Capítulo 18

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Capítulo 18:

–Es un apartamento bastante acogedor –oigo que dice cuando llega a la sala, pasando la pequeña cocina que queda justo a mano izquierda de la entrada, mientras yo cierro la puerta. Cuando voy hacia él lo encuentro junto a la pequeña barra que separa la cocina de la sala de estar.

–Sí, es un poco pequeño, pero no me puedo quejar –me encojo de hombros. Sé que lo dice por romper el hielo. Él debe de estar acostumbrado a casas de lujo muchísimo más acogedoras que este pequeño habitáculo.

Entro a la cocina, pues no sé qué le voy a ofrecer. Todo lo que tengo dentro de la nevera es leche o verduras para hacer purés y ensaladas.

–¿Te apetece algo para cenar? No tengo mucho, pero algo seguro que encontramos para apañarnos –cierro la nevera y comienzo a abrir cual loca los compartimentos superiores, donde guardo algo más de comida.

–Me sirve un café, por ahora.

Ahora que lo dice, no es mala idea. Preparo la cafetera italiana, a la vieja usanza, como a mi me gusta. Sin nada de máquinas o cápsulas. Lleno dos tazas y a una de ellas le aplico una piedra de hielo, porque estamos en verano y en pleno centro de Madrid, y eso solo significa una cosa: calor sofocante. Como echo de menos las noches en el pueblo.

Salgo de la cocina y lo encuentro sentado en el sofá grande que hay justo delante de la televisión. En el momento en que le tiendo su humeante tasa y procedo a sentarme mis pies trastabillan, chochando y enredándose el uno con el otro. Tropiezo y sin poder mantener el equilibrio, las dos tasas de café terminan encima de Ethan, quien se levanta de un respingo, maldiciendo.

–¡Mierda! –decimos los dos a la vez. Aunque no creo que con el mismo motivo.

Observo como Ethan se separa rápidamente la camiseta de su cuerpo y deduzco que lo he achicharrado.

–¡Dios mío, lo siento muchísimo! ¿Estás bien?

Me levanto rápidamente del sofá, donde he quedado tirada. Me acerco a él, pero para ser sincera, no sé que hacer ni como ayudarlo.

–No te preocupes –niega con la cabeza. Su rostro es una completa mueca de dolor, incluso esta rojo cual tomate, así que, dudo mucho que esté bien.

–Te puedo dejar algo... bueno, no sé... no creo que te sirva. Pero te la puedes quitar... y bueno, yo...

Mi boca va más rápido que mi mente. Y entonces algo en mi hace click: ¿cuánto costará esa camiseta? ¡Oh, Dios mío! Prefiero no pensarlo.

–Eh, oye, no te preocupes, de verdad –sus manos sueltan su camiseta, para coger las mías, pero cuando la tela se vuelve a pegar a su torso, tuerce el gesto de dolor.

–Puedo poner un lavado rápido, de verdad. Solo quítatela y dámela.

Los ojos de Ethan se clavan en los míos, y es entonces cuando proceso mis palabras. Si Ethan se quita la camiseta... entonces... ¡Casie, empieza a conectar tus neuronas! Aunque bueno, después de la mierda de fin de semana que he tenido, creo que al menos me merezco un festín visual. Dios mío, estoy enferma.

Pero ya no hay vuelta atrás, porque Ethan se pasa la camiseta por los hombros y con un ágil movimiento, se la quita y me la tiende. Mis ojos no lo pueden evitar, se paran en todos y cada uno de los músculos que conforman su torso. Y por supuesto, en sus pectorales. Nunca antes en mi vida había visto unos músculos tan bien definidos. Ni siquiera los de los gemelos, que se han dedicado a este mundillo toda su vida. El cuerpo de Ethan es ancho donde tiene que serlo, en sus hombros y en su pecho; y estrecho donde tiene que serlo, en sus caderas y en esa perfecta V que se marca en ellas, retándote a que siga bajando la mirada.

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