Capítulo 13

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"Teyteyemen" Devastación

Cientos de figuras plateadas se extendían a lo largo de la ribera del río, apenas respiraban, parecían más muertos que vivos, semejante a criaturas salidas de cuentos para niños e historias del Minche mapu. Consigo llevaban armas desconocidas, extrañas, las que parecían cargar en su interior la muerte y la furia de mil lanzas. Al otro lado, los guerreros del sur con sus armas en mano, sus lanzas, arcos y flechas, hachas y escudos tan duros como la roca elaborados a partir de los árboles más duros conocidos por los hombres, resistentes como el tiempo, firmes como los pilares de la tierra. Era el anuncio de que estaban listos para dar la vida en batalla. Sus torsos desnudos, sus brazos firmes, nada los detendría durante la lucha, únicamente el ver a sus enemigos caídos a sus pies. Sólo la potencia del caudaloso río los separaba, el que con su compás y movimiento reflejaba la sacralidad y vida que recorría las venas de esas tierras. Ondulantes movimientos al compás del viento se extendía anunciando que la batalla estaba por comenzar.

-Ha llegado el momento– indicó Minchekewün a los toquis que con él se encontraban. – Hoy será la última vez que la sangre de nuestra gente corra a manos de los winkas– sus palabras reflejo de un alma amante de la paz, quien se alzaba luchando por amor a su tierra, por el futuro de su pueblo, por las convicciones de su nación.

-Estamos con usted– era Hueica quien tomaba la palabra, siempre había estado con el Maputoqui a su lado animándolo y cuando era necesario corrigiéndolo– Moriremos de ser necesario.

-Daremos hasta lo último de nuestras vidas con tal de detenerlos– Huentemill se sumó a las palabras de valentía.

Minchekewün alzó su diestra y tras él todos y cada uno de los guerreros del sur levantó su arco y flecha. Tensaron sus cuerdas y al unísono, guiados únicamente por la experiencia y el entrenamiento que mantenían, dejaron caer sobre sus oponentes una lluvia que por un instante cubrió los cielos ocultando Antú junto al firmamento. En cosa de segundos surcaron el firmamento rompiendo en un enorme y unánime silbido semejante a cientos de culebras seseantes. Si bien, la fuerza de los guerreros del sur se encontraba en cada una de las flechas que había cruzado la ribera, el daño causado fue mínimo, apenas unos cuantos soldados de los winkas habían caído al suelo, heridos y algunos pocos muertos. Sus plateadas vestimentas habían protegido los cuerpos de los invasores. En ese instante, supieron que sus enemigos eran mucho más poderosos de lo que habían imaginado. Los winkas se dispusieron a tomar sus armas, no había apuro en sus movimientos, tampoco ansiedad o preocupación. Por el contrario, la seguridad que se observaba en ellos demostraba que nada los podría detener, ni siquiera la fuerza del espíritu de los guerreros de la tierra del sur. Nunca supieron cómo ocurrió, ni qué fue lo que sucedió; una ráfaga incandescente cruzó los cielos por sobre sus cabezas encendiendo en llamas refulgentes de un rojo y amarrillo todo cuanto tocaban. Llamas por todos lados rodeando a los heridos, hombres y mujeres, era la escena que se extendía ante los atónitos ojos de los guerreros. Todo cuanto se encontraba en la ribera, en cosa de segundos, había sido arrasado por el fuego del enemigo. Sin darse cuenta, se encontraban a merced de los winkas y la fuerza de su ejército; la estrategia que Minchekewün había elaborado con los toquis era desbaratada sin que tuvieran la menor oportunidad de hacer algo contra el poder de sus oponentes.

-¡Saquen a los heridos! –Ordenó el Maputoqui– ¡Llévenlos a los refugios!

-Sí, Nidol– respondió Hueicha a la vez que se ponía en pie. La sangre brotaba desde su frente, si bien no estaba mal herido, era evidente que no podía ver con claridad, menos caminar con la velocidad requerida. Pese a todo fue capaz de elevar un grito que recorrió la macabra escena– ¡Saquen a los heridos!

En cosa de instantes todo aquel que tenía la fuerza para levantar a un compañero se movilizaba, intentando resguardar a los heridos y sacarlos de la zona de peligro. Minchekewün tomó a un joven entre sus brazos, el que aún no ingresaba a la adultez; contempló su rostro bañado en sangre, su cuerpo quemado, las llagas abiertas que decoraban cruelmente toda su piel. Su pecho mostraba que todavía respiraba, debía sacarlo de ese lugar. Pero cuál sería el destino de un joven en semejante estado, cómo viviría. Ese era el precio de la guerra, el dolor y sufrimiento que dejaba tras suyo, uno que acompañaba a sus víctimas el resto de la vida. Aun cuando el Maputoqui era un hombre experimentado en batalla, jamás le había tocado observar tanta devastación y crueldad reunidas en un solo lugar. No pudo evitar que un grito de desesperación escapara de sus labios, cargando en él un dolor que impregnaba cada fibra de su cuerpo, cada órgano de sus entrañas, cada hálito que entraba a sus pulmones. Avanzó con el muchacho en los brazos, debía salvarlo, no podía dejar que él o ninguno otro muriera. De pronto el joven dejo de respirar. Un dolor cual daga bien afilada penetro su pecho y por un instante le faltó el aire. Nuevamente elevo un grito y sus hombres se sumaron al alarido que llenaba la escena, envolviendo árboles, rocas, ramas y cuerpos quemados, que se extendían metros y metros tiñendo la tierra de una mixtura de negro ceniza y rojo carmesí. Apenas lograron sacar a los heridos, cuando el tronar de miles de tambores se dejó oír, unido a un macabro olor que impregnaba el aire, un aroma que nunca antes habían olido. Lo que vino después del aterrador tronar fue peor; una segunda ráfaga se dejó caer, pero esta vez era algo diferente. No consistían en flechas de fuego; era algo extraño, arcano, aterrador. Cinco bolas duras cual rocas, revestidas de fuego, que salían de entre la foresta de la ribera aledaña se dejaron caer sobre ellos. Cada una con el mismo resplandor de Antú y más poderosa que todas las flechas que los guerreros del sur podrían haber arrojado. Todo cuanto tocaron y más aún, salió despedido por los aires, dejando a su paso una macabra escena, una que ninguno de los presentes podría describir con las palabras de su lengua. Minchekewün se encontraba en el suelo gravemente herido, el polvo, sumado al humo del fuego, lo asfixiaban, casi no podía ver y menos respirar. La densa cortina gris que se extendía por la tierra impedía que identificara lo que acontecía, ocultando la brutalidad del cruento ataque. "Socorro", "Auxilio"; gemidos, dolor, gritos indecibles se extendían a lo largo de las orillas del río, anunciando que no podían continuar luchando. Trató de reincorporarse, pero un pedazo de madera había atravesado su pierna derecha; sin embargo, se mantenía vivo y con fuerza suficiente como para ponerse en pie. Tomó un palo a modo de muleta y como pudo, avanzó entre sus compañeros caídos en busca de sobrevivientes, apenas reconociendo los rostros de las decenas de cadáveres que se extendían sin término por el suelo. A medida que caminaba, los horrores aumentaban, no sería posible describir el dolor que se extendía sin ningún tipo de misericordia sobre aquella, su bien amada tierra. Tan sólo quien ha sufrido el dolor de mil perdidas, subyugado por el brazo de la impotencia, podría comprender su dolor, uno semejante a mil puñales que penetran constantes y profundos en la boca del estómago para luego subir con agudeza hasta robar el aire del pecho, anidando en la garganta, impidiendo tragar saliva. Caminó entre caídas y tropezones hasta no dar más. Rostros de amigos y compañeros de infancia. Otros, apenas los había visto una vez, sin embargo, todos eran sus hermanos, pueblo suyo, partes de una misma nación, descendencia establecida en los confines de la tierra. Fue entonces cuando apareció ante sus ojos el Neguenpin.

El primer guerrero de Negunechen "Camino Sagrado"Where stories live. Discover now