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AL DÍA SIGUIENTE, CUANDO ME BAJABA DE LA DILIGENCIA en Cañada, se acercó un hombre a
decirme:
— ¿Usted es don Matías Chandón? Soy el cochero de los señores Aquino y estoy aquí para ponerme a sus órdenes
y llevarlo a la casa de La Loma.
Me llevó cuesta arriba, entre dos hileras de casas de ricos, hasta llegar a la última, que era la más elegante. Un
mozo abrió la verja, el coche entró en un patio y se detuvo ante una escalera de piedra por la que iban bajando un
hombre, una mujer y un perrito.
Confieso que me deslumbraron. Diego era alto y delgado, llevaba una gorguera blanquísima y un traje
perfectamente cortado. Hasta mucho tiempo después comprendí que a su rostro, de buenas facciones, le faltaba vida.
Carmelita estaba sonrosada, tenía la boca carnosa, su mirada refulgía, el pelo era como azabache, iba vestida de azul.
—Don Matías —dijo el corregidor—, sea usted bienvenido a Cañada.
Mientras yo les daba la mano, el perrito, furioso, mordió mi bota sin que nadie lo regañara.
A Carmelita le interesaba mi viaje:
— ¿Le llovió en el camino? ¿Hubo lodazal en la cuesta del Tecolote o polvareda? ¿Se rompió la muelle de la
diligencia como a veces sucede? ¡Ha de estar agotado!
Mientras yo trataba de explicarle que no estaba cansado, ella se volvió a su marido.
—Acompaña al teniente al cuarto que le hemos preparado. Apenas habíamos dado tres pasos a ella se le ocurrió
otra cosa:
—No se tarden, que yo estaré esperándolos en el mirador.
La recuerdo como si estuviera viéndola: había cogido al perrito para que no nos siguiera, sonreía mostrando sus
dientes magníficos, me miraba a los ojos. Parecía que realmente tenía ganas de platicar conmigo.
El corregidor y yo fuimos tras el mozo que llevaba la maleta por un corredor lleno de vericuetos. El me tomó del
brazo y me lo apretó diciendo:
—Viene usted bien recomendado. En la carta que me escribió Paco Pórtico lo pone por las nubes.
Paco Pórtico era el amigo común que yo tenía con los Aquino. Empezaba a sentirme halagado cuando me di cuenta
de que el corregidor andaba desorientado y no hallaba para donde jalar. Habíamos llegado a una bifurcación del pasillo y el mozo que iba adelante se había perdido de vista. Diego hizo que me detuviera y se adelantó a explorar:
miró por un lado, miro por el otro, vio al mozo de lejos y dijo:
—Es por aquí —parecía muy contento de haber encontrado el camino.
Llegamos a un cuarto elegante. El más elegante que yo había visto. La cama tenía dosel y estaba en un estrado, en
el tocador de mármol había aguamanil y jarra de porcelana con nomeolvides pintados, la cómoda era monumental y
el ropero tenía cuatro puertas. El mozo había abierto mi maleta y estaba poniendo sobre la cama espléndida mi ropa,
que se veía muy modesta. Diego fue a la ventana, la abrió de par en par y respiró con deleite el aire que entraba.
—Cuando caen los primeros aguaceros —dijo— el centro de la ciudad se llena de moscas. Por eso a Carmelita y a
mí nos gusta venir a pasar esta temporada en La Loma.
En la pared había un retrato casi negro. Por quedar bien con el dueño de la casa di unos pasos para verlo de cerca y
aunque el cuadro no era bueno ni me interesaba, pregunté:
— ¿Quién es este señor?
Ocurrió algo que me pareció un poco raro: Diego miró el cuadro como si nunca lo hubiera visto, después se
encogió de hombros y dijo:
—Algún pariente.
Fue a la puerta, la abrió y me dijo:
—Vamos al mirador.
La corregidora nos esperaba ante una mesita cubierta por un mantel blanco en la que había dos jarras de barro y
tres vasos de cristal.
— ¿Qué quieren, agua de chía o de jamaica?
El perrito volvió a atacar mi bota hasta que el corregidor se puso a jugar con él. Carmelita me tomó del brazo y me
llevó a la balaustrada para que viera mejor el paisaje.
—Mire nomás qué acantilados tan bonitos. Se llaman "el Ala del Ángel". Está bien el nombre, ¿no le parece? Son
como un ángel que volara sobre la ciudad. En la luz del atardecer se ponen color de rosa.
Estábamos tan cerca que yo podía oler el perfume de heliotropo que ella exhalaba. Miré la cresta escarpada con el
ribete de encinos hasta que la corregidora me llevó ante un arco que abría en otra dirección.
—Mire las casas de la gente pobre. Qué bonitas son, ¿verdad? Son muy sencillas pero están muy arregladitas. Si
usted se fija en ninguna falta una macetita con flores.
Era otro cerro, el del barrio de San Antonio, un apiñamiento de casas de adobe con cercas de nopal. Había
montones de estiércol, humaredas, hombres dormidos, mujeres cargando rastrojo, niños jugando en el lodo, perros
ladrando. La corregidora exclamó:
— ¡Qué dignidad hay en la pobreza!
Me llevó a un tercer arco que daba a un jardín interior.
—Ese es mi cuarto —me dijo—, aquella es mi ventana. En aquella palma hay un nido de calandrias que al
amanecer me despiertan con sus graznidos. Apenas las oigo pego un brinco en la cama y salgo corriendo al balcón a
ver despuntar el nuevo día.
Comimos, según el corregidor, en confianza; es decir, los tres y el perrito en una mesa en la que hubieran cabido
catorce. Gracias a la corregidora supe que aquel techo era artesonado, que el mantel había venido de Flandes, las
copas de Aranjuez y los platos de Talavera. ¡Parecía tan enterada! Nunca se me hubiera ocurrido que aquellos ojos
verdes que me miraban con insistencia nunca habían visto el mar.
Tres mozos sirvieron la mesa. En la primera parte de la comida, es decir, hasta que se llevaron los platos en que
habíamos comido el arroz, la corregidora dominó la conversación. Describió, entre otras cosas, los padecimientos de
los que trabajaban en los telares. Eran indios que traían de lejos, a fuerzas, vivían separados de sus familias,
trabajaban de sol a sol y no les pagaban sueldo.
—Cuando alguno escapa los capataces lo persiguen por el cerro, y si no lo encuentran agarran al primero que pasa
y lo obligan a sustituir al que se fugó.
Oí esta relación asombrado. La corregidora hizo con las cejas una seña a su marido para que él terminara de
hablar: —Los dueños de los telares son españoles —dijo. Pasamos a hablar de apellidos.
—El de usted me suena —dijo Carmelita—, Si no me equivoco viene usted de familia distinguida. ¿No son los
Mejillón Chambón condes de Casaplana ?
—No, Carmelita, de Otumba —corrigió su marido. A ella no le cayó en gracia la interrupción. —Es lo mismo —y
dirigiéndose a mí. continuó—. Y esa otra familia, los Chambón Alcocer, ¿no tienen grandes alcundias en la región de
Mezcala? ¿Y no fue un Chambón el que abrió la mina de Joropo? —se volvió a Diego y comentó como si yo no
hubiera estado presente—. Se me hace que don Matías es un hombre riquísimo. Hasta entonces pude meter mi cuchara para advertir que no me llamaba Chambón sino Chandón.
—Mi familia no es distinguida ni rica— seguí—, no tenemos parientes condes ni alcundieros ni ninguno de
nosotros ha abierto una mina. Somos de Chiriguato.
Cuando hablé ella nomás parpadeaba, cuando terminé me dijo: —Bueno, pero es usted un hombre sincero. El
corregidor me miró a los ojos y dijo con cierta solemnidad: —Nosotros también somos criollos de corazón. Entonces
los mozos se llevaron los platos del arroz y don Diego tomó las riendas de la reunión:
—Debo advertirle que yo, por ser corregidor, soy capitán honorario del batallón provincial y, en consecuencia, seré
miembro del jurado que va a examinarlo mañana.
Dije que me alegraba y él, en vez de esperar al día siguiente—empezó a examinarme en ese momento: — ¿En qué
regimientos ha servido?
Dije que había servido en el de artillería del marqués de Lagunas y que en esa época estaba adscrito al 2o. de
Huehuetoca. — ¿En el manejo de qué armas está mejor versado?
— He usado la de ocho, la de doce y la de seis, pero la que conozco mejor es la de catorce y medio.
— ¿Ha leído el libro sobre explosivos del conde de Ballina?
— Lo consulto con mucha frecuencia —arriesgué. Después me enteré de que Diego tampoco lo conocía.
Así seguimos hasta que los mozos sirvieron el dulce de tejocote. Entonces Diego me preguntó:
— ¿Cuando fue al cantón de Perote tenía nombramiento disciplinario?
Era una pregunta natural: quería saber si yo había ido a Perote por castigo, como era el caso de muchos. Respondí
con cierto orgullo:
— Fui a Perote con mi regimiento, por ordenes del virrey Iturribarri.
Entonces el rostro del corregidor ensombreció, su mano tembló, un tejocote rodó por el suelo, los tres mozos se
precipitaron a. recogerlo, el perrito ladró, la corregidora me pidió en un susurro:
—No vuelva a pronunciar ese nombre delante de Diego.
Contemplé boquiabierto el efecto de mis palabras: el corregidor parecía traspadado por un dolor intenso, apoyó la
frente en el puño crispado con que apretaba todavía la servilleta. Creí que iba a caerse de la silla. Al ver que los
mozos no lo ayudaban por estar ocupados sacando el tejocote del comedor, hice por levantarme para ir en su auxilio
cuando Carmelita me detuvo con un gesto y me dijo:
—Déjelo. Al ratito se le pasa.
Y así fue. Al cabo de unos minutos de tensión incomodísima, Diego volvió en sí. Abrió los ojos, parpadeó, se secó
con la servilleta una poca de baba que le escurría y dijo a su esposa:
—Perdóname, Carmelita.
Durante un instante horrible me miró, al parecer sin reconocerme, después se repuso y me dijo:
—Don Matías, lo siento, me obnubilé.
Se puso de pie y frotándose el caballete de la nariz como quien ha trabajado muchas horas, anunció:
—Creo que lo mejor será que vaya a descansar un rato.
Salió del comedor caminando muy tieso, seguido por el perrito. La corregidora y yo nos quedamos solos.
— ¡Señora, perdóneme, yo no sabía. . .!
—Cállese, don Matías, ¿cómo iba usted a saber que mi marido se traba? Al contrario, usted perdónelo a él por
haber hecho el ridículo.
— ¿Pero cuál ridículo, señora?
Ella se levantó de la silla.
—Vamos a dar un paseo por la huerta —propuso.
Salimos a una explanada de donde se veía la huerta, que era enorme, abarcaba toda la ladera del cerro. Carmelita
me llevó cuesta arriba por un sendero que había entre dos hileras de chirimoyos y me fue contando:
—Déjeme decirle primero que mi marido es un maniático de la honradez y que estoy convencida de que es incapaz
de robarse un peso. ¿Qué cree usted que le pasó? Que después de diez años de servicios distinguidísimos como
corregidor de Cañada, alguien, no sabemos quién, pero es un infame, alguien, digo, fue con el virrey a contarle el
chisme de que Diego estaba robándose el dinero de las alcabalas. ¿Qué le parece? Claro que este infundio en los
oídos de un hombre sensato provocaría inmediatamente una respuesta: "¿qué pruebas hay de esta acusación que
están haciendo?" No fue así. El virrey, que era Iturribarri, se dio por satisfecho y mandó una carta a Diego,
cesándolo. ¿Cuál cree usted que fue la razón que le dio para quitarlo del puesto?: que "corrían rumores", decía, de
que gastábamos demasiado. Puras mentiras. Vivimos bien, como puede ver, pero siempre dentro de los límites del
sueldo que tiene mi esposo, que es lo único que tenemos. Una cosa es que el dinero nos luzca y otra muy diferente
que gastemos más de la cuenta, ¿no cree usted ?
Mientras ella hablaba yo había estado calculando el sueldo de corregidor a juzgar por la vida que yo veía que se
daba: la casa, la huerta, la mesa, los criados, los vestidos de la señora, etc. Ella siguió:
—Lo más terrible de la situación fue que no hubo manera de demostrar que las sospechas eran infundadas y que
éramos víctimas de la maledicencia, puesto que no hubo juicio de residencia ni manera de apelar: un día llegó la
carta de Iturribarri en la que cesaba a Diego y le daba órdenes de entregar de inmediato la corregiduría a un suplente,
que para colmo de nuestra humillación fue el alcalde Ochoa, un español chocantísimo a quien siempre hemos
aborrecido. Como era de esperarse, Diego se trastornó: no se atrevía a salir a la calle, por vergüenza. Los meses que
siguieron fueron una pesadilla: la noticia de nuestra desgracia llegó hasta la escuela de Minas, en México, donde
estudia nuestro hijo, tuvimos que mudarnos de casa y no teníamos ingresos.
Carmelita relataba siempre de la misma manera la historia del cese de Diego: presentaba primero la situación como
desesperada para luego dar el desenlace:
—Afortunadamente la Divina Providencia y nuestros amigos acudieron en nuestro auxilio. Primero la Junta de
Cádiz ordenó a Iturribarri regresar a España. Y no sólo regresó a España sino que se murió de cólera y morbo cuando
apenas estaba poniendo un pie en la tierra. Luego, nuestros amigos que tenemos en México, que son poderosos,
intervinieron en favor de Diego ante la Audiencia, la cual reconsideró su caso y lo restituyó en el puesto.
Ya nomás faltaba una cosa para que la dicha de los Aquino fuera completa: que la Audiencia le pagara a Diego el
sueldo de los once meses en que había estado cesante.
Habíamos llegado a lo que llamaban "el belvedere", un quiosco que estaba en la parte más elevada de la propiedad,
desde donde se dominaba la huerta, la casa, la ciudad y, a lo lejos, el valle. Carmelita puso una mano en la
balaustrada y con la otra señaló.
— Aquella arboleda es la margen del río Bronco.
Ella era una mujer muy bella, la historia que me había contado me había conmovido, estábamos solos. Cuando
menos pensé ya había tomado entre mis manos la que ella había puesto en la balaustrada y la estaba besando en la
palma. Nunca olvidaré su expresión: aquellos ojos verdes abiertos como platos, la boca entreabierta, las cejas
arqueadas, se puso roja y por fin retiró la mano. Yo estaba desconcertado. No entendía por qué había hecho lo que
acababa de hacer ni tenía la menor idea de cómo salir del paso. Por suerte ella se recuperó muy pronto y me dijo con
serenidad.
—Vamos a regresar por aquel lado de la huerta, que usted no ha visto.
Caminamos entre dos hileras de limoneros, pausadamente, en silencio, uno al lado del otro, ella respirando muy
hondo, como para absorber mejor el perfume de los azahares, yo cabizbajo, pensando que lo que acababa de hacer
iba a costarme el puesto de comandante de la batería y jefe de artificieros.
Cuando nos despedimos en el pasillo ella me dijo, completamente serena:
—Lo que pasó en el belvedere no debe repetirse, Matías, porque yo soy una mujer casada que respeta a su marido
y que tiene un hijo. Pero no tenga remordimientos, porque ni me ofendí ni me disgustó.
Se alejó por el pasillo riendo musicalmente. Yo, lleno de agradecimiento fui a mi cuarto y me dormí
profundamente.

Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora