PASADOS DOS DIAS EL OBISPO SIGUIÓ SU CAMINO, PERIÑON volvió a su parroquia, Ontananza y
Aldaco a Muérdago y yo a la casa de La Loma en donde fui otra vez huésped del marqués de la Hedionda sin que él
se diera cuenta.
Cuando recuerdo esta temporada no hallo qué pensar: ¿habré estado todavía a prueba o ya se habría decidido lo
que iban a hacer conmigo? No sé.
En las mañanas desayunaba con Diego: en las puntas de la mesa, yo uniformado, él en camisa pero sin gorguera,
para no correr el riesgo de chorrearla —tenía un pescuezo largo y blanquísimo que a mí siempre me pareció un poco
indecente—. Cada mañana, sin fallar, Diego me hacía una pregunta:
— ¿Cómo se caza un mapache?
— ¿Que quiere decir la palabra "chacamotear" ? etc.
La mayoría de las veces no se las podía contestar, pero cuando lo hacía me daba la impresión de que a él no le
interesaba la respuesta. Estas preguntas pudieron ser parte de la prueba que yo estaba pensando sin saberlo, aunque
más me inclino a creer que Diego las inventaba nomás para tener de qué hablar mientras estaba solo conmigo. Ahora
sé que es un hombre de timidez ejemplar. Después de desayunar yo esperaba un ratito a que Diego acabara de
vestirse, luego los dos bajábamos en el coche hasta la fuente del Agua Prieta en donde yo apeaba.
—Que Dios te acompañe —me decía Diego y se quitaba el sombrero.
No se lo volvía a poner hasta que el coche estaba a diez varas. Yo me iba caminando por la calzada al cuartel.
Recuerdo que todas las mañanas veía un cardenal que volaba alrededor de un mezquite. Fueron para mí días felices.
Carmelita, que pretendía levantarse al alba, nunca apareció en la mañana, pero en las tardes, cuando iba yo
subiendo la cuesta de regreso del cuartel, la veía en el mirador esperándome sonriente.
—Cuéntame —me decía cuando yo llegaba al mirador, y me daba un vaso de agua fresca.
Nos sentábamos en el sofá de bejuco, yo le contaba lo que me había pasado en el día y ella me escuchaba sin
despegar la vista. Lo que no sé ahora es si esta curiosidad era parte de su obligación o si realmente le interesaba lo
que yo le decía.
Otro incidente cuyo significado no he podido precisar es mi visita a la iglesia. Una noche alguien dijo que la
iglesia de San Francisco al ser fundada había sido monasterio y el presbítero Concha, al ver que yo mostraba cierto
interés, me invitó a visitarla, para enseñarme algunas partes del edificio que él consideraba notables y que estaban
cerradas a los fíeles.
El padre Pinole se nos pegó. Fuimos al claustro en donde había murales: martirios de franciscanos, fuimos al coro,
en donde se estaban pudriendo los doce apóstoles en relieve, cuando el padre Pinole quiso llevarme a ver un cuadro
de la Asunción que él estaba pintando, el presbítero intervino:
—Pinole, es hora de que vayas a confesar a la señora de Ochoa. Era una clave que entre los dos usaban para decirle
al otro que estaba estorbando y que se fuera. El padre Pinole se fue a confesar a la señora de Ochoa y el presbítero y
yo seguimos nuestro paseo. Me explicó que el padre y él vivían en la mitad del claustro y la otra mitad, donde se
veían las gallinas caminando por los corredores, la usaban unas monjas del Divino Verbo que les hacían casa.
Subimos al campanario y cuando Juanito se repuso de la sofocación que le había causado subir la escalera, me
preguntó:
—Tú, que eres militar, dime si este campanario tiene valor estratégico.
La pregunta me pareció rara por venir de un sacerdote, pero no tuve inconveniente en contestarla. Asomé al
parapeto y le dije que sí, que el campanario era un punto estratégico, porque desde donde estábamos se dominaban
las cuatro entradas a la plaza, que era donde estaban los poderes civiles: la corregiduría, la alcaldía y los juzgados.
Pero no era el más importante de la ciudad, puesto que estaba a su vez dominado por un tirador apostado en la
estribación del cerro del Tecolote que se llamaba Los Balcones. ¡Con cuánta atención me escuchó Juanito! Luego me
invitó a comer.
Los jueves, día en que yo no iba al cuartel, iba con Carmelita a buscar casa. Vimos una que se inundaba cada vez
que se desbordaba el río, otra que no tenía ventanas, una tercera que tenía fama de que todos los que habían vivido en
ella habían muerto de anemia, etc. ¿Serían éstas las únicas casas que estaban desocupadas, o eran las que ella me
quiso enseñar para llegar con más fuerza a la conclusión a la que había que llegar?
—No hay, en Cañada una casa donde pueda vivir una persona decente —dijo Carmelita a Diego después de un
jueves infructuoso. Diego contestó como si en ese momento se le estuviera ocurriendo:
— ¿Por qué no alquilarle a Matías una parte de la corregiduría? Los cuartos que están alrededor del patio de atrás.
Recuerdo a Carmelita abriendo la boca, admirada con esta idea.
Al día siguiente pedí licencia y fuimos a ver la casa. Era donde había estado encerrado el perro. Por fortuna ya se
lo habían llevado y nunca volví a verlo. En el centro del patio había un aguacate y cerca de la pared un plumbago.
Los cuartos estaban alrededor. Los del primer piso eran oscuros y por ellos corrían hilos de hormigas que al ser
aplastadas despedían un olor peculiar, ligeramente nauseabundo.
—Esta parte de la casa da a la calle de La Hondonada —dijo Carmelita, y abrió la puerta.
Estábamos a una cuadra de la plaza, pero cuesta abajo, del lado de la gente pobre.
Salimos al patio, Carmelita me dijo cuánto iba a tener que pagar de alquiler. Era muy poco —como que la casa no
era suya—.
—Después vamos al cuarto de los triques —me dijo— y escoges tu mobiliario.
Yo recogí un aguacate del suelo y lo abrí: estaba podrido. Carmelita desvió la mirada y no me dijo que todos los
aguacates que había dado aquel árbol habían estado podridos. Tiré el aguacate y subimos al primer piso por la
escalera de madera pintada de verde. Entramos en un cuarto, abrimos una ventana y asomamos: a lo lejos alcanzaba a
verse el valle. Tal como había ocurrido la primera tarde en el belvedere, Carmelita señaló la margen del río Bronco,
yo tomé su mano entre las mías y la besé en la palma, pero esta vez ella no la retiró ni se ruborizó. Después de este
momento tan cargado de emoción nos miramos a los ojos, yo cerré la ventana y al darnos la vuelta comprendí que se
nos había olvidado cerrar la puerta del cuarto, y que del otro lado del patio, en el mirador de la corregiduría, estaba
Diego. Miraba en nuestra dirección pero era imposible saber si nos había visto.
— ¿Qué te parece la casa? —me preguntó a gritos cuando salimos al corredor.
—Perfecta —le contesté.
Yo estaba tartamudeando, Carmelita, en cambio, parecía la serenidad misma. Bajamos por la escalera. Diego
siguió hablando a gritos:
—Tiene ventajas estar tan cerca. Si alguna cosa se ofrece nomás nos pegamos un grito.
Al día siguiente yo estaba en el cuarto de guardia esperando a que acabaran de lustrarme las botas, cuando entró el
cabo Berrueco, que era el que estaba de turno, y me entregó un sobre que un mensajero acababa de darle. Era un
sobre chiquito, estaba amarrado con un cordel y lacrado, iba dirigido a mí. "Corregiduría de Cañada" decía el sello.
Lo abrí lleno de aprehensión. El recado estaba escrito por Diego: tenía una letra con patas muy largas y pies
diminutos, casi ininteligible. "Querido Matías", me decía:
"Me urge hablar contigo a solas para tratar un asunto que no admite dilación. Te espero a las doce en el Chorro."
Firmaba "Diego".
Me quedé pensando: ¿sería Diego capaz de retarme a duelo por haber besado a su esposa en la palma de la mano, o
estaría preparando nomás una recriminación severa? "Yo, que he sido tan bueno, que te invité a la casa de La Loma,
que te ayudé en el examen, etc., y tú me estás poniendo los cuernos." Me lo imaginé con espuma en la boca,
diciendo: "no vuelvas a poner un pie en la casa de La Loma", o bien: "no te alquilo siempre la parte de atrás de la
corregiduría". Pero si no era para retarme a duelo o para hacerme una recriminación, ¿qué caso tenía aquel sobre
amarrado y lacrado que me mandaba un hombre a quien yo veía todas las tardes y con quien desayunaba a solas
todas las mañanas?
A las doce en punto llegué al Chorro (es la cascada que forma el agua al pasar del acueducto al depósito que
abastece los hidrantes de la ciudad, alrededor de la cual crece un bosque sombrío). Diego parecía nervioso: estaba
aplastando violetas con el bastón.
Al verme se tranquilizó.
—Vamos a dar una vuelta —dijo y me agarró del brazo.
Caminamos entre helechos.
— ¿Tú sabes, Matías, por qué has venido a vivir en Cañada?
En vez de comprender que la entrevista iba a ser diferente de la que yo había imaginado, la pregunta me pareció
diabólica.
—Sí sé —contesté—. Había una plaza abierta en el batallón provincial.
Cosa rara, Diego no esperaba esta respuesta. Se destanteó un poco y después se repuso.
En efecto —dijo—. ¿Pero sabes cuál fue la razón por la que obtuviste la plaza?
—Hubo una prueba de oposición que yo gané. Volvió a destantearse y a reponerse.
—De acuerdo, ¿pero sabes por qué ganaste la prueba? —Porque ustedes, los del jurado me hicieron el favor de
pensar que mis resultados eran mejores que los de los otros aspirantes. Me miró triunfal.
—Allí es donde te equivocas. Tus resultados no fueron necesariamente mejores que los de los otros aspirantes. Los
de Pablo Berreteaga fueron excelentes.
Yo no sabía a dónde llevaba aquella discusión. Me detuve en el sendero de grava, Diego se detuvo un paso más adelante, yo lo miré a los ojos, desafiante, pero él estaba tan sumergido en su razonamiento que no entendió el
desplante. Siguió hablando.
—Ganaste el puesto de comandante de la batería y jefe de artificieros por una sola razón: eres de los nuestros.
Comprendió que yo no entendía y me explicó:
—Tú eres criollo de corazón, Matías.
Con esta frase me dejó más confuso, me tomó del brazo y seguimos paseando.
—Paco Pórtico te recomendó, viniste a Cañada, te tratamos, te conocimos y decidimos que eras el hombre que nos
hacía falta. Aunque hubieras cometido el doble de errores en el examen, hubieras ganado la prueba, porque así lo
habíamos decidido.
—No entiendo —dije.
Como dándome la respuesta que iba a aclararlo todo, me dijo: —Es que necesitamos un artillero.
— ¿Quién necesita un artillero?
—La Junta.
Entonces me presentó aquel panorama que debería haberlo hecho famoso. Primero expuso las causas del
descontento: las desigualdades, las injusticias, la frustración de los criollos en todas las disciplinas —yo, por
ejemplo, no podía aspirar a ser coronel ni aunque viviera cien años—, el mal gobierno, etc. Pero si en México la
situación era mala, en España la cosa estaba peor: el rey prisionero, el país ocupado por los franceses, la Junta de
Cádiz no sabía lo que quería. . .
— ¿Estás de acuerdo o no? —Sí estoy de acuerdo.
Al oír esto presentó la solución:
—Unos amigos y yo hemos decidido acabar con este desorden. ¿Para qué obedecer a una Audiencia que tiene que
pedirle parecer a una Junta que está del otro lado del mar? ¿No seremos capaces de gobernarnos nosotros mismos?
Vamos a formar una Junta en Cañada. La Junta de Cañada se va a llamar.
Expuso el mecanismo legal:
—Yo soy corregidor, fui nombrado por la Audiencia —me dio la fecha de su nombramiento—. La Audiencia tiene
autoridad real —me dio el número de la cédula y la fecha en que había sido expedida.
De lo anterior se desprendía que Diego tenía autoridad real. Por consiguiente, si él nombraba a los miembros de la
Junta de Cañada ésta iba a tener autoridad real. ¿Y qué iban a hacer con la autoridad real? Desconocer a la Junta de
Cádiz —y por consiguiente, la autoridad real— y proclamar la independencia de la Nueva España.
—Va a ser de lo más sencillo. Basta con firmar un documento.
Entonces nos detuvimos, nos miramos a los ojos y él me preguntó:
—Díme, Matías, ¿estás con nosotros?
Comprendí que si le decía que no él y Carmelita iban a hacerme la vida imposible.
— Estoy con ustedes.
Me dio la mano, emocionado.
— Es la única actitud sensata. Piensa en que perspectivas te abre esta invitación: ¡Matías, estás llamado a ser uno
de los padres de la patria. Vamos por un camino que con el tiempo han de recorrer cientos de miles de hombres, pero
nosotros vamos a la cabeza, mero adelante. Esto quiere decir que tendremos oportunidad de hacer las cosas a nuestro
modo: sin violencia, sin empellones!
Caminamos unos pasos en silencio. Diego parecía transportado a un mundo superior.
— ¡Se pueden hacer cosas tan interesantes! —exclamó al cabo de un rato—. Por ejemplo, podemos invitar al
príncipe don Fernando.
No entendí lo que él quería.
— ¿Para qué? —pregunté.
— ¿Cómo que para qué? ¡Para que venga a reinar en México, por supuesto!
No sé si le pareció que había ido demasiado lejos, porque dijo: —Claro que ésta es cuestión que habrá que discutir
más tarde. Cada cosa a su tiempo.
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Los pasos de López
Historical Fictionotra vez es para mi tarea, es un libro de historia de México ;v;