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IGNORÁBAMOS ALGO QUE HABÍA COMENZADO DOS horas antes en el recibidor de la casa de los padres.
Cuando Adarviles vio que el padre Pinole se ponía la estola y entraba en el cuarto donde estaba agonizando Juanito,
comprendió que el moribundo iba a confesar de un momento a otro, supuso, gracias a lo que Diego le había dicho,
que su participación en la Junta iba a figurar entre sus pecados y que en el momento en que el padre Pinole supiera
que había una conspiración en Cañada, iba a denunciarla, Adarviles ha de haber creído que la Junta estaba perdida y
decidió ponerse a salvo. Lo hizo de la manera más sencilla: denunciando la conspiración él mismo.
No esperó a que muriera Juanito. Salió de la casa de los padres, atravesó la calle y entró en la alcaldía. Interrumpió
la partida de ajedrez que el alcalde Ochoa estaba jugando con el licenciado Manubrio. Los dos hombres oyeron la
declaración de Adarviles. El licenciado hizo el acta con su puño y letra y dio fe al final, como escribano que era. Es
un contrato: Adarviles denuncia de motu proprio "una conjura que pone en peligro la seguridad del Reino", el alcalde
Ochoa, a nombre de la Audiencia de la Nueva España, se compromete a excluir a Adarviles de cualquiera de los
procesos que se deriven de la denuncia. Firman los tres.
Adarviles dijo casi todo lo que sabía. Omitió algunos datos por ignorancia: dijo, por ejemplo, que los papeles de la
Junta estaban en un cofre, el cofre en la covacha y la covacha en la casa del Reloj, pero no que a la covacha se
pudiera entrar también por la casa contigua; otros, por olvido: denunció a Ontananza pero no a Aldaco, al doctor
Acevedo pero no al señor Mesa; por último trató de disminuir la importancia de su participación: dijo que Borunda
iba a poner sobre las armas a doscientos hombres, pero no que la mitad del batallón de Cañada estuviera envuelto en
la conspiración. Hecha la denuncia, Adarviles fue a su casa, hizo que su esposa se vistiera de luto y ambos fueron al
velorio de Juanito.
El alcalde Ochoa y el licenciado Manubrio se quedaron en la alcaldía. No se sabe lo que pensaron ni lo que
dijeron, pero sí lo que no hicieron. No mandaron un despacho urgente a la ciudad de México dando aviso a la
Audiencia de lo que acababan de descubrir, no se comunicaron con el juez Cedrón, que era el único en Cañada que
hubiera podido dar una orden de aprehensión en contra del corregidor, no advirtieron al coronel Bermejillo que uno
de sus oficiales acababa de declarar que estaba complicado en una conjura, no alertaron a los alguaciles, que era un
cuerpo con el que hubieran podido contar, porque dependía directamente del alcalde. Se quedaron en la alcaldía,
probablemente discutiendo, indecisos, sin hallar qué hacer.
Daban el cuarto para las once en el reloj de Borunda cuando los Aquino y yo íbamos atravesando la plaza. En la
esquina nos separamos. Diego se dirigió a la alcaldía, yo acompañé a Carmen a la casa de los padres —ella había
decidido asistir al velorio para guardar las apariencias— en donde estuve un rato y luego me fui a la mía.
Es posible que la llegada de Diego haya desconcertado a los otros dos y más aún lo que les dijo:
—Ha llegado hasta mis oídos un rumor al que no me atrevo a dar crédito. Vine a consultar con ustedes para ver
qué me aconsejan hacer.
Acababa de cometer su gran error de aquella noche, que consistió en permitir que el licenciado Manubrio se quedara a oír su conversación con Ochoa. Dice que no insistió en hablar con el alcalde a solas "para no dar a la
entrevista una solemnidad que no convenía que tuviera".
Expuso la situación así:
—Me han dicho que Juanito, yo no lo creo, pudo haber sido miembro de una organización secreta. Quiero que me
digan si han oído hablar de este asunto.
Como si se hubieran puesto de acuerdo el alcalde Ochoa y el licenciado Manubrio contestaron que no.
—Ya me lo imaginaba —dijo Diego—. Con esto me basta. Si ustedes no están enterados lo más seguro es que se
trate de un chisme sin fundamento.
Los otros no estaban enterados pero sí interesados. Quisieron saber qué clase de organización secreta era a la que
podía haber pertenecido el difunto y quién le había dado la noticia a Diego. Este contestó con evasivas: no podía
precisar de qué clase de organización se trataba ni quería dar el nombre de quien le había dado la noticia puesto que
tenía visos de ser falsa. En ese punto el licenciado tomó las riendas de la discusión. Dijo:
—Decir que alguien es miembro de una organización secreta, cualquiera que sea, es una acusación muy seria.
— ¡Claro que es muy seria! —Dijo Diego—. Por eso vine a consultar con ustedes.
—Ya que nos hizo el favor de pedirnos nuestro parecer, no dejemos el asunto en el aire. Vamos a reflexionar —
propuso Manubrio.
Reflexionaron. Si Juanito pertenecía —había pertenecido— a una organización secreta, ¿quiénes podrían ser los
otros miembros? Llegaron a la conclusión de que algunos de entre ellos, cuando menos, tenían que vivir en Cañada,
puesto que Juanito rara vez había salido de viaje. De los habitantes de Cañada, siguió el razonamiento, los más
cercanos a Juanito habían sido Diego y Carmen. El licenciado Manubrio propuso que ambos quedaran por encima de
toda sospecha, el alcalde estuvo de acuerdo y Diego quedó agradecido.
— ¿Era el difunto socio de la tertulia de la casa del Reloj? —preguntó el licenciado.
—Sí, pero yo también lo soy —dijo Diego—. Es la cosa más inocente del mundo.
Explicó las actividades: se ensayaban comedias, se hacían juegos de prendas, tardeadas, días de campo. El
licenciado quiso saber cuál era el procedimiento de ingreso. Diego, a quien yo no le había dicho que el licenciado
había querido ingresar en la tertulia, no vio la trampa y dijo:
—Muy sencillo. Se invita a alguien y ya.
— ¿No hay un comité que veta a los aspirantes a socios?
Diego dijo que no. La siguiente pregunta fue si el obispo Begonia pertenecía a la tertulia. Diego volvió a negar. El
licenciado Manubrio cerró la jaula:
— ¿Cómo es entonces que yo quise ingresar en la tertulia, Matías Chandón me recomendó y el obispo Begonia me
vetó?
Diego se destanteó. Ha de haber sido un titubeo momentáneo, pero bastó para que el licenciado concluyera el
punto: o yo, Matías Chandón, era un mentiroso, o bien, había dos tertulias, una, a la que pertenecía el corregidor,
otra, que funcionaba en el momento en que éste volvía la espalda. Esta segunda tertulia podría ser la organización
secreta a la que, según el rumor, había pertenecido Juanito. Había otros signos sospechosos. ¿Por qué, por ejemplo,
cuando había reuniones, cerraban la puerta de la casa del Reloj?
Esta era una pregunta difícil. A ninguno de los que estábamos en la Junta se nos había ocurrido buscarle una
respuesta inocente: las puertas se cerraban porque las reuniones eran secretas. Diego, por supuesto, no supo qué
contestar y el alcalde Ochoa tomó la palabra:
—Sin poner en duda su inocencia, don Diego, sin que nos pase por la cabeza que usted esté complicado en este
asunto, yo creo que lo indicado es que vayamos los tres a ver al señor Borunda y platicar con él para que nos aclare
estos puntos.
Diego no podía retroceder puesto que había llegado a la alcaldía pretendiendo tener ganas de empezar una
investigación. Trató, sin embargo, de evitar hacer una pesquisa en la casa del Reloj. Si de "platicar" con Borunda se
trataba, ¿por qué no mandarle recado .pidiéndole que fuera a la alcaldía? El licenciado Manubrio se opuso. Dijo que
no era correcto pedirle a un hombre decente, sobre quien pesaba una sospecha muy vaga, que saliera en la noche y
fuera a la alcaldía para ser interrogado. Era mejor ir a su casa y hablar con él. Diego veía el peligro remoto. Aceptó ir
a la casa del Reloj.
El alcalde propuso pedir al coronel Bermejillo un destacamento. Diego se opuso.
—Emiliano es mi amigo. No puedo llegar con soldados a tocar a su puerta.
Borunda era su amigo, pero estaba bajo sospecha. Si a Diego se le hacía cuesta arriba llegar a la casa de Borunda,
dijo el licenciado, ellos dos podían hacerlo en su nombre. Diego decidió ir a casa de Borunda y aceptó el
destacamento, a condición de "que los soldados se quedaran en la esquina y no entraran en la casa más que si él,personalmente, los llamaba". Los otros aceptaron la condición. Diego escribió el recado al coronel Bermejillo
pidiéndole que enviara a la alcaldía un destacamento para protegerlo "durante una averiguación". El alcalde Ochoa
hizo que un criado suyo llevara el recado al cuartel.
Yo acababa de llegar a mi casa cuando llamó a la puerta el soldado que llevaba la orden escrita del coronel
Bermejillo:
"Acuda con presteza a este cuartel para recibir instrucciones sobre una misión que debe cumplir esta noche.
Bermejillo".
Yo ignoraba lo que quería decir aquella orden, pero comprendí que no era buena noticia.
Encontré al coronel en pantuflas. Se había puesto la guerrera encima del camisón.
—Perdóneme, teniente —me dijo al verme—. Yo podía haber mandado al oficial que está de guardia, pero el
corregidor me ha enviado una nota en la que pide expresamente que sea usted quien comande el destacamento que
necesita.
Al oír esto me tranquilicé: si era Diego quien pedía el destacamento, era señal de que había dominado la situación.
No había tiempo de ir a despertar a los indios de Paso de Cabras. Armé a doce soldados que estaban en el cuartel y
cruzamos la ciudad sin hacer mucho ruido. No me imaginaba que aquel era el principio de la acción militar más
vergonzosa en que he participado.
Me quedé en el vestíbulo de la alcaldía y un mozo fue a anunciarme. Diego fue el primero en salir y fingió
sorpresa al verme. — ¡Don Matías, qué milagro, yo lo hacía de viaje! Comprendí que quería que no dijera que él me
había pedido expresamente.
—Estoy a sus órdenes, señor corregidor —dije. La expresión de los otros dos al verme fue de alarma. Era evidente
que hubieran preferido ver a cualquier otro en mi lugar. Su desagrado no concordaba con las relaciones que yo había
tenido con ellos, que habían sido cordiales. Pero duró un momento. El licenciado Manubrio fue el primero que se
dominó y fue a darme la mano, dizque muy amable.
Diego, que pretendía estar muy tranquilo, me explicó en qué consistía "la operación": yo debería pararme en la
esquina con mis hombres y esperar sus órdenes.
—Lo único que le pido, teniente —terminó diciendo—, es que no haga mucho ruido, para no alarmar a la
población.
Antes de salir a la calle el licenciado y Ochoa nos dejaron a solas un rato. Yo aproveché para preguntarle a Diego:
— ¿Qué hago?
—Nada —me contestó—. Todo está en orden.
Creía que iba a ser cosa nomás de llevar a los otros a dar una vuelta por la casa del Reloj y despedirse después de
no haber encontrado nada. Al llegar a la esquina habíamos perdido la última oportunidad de salvar la conspiración.
Por orden de Diego formé la tropa de manera que no la viera quien abriera el portón de la casa del Reloj. Entonces
el licenciado Manubrio sugirió:
— ¿No sería conveniente, don Diego, que el teniente apostara unos hombres en la calle de La Hondonada para
tener rodeada la casa?
Diego se defendió. Lo que estábamos haciendo era pura formalidad. Nadie iba a tratar de escapar de la casa de
Borunda.
—Es que si tenemos los medios para tomar precauciones —dijo el licenciado—, no hay por qué no tomarlas.
Diego concedió que el otro tenía razón.
—Teniente —me ordenó—, haga que unos soldados vayan a la calle de La Hondonada.
Formé un piquete de cuatro y me preparaba a apostarlo en la calle de La Hondonada cuando al licenciado
Manubrio se le ocurrió otra cosa.
—Conviene decirles que si ven que alguien brinca una barda o hace algún movimiento sospechoso, lo detengan.
Otra vez Diego dio su brazo a torcer.
—Teniente —me dijo—, que si alguien brinca una barda, etc.
Llevé el piquete a la calle de La Hondonada y les dije:
—No hagan nada sin que yo lo ordene.
Cuando regresé a la esquina de la plaza ya alguien había abierto la puerta de la casa del Reloj y Diego estaba
diciendo:
—Dile a don Emiliano que soy yo.
Y entraron.
Hasta ese momento teníamos la ventaja —o, mejor dicho, creíamos que la teníamos—. Yo estaba a las órdenes de
Diego, los soldados, a las mías, sabíamos lo que queríamos y dónde estaba guardado lo que el enemigo —el alcalde y el licenciado— no debería encontrar. Nuestra gran debilidad estaba en ignorar que el enemigo sabía dónde había de
buscar.
Pasó un rato. Unas mujeres salieron de la casa de los padres y empezaron a cruzar la plaza. Al verme se
detuvieron, una se separó de las otras y fue hacia donde yo estaba. Era Carmen.
— ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
Le expliqué la situación. O, mejor dicho, le dije lo que sabía. Le pareció mucho peor que a mí.
—Esto no tiene remedio —dijo, y me pidió—: ven a la casa después.
Carmen se fue, pasó otro rato, se abrió la puerta de la casa del Reloj, salió el criado del señor Borunda y fue a la
esquina a decirme:
—Dice don Diego que vaya usted con dos soldados.
Obedecí. Al entrar en el patio iba yo hacia la escalera cuando el criado me dijo:
—Es por acá. Los señores están en la caballeriza.
Mientras atravesábamos los tres patios de la casa de Borunda el corazón me estaba reventando en el pecho. Diego
ha decidido apresar a Ochoa y a Manubrio, pensé.
No estaban en la caballeriza, sino en el cuarto por donde se entraba a la covacha. Borunda estaba en bata y tenía
una linterna en la mano. Estaba demudado. El licenciado parecía divertido. También tenía una linterna. Ochoa
parecía aburrido, Diego seguía pretendiendo estar muy tranquilo.
—Teniente, hágame favor de ordenar —me dijo— que los soldados muevan esta armazón a un lado.
¡Era la que ocultaba la entrada de la covacha! Miré a Diego, esperando un signo, pero no había nada en su cara.
Repitió la orden, sí que muevan la armazón a un lado. Me volví a los soldados y dije:
—Muevan la armazón a un lado.
Los soldados movieron la armazón y quedó descubierta la entrada. El licenciado Manubrio pareció gratamente
sorprendido.
— ¡Ah, otro cuarto! Usted no nos había dicho que había otro cuarto, don Emiliano.
Don Emiliano había enmudecido. El licenciado Manubrio entró en la covacha con la linterna en la mano y lo
siguió Ochoa.
— ¿Qué hacemos? ¿Los matamos? —pregunté a Diego en voz baja.
Diego me hizo seña de no hacer nada y entró detrás de los otros dos. Borunda los siguió. Lo vi tan anonadado que
le quité la linterna y la puse en el suelo. Entré en la covacha seguido de los soldados.
— ¡Cuántas cosas tienen aquí! —dijo el licenciado Manubrio. Anduvo por la covacha tentaleando, una lanza, un
machete.
Nomás el tiempo que necesitó para orientarse. Apenas lo vio, se fue derecho al armario. Estaba cerrado.
— ¿Qué no nos hará el señor Borunda el favor de prestarnos la llave de este armario? —preguntó el licenciado a
Diego.
— ¿No tiene usted la llave del armario, don Emiliano? —preguntó Diego.
—No, señor, no la tengo —dijo Borunda.
— ¿No podrán los soldados forzar la puerta? —preguntó el licenciado.
Diego se volvió a mí y dijo:
—Que forcen la puerta, teniente.
Parecía más tranquilo que nunca.
—Forcen la puerta —ordené a los soldados.
Metieron las bayonetas en el resquicio, y apalancándose con ellas hicieron saltar el cerrojo. La puerta se abrió y
quedó descubierto el cofre.
— ¡Un cofre! —dijo el licenciado—. Vamos a ver qué hay adentro.
—Sí. Vamos a ver qué hay adentro —dijo Diego, y volviéndose a mí, ordenó—: teniente, saque el cofre del
armario.
Fui al armario y saqué el cofre. El licenciado estaba estirando las manos cuando Diego ordenó:
—Entrégueme el cofre a mí, teniente.
Fui a donde estaba Diego y le entregué el cofre. El se volvió a Ochoa y al licenciado Manubrio y les dijo:
—Voy a llevarlo a mi casa para estudiar con calma lo que hay adentro. Si encuentro algo de interés, mañana se los
diré, muy buenas noches, señores.
Dicho esto, se fue.

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