T R E I N T A Y U N O

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A diferencia de como había imaginado, aquella noche no pasó absolutamente nada entre nosotros. Los padres de Carter llegaron sobre las once de la noche y, tras explicarles el motivo por el cual me encontraba allí y que ellos aceptasen, decidimos irnos a la cama. Carter y yo estuvimos conversando durante un buen rato sobre temas sin importancia hasta que, de pronto, dejó de responderme. El muy capullo se había quedado dormido. Me planteé la idea de zarandearle hasta que se despertase, pero después de ver la carita de gloria que tenía, descarté esa posibilidad. Estaba tirado boca arriba con la mano sobre el pecho y la cabeza girada levemente hacia un lado. Tenía la boca entreabierta y su respiración se había vuelto un poco más pesada.

Crucé los brazos sobre el borde de su colchón y apoyé la cabeza sobre estos para observarle en silencio. Verle así de relajado me parecía algo del otro mundo. Carter era un torbellino con piernas, pocas veces tenías el privilegio de verle en un estado tan sereno. Le daban puntuales ticks en los párpados, lo que me confirmaba que muy probablemente estuviera soñando. Sentía curiosidad por saber qué clase de sueños tendría. Seguro que eran de lo más normales pero, aun así, me interesaba. Todo sobre él lo hacía.

Pasada la medianoche, bajé a la cocina procurando hacer el menor ruido posible para servirme un vaso de agua. Mi madre me había pegado la manía de tomarme siempre uno antes de dormir porque, según ella, así se limpiaba el cuerpo y pasabas una noche libre de pesadillas. Me tiré muchos años creyéndola, pero después de un tiempo descubrí que solo era una excusa para que bebiera más agua.

La decepción, la traición, hermano.

Saqué una botella de agua fría de la nevera y la dejé sobre la isla de la cocina. Después, me quedé mirando con cara de idiota los dos únicos armarios de pared que tenía enfrente. Había olvidado cuál era en el que guardaban los vasos. Me dejé llevar por mi instinto y abrí el que tenía más cerca. Me topé con decenas de botes transparentes llenos de pastillas y cápsulas varias. 

Parecía el típico espacio que todos tenemos en casa para guardar medicinas. Nada del otro mundo. O al menos eso pensé hasta que me fijé en que más de la mitad de esos recipientes tenían una pegatina con el nombre y apellido de Carter.

Empecé a ponerme nerviosa. Sospechaba que a Carter le pasaba algo más que un simple problema de anemia, pero nunca imaginé que fuera algo que mereciese tantos fármacos.

Con los dedos temblorosos, alargué el brazo para alcanzar uno de los recipientes. Este estaba lleno hasta la mitad de unas pastillas blancas que, a primera vista, parecían Ibuprofenos. Sin embargo, en la etiqueta ponía que se trataba de un medicamento llamado Riluzol. Busqué algún tipo de descripción que me indicase qué era exactamente ese fármaco, pero no la encontré. En la etiqueta solo aparecía el nombre de Carter y el del medicamento. Parecía recetado exclusivamente para él.

Apreté el bote entre mis dedos y cerré los ojos. Agarré mucho aire por la nariz y lo fui soltando lentamente por la boca, tratando de regular mis pulsaciones. Entonces, varias piezas comenzaron a encajar dentro de mi cabeza.

La extraña reacción que tuvo Nate cuando le pregunté el motivo de las faltas de asistencia de Carter, sus puntuales mareos y sudoración fría, su excusa de que todo se debía a una simple anemia, la misteriosa conversación telefónica que tuvo con Alexa de camino al instituto y, por último, el jodido arsenal de pastillas que acababa de encontrar.

Sabía lo que pasaba, pero una gran parte de mí se negaba a creerlo. Mi cuerpo había activado una especie de mecanismo de defensa que se basaba en la absoluta y completa negación. Carter era muy jóven, me resultaba casi imposible imaginar que una enfermedad grave estuviera debilitándole poco a poco. Era de locos. No podía ser verdad. Tenía que tratarse de un error.

The real youDonde viven las historias. Descúbrelo ahora