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Las luces oscilaban sobre su cabeza, el sonido de la música no siendo melódica en lo absoluto, los cuerpos en la pista de baile meciéndose en un vaivén descontrolado que lo aturdía siempre. Ignoró el humo impidiéndole mirar con claridad el panorama de cuerpos enredados entre sí, presas de la droga, el alcohol o la euforia.

Louis caminó entre la multitud en dirección al despacho del dueño del lugar.

Los guardias lo acompañaron, escoltándolo desde la entrada del bar hasta el lugar favorito de Jason; su oficina.

Solía decirle el traficante que prefería mil veces estar entre papeles, con su habano en mano o en compañía de uno de sus caprichos, que en lugares concurridos y con abundancia en desadaptados cuya única misión en la vida era ligar o drogarse. En cierto modo, la ironía del asunto le causaba gracia.

Atravesó el umbral de la puerta, donde el dueño del bar le esperaba sentado en su confortable silla. Elevó la mirada de su portátil cuando hizo acto de presencia, elevó una ceja de manera interrogante con cierta gracia.

— ¿A qué se debe el honor de tu visita? —preguntó distraído mientras regresaba la vista a la portátil.

Louis le sonrió. Una de sus típicas sonrisas falsas que solía dedicar a las personas para evitar preguntas o conversaciones largas, acompañadas de una disculpa y un adiós.

—Me alegra que preguntaras —dijo acercándose al escritorio lentamente, pisando el terreno cuidadosamente— Tan directo, como siempre.

— ¿Qué es lo que quieres? —habló áspero con su mirada fija en la pantalla.

Louis suspiró desde su posición, mirándolo fijamente. Midiendo sus palabras. Aquellas que había repasado frente al espejo todos los días desde hace diez años y las que se decidió decir hace dos días.

—Mi libertad —fue todo lo que dijo y sintió el peso sobre él desaparecer de alguna manera. Temiendo que las palabras pronunciadas causaran un efecto negativo le sorprendió cuando el traficante rió fuerte y desafinado desde su silla, dándole una calada al cigarro.

— ¿Tu libertad? —preguntó sarcástico, no creyendo que el castaño hablara en serio.

—Sí, fue lo que dije —confirmó Louis.

— ¡Mírate! —Escupió con desprecio, el humo que exhalaba se expandía en el aire— Eres débil, no durarás ni cinco minutos en el mundo real. Ya despierta, Louis, nunca saldrás de aquí.

— ¿Cómo puedes estar tan seguro, Jason? —Resopló el castaño con altanería adquirida con los años— ¿Cuánto quieres por mi libertad?

Una risa áspera afloró del pecho del traficante. Vestido de negro, el tabaco habano entre sus dedos adornados por anillos y el diente de oro radiante como se debe, le daban un aspecto que podría intimidar a cualquiera. Menos a Louis. Lo conocía demasiado bien, diez años bajo sus fauces lo habían vuelto inmune a sus constantes muestras de poder.

—Eres mi pequeña mina de oro, Louis, ¿qué te hace pensar que podrás irte tan fácilmente?

Louis sabía que era cierto. Cuando diez años atrás, aquella mujer a la que había llamado madre lo abandonó a su suerte en manos del tratante de blancas para salvar a su marido de una deuda de juegos, Louis supo que no sería fácil recuperar su libertad.

Su infancia fue arrebatada y su inocencia robada. Hizo lo que estuvo en su poder para sobrevivir, y con el tiempo se convirtió en una máquina de dinero para su captor.

Louis era un manipulador nato. Sabía que podía conseguir lo que quisiera con tan sólo batir sus pestañas o mover sus caderas, las palabras que salían de su boca eran melódicas y cargadas de tal pasión y decisión que podrían convencer al más escéptico de que la tierra es cuadrada y el sol gira a su alrededor. Él no necesitaría de nadie más, y ya estaba cansado de ser usado.

Viuda negra era el apodo que sus "compañeros" solían mencionar cuando atravesaba los pasillos de la mansión en donde había crecido, atrapado en una jaula de oro. El castaño de preciosos ojos azules, decían sus clientes cuando lo solicitaban. Él siendo el centro de atención desde su llegada y supo aprovechar la situación.

Enredarse en las sábanas correctas y un poco de libertad conseguiría. No por mucho tiempo, sin embargo.

Se había casado ya tres veces, heredando la fortuna de sus esposos cuando estos fallecían prematuramente en accidentes desconocidos. Claro está, el dinero llegó a manos de Mendes antes de que Louis siquiera pudiera saber que era el heredero, privándolo así de la capacidad de liberarse finalmente.

Ahora, estaba cansado. Una vez más viudo, sabiendo que la fortuna que amasaba aquel hombre frente a él había crecido exponencialmente gracias a él, Louis no estaba dispuesto a continuar con aquel juego perverso en dónde él era el único juguete.

—Sabes que puedo cumplir cualquiera de tus deseos, lo has visto —envuelto en su elegante abrigo Prada y vibrante mirada azul, desentona un poco con el miserable ambiente del club— Dime, ¿qué es lo que deseas? Te lo daré.

—No estás en condiciones de ofrecerme nada, muñeco. Sin embargo —dio otra calada al cigarro con parsimonia—, podrías hacer algo por mí y tal vez acepte considerar tu petición.

El castaño lo miraba con falsa emoción. No iba a ser tan fácil, y sabía que lo que sea que le fuera a pedir no le garantizaría la libertad. Pero aprovecharía cada oportunidad inevitablemente. Incluso si eso suponía irse del país o fingir su muerte.

—Dímelo —dijo de inmediato el castaño.

Una sonrisa ladina asomó en el tosco rostro de Jason, el dueño parcial de su vida.

—Tráeme la cabeza de Harry Styles y tendrás tu libertad, Louis.

Louis parpadeó ante sus palabras. Debía ser una broma ¿sería tan cruel de pedirle eso? o ¿sería tan estúpido al pensar que no lo podía cumplir?

Louis no sabía quién era ese tal Harry ni por qué el hombre frente a él le pedía eso. Tampoco le importaba mucho la suerte que correría Styles.

Hace mucho tiempo que ya no le importaba mucho más que él mismo.

—Te traeré su maldita cabeza para que adornes tu muro —dijo Louis con enojo antes de levantarse de la silla y caminar hacia la puerta del despacho del traficante.

—Louis —escuchó llamarlo antes de abandonar la habitación. Se obligó a sí mismo mirarlo— Recuerda que el precio del oro es muy alto —un pequeño recordatorio de que si fallaba, sería su cabeza la que adornaría el muro del infeliz. Salió de la habitación dispuesto a no fallar.

Gold Price |L. S.|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora