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PERIÑON CONTABA QUE DE JOVEN HABÍA PASADO UNA temporada en Europa y aludía con tanta
frecuencia a su viaje que sus amigos llegamos a conocer de memoria los episodios más notables, como el de la vaca
que lo corno en Pamplona, la trucha deliciosa que comió a orillas del Ebro, la muchacha que conoció en Cádiz
llamada Paquita, etc. El viaje había comenzado bajo buenos auspicios. Cuando estaba en el seminario de Huecámaro,
Periñón, que era alumno excelente, ganó una beca para estudiar en Salamanca. Como era pobre, varios de sus
compañeros y algunas personas que lo apreciaban juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se
mantuviera en España mientras empezaba a correr la beca. Periñón decía que en el barco conoció a unos hombres de
Nueva Granada y que durante una calma chicha pasó siete días con sus noches jugando con ellos a la baraja. Al final
de este tiempo había ganado una suma considerable. Comprendió que las circunstancias habían cambiado y le
pareció que ir a meterse en una universidad era perder el tiempo. Ni siquiera se presentó. Durante meses estuvo
viajando, visitando lugares notables y viviendo como rico. "Hasta que se me acabó el último real", decía. Después
pasó hambres.
Cuando yo le preguntaba cómo le había hecho para regresar a América, nomás movía la cabeza, como quien quiere
borrar un recuerdo amargo.
—Bástete saber que llegué a Veracruz con la sotana muy revolcada —agregaba.
De allí el relato brincaba y la siguiente imagen era Periñón en Huetámaro, aguantando las reclamaciones de los que
lo habían patrocinado. Querían que les devolviera el dinero que le habían dado, cosa que Periñón nunca hizo.
La sombra del viaje oscureció su carrera eclesiástica, que había comenzado tan bien. Cuando alguna oportunidad
se le presentaba — un puesto de secretario en la Mitra, una cátedra, una parroquia importante— no faltaba quien se
la echara a perder recordando que era jugador, que empezaba una cosa y terminaba haciendo otra, que no pagaba
deudas, etc. El tiempo pasó y compañeros suyos bastante brutos llegaron a obispos o directores de seminario mien-
tras Periñón seguía en el curato de Ajetreo, pueblo al que siempre defendió:
—Dicen que es feo los que no lo conocen. Los atardeceres son muy bonitos. Te subes al campanario y miras para
un lado: ves el llano, volteas para el otro: ves la sierra. ¿Que más quieres? En cuanto a estar apartado no me parece
defecto: nunca se ha presentado el obispo a visitarme. Eso es ventaja.
Defendía Ajetreo pero pasaba buena parte del tiempo de viaje, yendo de una ciudad a otra y visitando a sus
amigos. De regreso al pueblo se dedicaba de lleno a las manías que lo obsesionaron en la edad madura: criar gusanos
de seda, cultivar vides y la que había de volverlo famoso y costarle la vida, que fue la de hacer la revolución.
Antes de conocerlo lo vi tres veces en el camino a Cañada. Era una mañana de junio, el cielo estaba azul fuerte y
parecía que no existiera la lluvia pero la noche anterior había caído un fuerte aguacero y el camino era un lodazal. La
diligencia se había atascado y los pasajeros habíamos tenido que ir a pararnos en unas piedras para no estorbar ni
enlodarnos. Las mulas tiraban, el cochero daba gritos y chicotazos, el ayudante empujaba. Entonces apareció Periñón
montado en su caballo blanco. Iba al pasito, por el bordo, entre la huizachera. Al ver nuestro contratiempo arrendó,
nos dio los buenos días y preguntó qué se ofrecía. El cochero contestó que nada y Periñón siguió adelante, muy
tranquilo, silbando una canción —después supe que él mismo las componía—. No llevaba sombrero y tenía la calva
requemada por el sol, se sabía que era padre por el alzacuello, pero en vez de sotana llevaba pantalones y botas con
espuelas. Cabalgaba dejando colgar el brazo izquierdo en cuya mano llevaba siempre la vara que usaba para espantar
perros.
El coche salió del atolladero, seguimos el camino, llegamos a un pueblo, bajaron unos pasajeros y subieron otros;
más tarde, en el tramo firme que había en la ladera de un cerro, las mulas echaron a correr y alcanzamos a Periñón.
El caballo blanco andaba suelto y pastando, su dueño estaba en la milpa con una pala en la mano, rodeado de
campesinos que lo miraban con atención y respeto, como si nunca hubieran visto hacer un agujero en el suelo.
El tercer encuentro ocurrió pasado el medio día, en la venta en que nos detuvimos para comer y cambiar de tronco.
Aparte de la cárcel no recuerdo lugar más inhospitalario: la ventera nos hizo entrar en un cuarto oscuro y allí nos dio,
de mal modo, frijoles y tortillas viejas, regañó a un pasajero cuando lo vio orinar sobre una cerca de piedra y a mí,
que pedí agua para beber, me la dio en un jarro, con la advertencia de que había que ir a sacarla de un arroyo que
quedaba a más de trescientas varas. Pasados estos disgustos salimos al portal listos para partir y allí estaba Periñón.
Se había recostado en una hamaca y se mecía empujándose con el pie, se había quitado el saco para estar más
fresco y platicaba con unos chiquillos. Dos sacerdotes que iban en la diligencia se acercaron a saludarlo.
— ¿Domingo, qué andas haciendo?
—Estoy esperando a que la señora ventera saque el cabrito que me ha hecho el favor de meter en el horno —dijo él
y se siguió meciendo.
Al poco rato, en la diligencia, supe quién era, porque los que lo habían saludado dijeron:
— ¿Si el padre Periñón es tan listo por qué se queda en el curato de un pueblo tan feo?
—Porque así lo dispuso Dios —dijo el otro, que no quería tocar el tema.
El que contestó era el presbítero Concha, que ya llevaba en la cara las huellas de la enfermedad que habría de
ponerlo en la tumba: delgadez extrema, ojos llorosos y piel transparente. Desde hacía tiempo le daban soponcios en
momentos inoportunos —había rodado los escalones del presbiterio con una hostia en la mano—, pero siempre que
alguien le preguntaba corno se sentía contestaba "divinamente". Era un viejo simpático, diminuto, bien proporcio-
nado. Después me contó que lo habían invitado a dar un sermón en un pueblo lejano y como no se sentía bien, había
querido que lo acompañara el padre Pinole, a quien no quería, pero que en un momento de mala suerte le hubiera
servido de sustituto o para_ ayudarlo a levantarse del suelo. Iban en la diligencia de regreso a Cañada en donde los
dos oficiaban.
El padre Pinole era prieto, grande, con una boca que fruncía para hacer parecer más chica. Después supe que en
Cañada tenía fama de indiscreto y que no se confesaban con él más que los que eran casi santos. Llamaba al
presbítero "su reverencia" y era muy atento con él. Amarró en la ventanilla un trapo para que al otro no le pegara el
sol, extendió en el asiento un paliacate en donde echaron las cascaras de los cacahuates que se comieron y cuando
terminaron lo sacudió contra el viento, llenándonos de hollejos a los otros dos viajeros que íbamos en el coche, que
éramos yo, que tenía veinticinco años y uniforme de oficial de dragones y un viejo de anteojos cuadrados y tricornio,
quien cuando el coche no daba brincos leía un librito intitulado Manual del inquisidor. Era el licenciado Manubrio.
Es decir, que el día que conocí a Periñón conocí también a quien poco más de un año después iba a decidir su suerte.
El licenciado llegó a la Nueva España ya viejo y pasó diez años en Veracruz, él decía que trabajando en la Aduana,
pero no es cierto. Sabía como nadie lo que pasaba en San Juan de Ulúa. Ha de haber formado parte del Tribunal
Negro y luego inventó el trabajo en la Aduana para evitarse inquinas. Después muchos dijeron que había sido agente
secreto y que había ido a Cañada en esa función, enviado por la Audiencia de México. No lo creo. Más me parece
verdad lo que él decía: le habían dado fiebres tercianas y había tenido que dejar el empleo y la costa para radicarse en
un clima benigno. Quiso nuestra mala suerte que alguien le ofreciera en Cañada una escribanía a buen precio.
El cuarto viajero era yo. Me llamo Matías Chandón, soy artillero, pero servía entonces en un regimiento de
dragones. Teníamos dos años acantonados en Perote. Hacía unas semanas que había sabido que en Cañada estaba
formándose un batallón provincial y que estaba vacante la plaza de comandante de la batería y jefe de artificieros, la
había solicitado por escrito y el coronel me contestó ordenándome que me prestara a pruebas de oposición el día do-
ce de junio. Por otra parte, el corregidor de Cañada, que era amigo de un amigo mío, al saber que yo había solicitado
el puesto, me había hecho el favor de invitarme a pasar unos días en su casa.
Durante el camino los padres hablaron entre ellos, pero e! licenciado y yo nomás para comunicarnos lo más
indispensable. Era de noche y estaba lloviendo cuando llegarnos a la venta de Toma de López. El ventero nos dio la
mala noticia:
—Aquí no hay más que un cuarto.
Era enorme y tenía siete camas. Mientras el padre Pinole y yo recorríamos rincones aplastando alacranes, el
presbítero y el licenciado tentalearon las camas y se quedaron con las mejores, después nos dimos la mano y dijimos
quiénes éramos y de dónde veníamos. El licenciado sacó baraja y propuso jugar paco chico mientras nos arreglaban
la cena, los demás aceptamos y en un ratito nos ganó veinte reales, cosa que el presbítero Concha nunca le perdonó.
Para llegar a donde estaba la cena tuvimos que atravesar un corral a oscuras, porque un ventarrón apagó la vela.
Cuando entramos en la cocina el presbítero me dio un codazo y me dijo, aparte:
—El licenciado ya metió la bota en el lodo. Me alegro.
Antes de sentarse a la mesa los padres rezaron y yo hice como que pensaba en Dios, el licenciado Manubrio, en
cambio, se sentó, se amarró en el pescuezo una servilleta que tenía una mancha de mole, y dijo:
—Que nos traigan vino.
El padre Pinole quería agua de chía, pero en aquella venta no había más que hojas de naranjo, que fue lo que
bebimos. Cuando en la conversación salió que yo iba invitado a casa de los corregidores el padre Pinole se
estremeció de envidia.
—Pues tiene usted buena suerte —me dijo— porque yo nunca he entrado en ella.
No era amigo de los corregidores pero conocía su vida y milagros, que expuso: aquellos eran los meses que los
Aquino pasaban en la casa de La Loma, que era un palacio: allí estaba la mesa mejor servida del Plan de Abajo.
—Los que se sientan en ella —agregó,— beben vinos que uno ni se imagina que existan. Dicen que hay noches en
que llegan de visita señoritas decentes y bailan danzas modernas —y volviéndose al presbítero, preguntó—:
¿Verdad, su reverencia, que así es la vida en la casa de La Loma?
—Así es, más o menos —dijo el presbítero y se comió un pedazo de tortilla, dando por terminado el tema.
Cuando salimos de la cocina se habían quitado el viento y la lluvia. Al ver la noche serena, el licenciado propuso
"dar unos pasos para ayudar a la digestión". A los padres les pareció que estaba como boca de lobo y prefirieron irse
a acostar, yo acepté.
Fuimos por campos iluminados nomás por chupiros, tropezamos con unas trancas, un perro salió a ladrarnos,
oímos ruidito de agua y después sentimos que ya habíamos metido los pies en el arroyo, por fin dimos con un
obstáculo tan grande que no pudimos rodear y optamos por sentarnos en él: era una piedra. Allí el licenciado
Manubrio me relató la historia de la conspiración de Huetámaro.
Había ocurrido el año anterior. Cinco oficiales de las milicias y tres sacerdotes, todos criollos, se juntaban en uno
de los salones del obispado para tramar una revolución. Querían proclamar la independencia de la Nueva España,
abolir los tributos reales y, lo que al licenciado Manubrio le parecía más espantoso, incautar los bienes de los
españoles para distribuirlos entre los mexicanos — ¡incluyendo las comunidades de indios!—.
Pero sucedió que dos de los conspiradores habían tenido un pleito, el licenciado ignoraba si por cuestión de
mujeres o deudas de juego, el caso es que uno, por hacerle un mal al otro, fue con el intendente y delató la
conspiración. El intendente actuó como rayo: apresó a los conspiradores, los puso en dos coches y los mandó a
México con escolta, allí la Audiencia dispuso que fueran juzgados en secreto pero con rigor. Las sentencias habían
sido severas y todos estaban en San Juan de Ulúa.
Todos, claro, menos el delator, a quien el intendente había prometido indulto y discreción.
—Le he contado este caso, don Matías —terminó diciendo el licenciado—, para que sepa qué terreno pisa. Usted
viene de Perote en donde la vida será aburrida, pero se respira un aire mejor, las tropas de allí son leales a la Corona.
Ahora va usted a un nido de víboras. Esta región está llena de criollos resentidos: gente incompetente que se siente
postergada. He querido abrirle los ojos.
Y me los abrió, porque hasta ese momento yo había creído que las revoluciones eran sucesos que ocurrían en el
extranjero.

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