V E I N T I O C H O

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Estaba muy cambiado.

Ya no había rastro de aquel chico rubio de diecinueve años que aprovechaba cualquier mínima oportunidad para escaparse de casa con una chupa de cuero bajo el brazo. Ante mí se encontraba un hombre de aproximadamente veinticinco años vestido con unos simples pantalones tejanos rasgados y una camiseta blanca de manga corta que dejaba a la vista sus trabajados brazos tatuados. Sus facciones habían madurado y una ligera barba adornaba su rostro. El cabello seguía teniéndolo rubio, solo que lo llevaba más corto por los lados y distinguía algún que otro reflejo platinado en las puntas, probablemente fruto de la cantidad de horas que tuvo que pasarse bajo el ardiente sol en el patio de la cárcel.

Casi no parecía mi hermano. Brett siempre había sido un chico delgaducho, pálido y libre de tatuajes. La cárcel le había cambiado muchísimo, y eso me asustaba. Ya no le conocía, y tampoco sabía si estaba preparada para hacerlo.

Sostuve su mirada con la boca entreabierta. Él seguía sonriéndome, tan tranquilo. Como si hubiesen pasado solamente seis días en vez de seis jodidos años desde la última vez que nos vimos. Su descarada indiferencia me llenaba de ira. Tenía ganas de levantar mi maleta y lanzarsela a la cara, a ver si de esa forma borraba esa sonrisa de gilipollas que se forzaba en mostrarme.

—¿No vas a darme un abrazo? —tuvo los cojones de soltar, abriendo sus brazos con toda la confianza del mundo. Se tomó mi silencio como un sí y me abrazó de todas formas. El momento en que sus manos tocaron mi espalda una sensación de repugnancia inundó todos mis sentidos. Permanecí rígida como una piedra. Brett olía a una mezcla entre marihuana y un perfume agridulce. Me apretó con fuerza contra su cuerpo y acarició la parte de atrás de mi cabello con un gesto que pretendía ser cariñoso, pero a mí solo me causó incomodidad y rechazo.

No quería que me tocase. Su presencia me provocaba ganas de vomitar.

—¿Dónde está mamá? —pregunté en cuanto me liberó. Mi voz salió débil y temblorosa, como si fuese un cachorro asustado.

—Ha salido —informó—. Volverá en un rato.

¿Qué? No, eso era imposible. Se suponía que debía recibirme. ¿Cómo había podido marcharse?

Antes de que la decepción se reflejase en mi rostro y mi estúpido hermano lo notase, agarré mi maleta con más fuerza, alcé la cabeza y le rodeé para entrar a mi casa. Una vez pisé el salón, me percaté de que la casa estaba vacía. Tampoco había rastro ni de Tom ni mi padre.

¿Habían dejado a Brett solo en casa? ¿Pero que...? ¿Qué narices estaba pasando?

Escuché la puerta cerrarse a mi espalda y me giré dando un brinco. Brett comenzó a caminar a sus anchas por el salón con ambas manos ocultas en los bolsillos de su pantalón mientras revisaba mi postura con detenimiento.

No me sentía segura, era como tener a un extraño en casa.

—¿Por qué estás aquí? —me armé de valor para preguntar, aún siendo consciente de que quizá su respuesta no me gustaría no absoluto.

—Será mejor que te lo cuente mamá cuando vuelva —dijo con simpleza, agarrando una foto familiar que teníamos en un estante sobre la televisión. En ella salíamos papá, mamá, Brett y yo. Tom aún no había nacido. Esbozó una sonrisa al verla y pasó su dedo sobre el cristal con un atisbo de nostalgia. Volvió a dejar la fotografía en su lugar e hizo un amago de acercarse a mí. Instintivamente, eché un paso hacia atrás. Mi reacción pareció divertirle y dejó escapar una leve risita. —¿Qué te pasa hermanita? ¿Ya no confías en mí?

—Dejé de hacerlo cuando te encontraron inconsciente en aquel local sobre tu propio vómito.

Todavía no sé de dónde saqué las agallas para soltar aquello, pero lo hice, y me quedé muy a gusto.

The real youDonde viven las historias. Descúbrelo ahora