Capítulo 32

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"Kurüko Wünn" Oscuro amanecer

El calor del enorme animal que llevaba al joven contrastaba con el viento frio y las nubes que se extendían sigilosas, atiborradas, serpenteantes, opacando los chefure que iluminaban el firmamento, ocultando sus mensajes de gloria. Un anuncio de maldad acompañaba el aire, semejante a los tiempos antiguos, a épocas en que las batallas que acontecían en la tierra no eran ejecutadas por hombres, ni con arcos y flechas, sino por los seres sagrados, espíritus sempiternos. Tomo aire, necesitaba pensar. Había dejado a sus amigos atrás, no por gusto, sino por deber, un deber que aún le costaba asumir. Pero así era la guerra, los sacrificios debían realizarse. Sin embargo, aun cuando sentía dolor, sabía que Ayun, Alon y Kurakewün habían dado sus vidas con gozo, todo con tal de salvar a su gente del mal que se aproximaba. Las imágenes de sus caras, aparecían en medio de la oscuridad nocturna que teñía el paisaje; su amigo de la vida Alon, quien siempre creyó en él, quien tantas veces lo había defendido de otros; Kurrakewün, un hombre a quien había aprendido a respetar, del que recibió más sabiduría de la jamás pensó que alguien le daría; y su Ayun, la única mujer a la que había amado, quien en secreto se había adueñado de su corazón, aún recordaba aquella sutil sonrisa que de vez en cuando le regala invitando a que continuara sin importar las adversidades que aparecieran al camino.

-Siempre te recordaré –musito esperando que el viento llevara sus palabras lo más cerca posible del alma de Ayun. Sabía que no lo escuchaba, pero haberlas dicho lo ayudaba a imaginar que de alguna forma que lo superaba, ella le respondía agradecida –Nunca te olvidaré amada mía– eran sus palabras de despedida.

El sueño lo embargó, haciéndolo cabecear, imágenes, escenas, un mundo entre colores y emociones repletaba su mente. Rápidamente se perdía dentro un camino que lo llevaba a purgar la nostalgia que hacía instantes atrás lo abrumaba. Entre sonidos y difusas apariciones, el roce de una piel escamosa interrumpió su dormitar; si bien en un inicio solo atinó a mover su mano, pasados unos instantes movió su cuerpo a modo de reflejo más que por decisión. Notó que no se detenía, por el contrario, la escamosa sensación aumentaba, un espasmo ahuyentó el letargo que lo embargaba. Se mantuvo quieto, bajó la mirada, buscando el motivo. Su vista se perdía en la oscuridad, aumentada por las nubes que cubrían los cielos, debió esperar unos instantes antes de lograr acostumbrarse a la falta de luz. Cuando finalmente sus ojos lograron penetrar la penumbra que se extendía, lo vio, una figura alargada, que se mezclaba con la niebla del sur del mundo, la que se movía por el suelo arrastrándose entre el verdusco follaje; de no haber sido por la dirección en que seguía no habría podido percatarse de cuál era la cabeza y que parte la cola. Sus ojos se abrieron de par en par, el animal era venenoso, una sola mordida podría acabarlo en cosa de momentos. Contuvo la respiración, su cuerpo se tensó. Una sensación escamosa lo invadió, no era una sola, sino más de una decena de serpenteantes criaturas que se extendían por el suelo, pasando entre los animales que lo acompañaban enrollándolos sin que estos se percataran. Una de ellas paso por sobre su rostro y comenzó a acomodarse en su cuello; supo que de no hacer algo pronto morirían él y la manada que lo acompañaba. Sus ojos se movían de un lado a otro, en un veloz y desesperado ir y venir. No tenía tiempo para pensar, debía actuar con decisión. Recordó a su amigo caído Alon, su imagen, enfrentando problemas y tomando riesgos en diferentes ocasiones. Tomó el poco aire que pudo y de un salto gritó con todas sus fuerzas, la reacción de los animales fue inmediata, despertaron inundando la escena de gemidos, aullidos, piquetes, rasguños, toda acción que denotara una defensa. La serpiente trato de reaccionar, pero él fue más veloz, de un movimiento desnuco al animal. Las reptileanas criaturas reaccionaron apretando a quienes ya tenían en su poder. El sonido del caos se mezcló con el terror y los iracundos gemidos que cruzaban el aire. Un aleteo desesperado, un rugido de los pumas, golpeas de aves que intentaban emprender el vuelo. Neuquén contempló la escena, atónito, sin saber qué hacer, a dónde huir. No era una simple cacería, era una lucha entre animales que servían a los wekufe y aquellos consagrados al Wenu Mapu. No podía hacer nada más que huir de la escena, correr a todo lo que daban sus fuerzas. Antes de que se percatara el puma blanco lo tomó con su enorme hocico y de un movimiento lo dejó en su lomo, de modo que ambos huyeron del lugar mientras se desarrollaba la brutal lucha entre los animales. Mientras escapaban un centenar de serpientes les salió al paso. Tan grandes como un puma, capaces de devorar a un hombre de un solo bocado. Se levantaron tambaleando sus negros y escamosos cuerpos de un lado a otro, en cosa de instantes los habían rodeado. Una sombría y macabra sonrisa se dibujó en sus estirados y aplastados rostros. Inclinaron sus cuerpos para atrás buscando tomar impulso antes de dejarse caer sobre sus presas. El fin se veía próximo, mucho más de lo que el joven Neuquén había imaginado. Sin embargo, no daría pie atrás, tomó su hacha y la alzó listo para la batalla. Fue entonces que un sonido cruzó los aires, veloz, cual relámpago, certero como flecha bien lanzada, preciso, un cóndor gigante, una de las criaturas más extrañas, que solo habitan en lo profundo de la cordillera. De una altura de dos metros de y una extensión en sus alas de más de cinco metros cada una. La enorme criatura cubrió al muchacho, lo tomó con sus garras y emprendió el vuelo dejando al gran puma blanco en medio de un encarnizado enfrentamiento en contra de las serpientes. Neuquén observó cómo éste se batía en duelo, uno desigual; sin embargo, él no era un animal cualquiera, en su interior habitaba la fuerza de los pillanes y la sacralidad del Wenu Mapu. El Gran Cóndor, protector de los vientos de la Gran Cordillera. Al igual que el Puma Blanco, era un ser destinado a proteger esos parajes de la crueldad de los wekufes y ahora luego de cientos de años volvía a aparecer con el propósito de completar la misión. Tuvo la impresión que el mismo Negunechen había mandado a la naturaleza protegerlo contra sus enemigos. La fuerza del viento en su rostro, la potencia del constante e imponente aleteo, apenas podía creer lo que veían sus ojos, la escena que contemplaba bajo sus pies. Una extensión sin fin de verde oscuro se presentaba ante sus ojos. Mientras Antú comenzaba a mostrar los primero rayos de luz, anunciando que la batalla por el Bucalemu se encontraba pronta a acontecer. Se elevaron hasta alcanzar las nubes las que avanzaban cargadas de potentes gotas de agua esperando el momento para dejarse caer sobre la tierra. De pronto, el cóndor dio un giro y bajó rápidamente, por un instante el joven tuvo la impresión de que éste le mostraba el panorama que se desarrollaba. Fue entonces, que se encontró con la aterradora escena, a lo lejos contemplaba un número casi sin fin de soldados que avanzaban al Bucalemu, no lograba notar los detalles, el ejército se encontraba compuesto por hombres, los que avanzaban acompañados de extrañas criaturas, alguna de ellas salidas de las peores pesadillas que un niño podría imaginar. El animal tomó una nueva posición y sin más aviso que un leve movimiento de su cabeza aumentó la velocidad, rompiendo el viento, cruzando las nubes, rasgando el tiempo y espacio, navegando en un océano hecho de aire y gotas dulces. Mientras, tras las espaldas del joven, Antú emergía anunciando el inicio de la batalla.

El primer guerrero de Negunechen "Camino Sagrado"Where stories live. Discover now