23. Te quiero

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Natalia

Siempre había odiado los hospitales.

Bueno, más bien, era un amor-odio. Admiraba muchísimo el trabajo de todos aquellos médicos que dedicaban parte de sus vidas a cuidar de gente que lo necesitaba, a intentar salvar a personas cuya vida se veía en riesgo, en mayor o menor medida. Por eso, esos edificios eran necesarios; salvaban vidas.

Pero eso no quitaba que fuese también un lugar triste. Entre esas paredes blancas, había muchos casos en los que, desgraciadamente, una enfermedad, un accidente, o simplemente la vida misma, hacía que almas completamente inocentes dejaran de pertenecer a este mundo.

Cuando pisé el hospital de Elche con Alba, una sensación extraña invadió mi cuerpo. Jamás me iba a acostumbrar al olor que desprendía ese sitio.

Yo también tenía miedo. Miedo como el que Alba me había confesado que tenía la noche de Halloween, cuando se enteró de lo de su abuelo.

Ella misma insistió en que yo pasara con ellas a verlo. Ahí conocí a sus tías y a su prima pequeña, Chloe. Me bastó con mirarlas a los ojos para saber lo que estaban sufriendo. Esos ojos, llorosos, vi que luchaban por no derramar lágrimas continuamente. Supongo que por que no querían debilitarse delante de Antonio.

Querrían que las viese felices, quizás.

Pero, incluso a mí me resultaba difícil estar ahí, pensando en que estaban perdiendo a una parte de su familia.

Estuvimos cerca de una hora haciendo turnos para acompañar al anciano, y Alba siempre entraba conmigo.

Cuando salimos de allí, siguiendo a Rafi y a Marina, todas íbamos en silencio. Estaba claro que sabíamos lo que había, pero verlo con tus propios ojos afectaba más de lo que podíamos imaginar en un principio.

Incluso me sentí mal por sentirme débil, porque yo no era ahí la que más dolida estaba. No podía derrumbarme ahora que Alba me necesitaba más que nunca.

Las cuatro subimos al coche, todavía sin mediar palabra, y Alba y yo nos abrochamos el cinturón en los asientos de atrás.

La miel de sus ojos estaba perdida en el paisaje.

Los ojos se le ponían siempre más claritos al llorar. Y ahora retenían lágrimas acúmuladas.

Toqué tímidamente su meñique, que descansaba en un lado de su asiento, y poco a poco acaricié el dorso de su mano. Alba, sin mirarme, la giró y entrelazó sus dedos con los míos.

Mi pequeña valiente... Me partía el alma que un ser tan puro como ella tuviera que sufrir así.

Levanté mi vista de nuestras manos, que encajaban como piezas de un puzzle, y la vi secándose una lágrima que recorría su mejilla, silenciosa. Tan silenciosa como el coche en ese momento.

Y así llegamos a su casa, entre suspiros y caricias, que eran suficientes en ese instante.

Marina, una vez arriba, se ofreció a dormir con su madre.

-Necesita cariño -dijo, refiriéndose a la mujer-. Y así tenéis un poco de intimidad.

Ambas asentimos y Marina nos dejó solas después de coger su pijama. Alba se dejó caer de espaldas sobre su colchón, y yo me senté en el borde de la cama, acariciando su pelo rubio. Ella no tardó en girarse, quedando de lado y abrazándose a mi cintura.

Sollozó un poco y yo me incliné para besar su mejilla.

-Te quiero mucho -susurré-. Y eres la enana más fuerte que hay.

Etéreo - AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora