban constantemente.
Bien. Perfecto. Estaba loca. La calidez de la manta no hacía más que recordarle al ardiente abogado que litigaría en la sucesión de su bisabuela, defendería su casona tomada y la ayudaría a recuperar su patrimonio.
El apego a una manta le recordaba a una persona que ¡NO CONOCÍA!
Ella nunca había querido caer en supersticiones y cosas que nada tenían que ver con un conocimiento meramente científico pero su actual comportamiento no hacía más que corroborar lo que su madre le había contado tiempo atrás.
Las descendientes de Clara Funes estamos condenadas a sufrir su destino: Amar a la distancia.
Pero, ¿cuál era la historia de su bisabuela con exactitud? Aún no lo sabía.
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Herederos de la Distancia
RomansaLa resolución de ciertos asuntos legales hacen que la psicóloga Liz Collins, residente en Londres, se vea obligada a viajar de urgencia a Buenos Aires, su ciudad natal. Solo dos minutos han pasado dentro de la misma habitación con el abogado Maxi...