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La semana transcurre tranquila y sin contratiempos.

Al principio me había entusiasmado mucho con la idea de ir al local del señor Dig para empezar los preparativos de la inauguración de la librería, pero los proyectos escolares y la preparación para los exámenes que se venían la siguiente semana no me dejaron hacerlo, así que tuve que esperar hasta el sábado para ir a empezar a pintar y acomodar los estantes. Afortunadamente, casi todos los cargamentos de libros que había pedido estaban ya en el local. Un antiguo empleado del señor Dig, que todavía conservaba la llave, estuvo atento a recibir los paquetes.

Estoy muy agradecida con él y con toda la gente que me rodea estos últimos días. Martha se pasaba casi todo el día en mi habitación y junto con Darla pasábamos las tardes terminando tareas y luego, planeando el diseño interior de la librería.

Ya casi estaba todo listo, los muebles, la pintura, la decoración. Todo estaba saliendo muy bien. Excepto por una cosa.

Tom seguía sin contestar el mensaje. Nada. Ni una señal de él. Durante el día trataba de olvidarlo. No pensar en él, ni en su sonrisa. Me decía a mi misma que perdiera las esperanzas. Que de cualquier manera seguía siendo solo un extraño y que lo único que quería hacer era agradecerle por haberme traído sana y salva. Y en cierto sentido, ya lo había hecho. Ya le había agradecido con el mensaje. Si no lo había visto, pues ya era su problema.

Casi lograba olvidarme de él, de no ser por el hecho de que era lo primero que pasaba por mi mente al despertar, y aunque suene demasiado cursi, también era mi último pensamiento por las noches. No podía evitarlo.

El sábado, Martha, Darla y yo, nos pasamos toda la mañana en la librería limpiando y ordenando lo que sería el negocio de mi vida. Pero por la tarde no tengo más remedio que aceptar que vengan Roger y sus amigos, para que nos ayuden a pintar las partes más rebuscadas y a poner los libros en los libreros más altos. Pero eso sí, le pongo a Martha la única condición de que John no viniera. No quería al tipo que me había emborrachado cerca de mí.

Roger llega como a eso de las cinco de la tarde con tres amigos más. Me parece reconocer sus caras vagamente. Seguramente los había visto en el concierto, pero no puedo asegurar nada. Nunca les había puesto mucha atención a esos hombres. De hecho, para ser sincera nunca le había puesto atención al rostro de Roger. Y eso que me la pasaba conviviendo con él y escuchando acerca de sus aventuras casi todos los días. Conozco ligeramente algunos de sus rasgos. Su piel es blanca, su cabello castaño muy claro, casi rubio y unos ojos azules, ¿o son verdes? No estoy segura.

Nada comparado con Tom. A él, con sólo haberlo visto dos segundos ya sabía exactamente cada una de las características de su cara.

Tom. Siento que el corazón se me estruja al volver a pensar en él.

Las chicas y yo habíamos hecho un buen trabajo en la mañana, así que ya solo quedan algunos detalles por concluir y a Roger y sus amigos no les lleva más de una hora terminar con el trabajo.

—¿Y entonces que se supone que esto era antes?, ¿un desván viejo y oxidado?, ¿o acaso una guarida de vampiros? —dice Roger mofándose de algunas cortinas gruesas empolvadas que siguen colgando en los marcos de un ventanal y de unas pinturas de estilo renacentista que hay en la pared del fondo.

—Era una galería de arte —contesto secamente—. Usaban este local para dar clases de arte, vender utensilios para pintar y una que otra escultura. Y por eso es mi lugar perfecto, aprovecharé algunos estantes y mesas que hay por ahí. El señor Dig tenía un gran gusto por las pinturas. Pero esas no las vendía. Era su colección especial.

—Pues no tan especial, porque dejó varias aquí.

—Son cuadros un poco menos delicados. Quedé de enviárselos por paquetería porque él no pudo llevarse todo en su camioneta y... —Noto que ya estaba hablando sola. Roger había desviado su atención a otro lado—. No sé ni para que me molesto en darte explicaciones.

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