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CUANDO QUIERO RECORDAR EL VIAJE A CUEVANO LA primera imagen que me viene a la mente es de
almohadas blancas, grandes, blandas, de pluma. Son las que había en el cuarto en que Periñón y yo nos quedamos en
la casa del intendente. Almohadas blancas, camas anchas, colchas de seda, en las ventanas había cortinas, recortinas
y contracortinas, en las puertas, marcos y contramarcos, y en un rincón del cuarto un cordón que me extrañó: bastaba
jalarlo para que llegara un criado a llevarse las bacinicas.
Muchas comodidades había y todavía más amabilidades. Cuando llegamos, el intendente, que no nos esperaba,
actuó como si le diera gusto vernos. Periñón dijo que estábamos de paso, que nomás nos habíamos detenido a
saludarlo, que íbamos derecho a la posada. Don Pablo no quiso ni dejarlo terminar. Casi se molestó. Hizo que nos
quedáramos, en su casa, en aquel cuarto tan cómodo. Era lo que esperábamos que hiciera, pero de todas maneras se
lo agradecimos.
Desde que Periñón nos presentó, don Pablo me trató casi como a un hijo —el suyo propio, Pablito Berreteaga,
estaba afortunadamente ausente, de viaje en Pedrones—, todos los días preguntaba a Periñón qué era lo que yo había
visto de Cuévano y qué era lo que me quedaba por ver.
— ¿Ya vio Matías el tiro de la Reseca? —preguntaba, o bien decía—: es fuerza que este muchacho vea lo que es
una hacienda de beneficio. Llévalo a la de Otates. Voy a darte un papel firmado para que los dejen entrar.
De su familia recibimos las mismas muestras de afecto. Su hija Eloísa, en persona, nos preguntó que era lo que nos
gustaba almorzar, dijimos que cecina y ella misma fue a ver que la asaran. La madre, doña Tere, dio la receta y vigiló
en la cocina la hechura del dulce de almendras que sabía que le gustaba a Periñón.
No hablamos de Enciclopedia. Dijimos que yo andaba en gira de reclutamiento y que Periñón había decidido
acompañarme a última hora. Esta mentira provocó otra amabilidad: don Pablo me dio un papel escrito en el que me
autorizaba a reclutar todos los voluntarios que quisiera "en cualquier punto del Plan de Abajo". Ninguno recluté.
Si don Pablo y su familia me causaron tan buena impresión, la que me dio la ciudad de Cuévano fue, si es posible,
mejor. Al verla desde lo alto, de un balcón de la sierra, sentí que era como una taza de porcelana fina puesta entre las
montañas agrestes. Periñón, a mi lado, señaló entre los cerros y dijo los nombres de siete minas famosas. Más tarde
pasamos junto a una recua de mulas que apenas podían con su carga que, cosa rara, hacía poco bulto. Los reflejos
que de repente salían entre los costales de la envoltura daban la explicación: eran barras de plata. Al entrar en la
ciudad caminamos un rato entre los muros colorados de las haciendas de beneficio y fuimos a desembocar ante un
caserón chato y plano como una fortaleza. Periñón me la describió en verso:
—"De fuerte me ves la pinta
Un palacio tengo adentro
Troje me dice el cuento Y me llaman La requinta''.
Agregó que era el edificio más inútil que se había construido en Cuévano.
Antes de llegar a la casa del intendente, que estaba en una plaza, pasamos por una iglesia. La gente estaba saliendo
de misa. Me detuve embobado a ver los que bajaban por la escalera: nunca vi tanto charol, tantos listones, tantas
peinetas, tantas corbatas de seda.
Para festejar la estancia de Periñón en Cuévano don Pablo dio una comida a la que asistieron varios señores que
eran amigos de ambos. Todos españoles y gente "de sustancia''.
No hablaron más que de plata. Uno se quejó de que la que salía de su mina no era tan abundante como antes, otro,
en cambio, dijo que la que había visto en los últimos días era más que la que había visto el año anterior, otro había
comprado una vajilla de plata, otro andaba buscando una veta, otro recordó que el conde de la Reseca había ofrecido
públicamente empedrar las calles con barras de plata si llegaba a Cuévano el rey de España, otro me aconsejó visitar
la casa de Moneda, todos se quejaron de los tributos reales.
La plata era tema de conversación en la mesa y en la ciudad se veían los efectos. Periñón me llevó a ver casas
notables y me explicó que cada vez que había bonanza el dueño de la mina mandaba hacer casa nueva, más grande
que la anterior y que las de sus vecinos y que la llenaba de cosas que mandaba traer de España.
Entramos en una iglesia llena de retablos dorados que se había quedado a medias. La había mandado hacer un
minero rico para agradecer a Dios la última bonanza, explicó Periñón.
—No vayas a creer —agregó— que la dejó mocha porque se le acabara el dinero, sino porque ya no le gustó el
estilo.
Salimos de la ciudad y fuimos a la Reseca. Llegamos a un pueblo triste, lleno de gente amarilla. Por en medio de la
calle corría un arroyo pestilente.
A poco andar en el cerro se levantaba una construcción muy rara: era un patio redondo limitado por seis muros
triangulares. Periñón me explicó que aquellos triángulos dispuestos en círculo figuraban una corona condal en
recuerdo de la que correspondía al dueño de la mina: el conde de la Reseca. En el centro del patio se abría la boca del
tiro. El administrador era amigo de Periñón y nos dejó bajar.
Nunca he pasado un rato tan malo: sudaba, casi no veía me costaba trabajo respirar, escurría agua del techo, en el
piso había un lodazal, pero lo que más me inquietaba es que hubiera hombres que casi vivieran allí adentro. A la luz
de los hachones los veía trabajar con el marro, con la barra o con el pico, luego iban y venían por las galerías
llevando piedras en chundes. Eran flacos, tristes, amarillos y estaban casi desnudos.
—Como tú comprenderás —me dijo Periñón— nadie está aquí por su gusto.
Salimos a la intemperie apenas pudimos.
Después fuimos a Otates para que yo viera cómo se hacía "la torta" —es la mezcla que se hace del mineral con el
cinabrio para separar la plata de las impurezas—. Se ponen los ingredientes molidos en el fondo de un tanque, se
agrega el agua y luego se meten mulas a dar vueltas para que con las patas hagan la mezcla. Periñón me explicó que
el cinabrio carcome los cascos de las mulas y los pies de los arrieros.
Esa noche, durante la cena, Periñón dijo que quería plantar ciruelos pero que ignoraba cómo cultivarlos. Cuando
terminamos, don Pablo nos llevó a la biblioteca y sacó de un estante el tomo de la "C" de la Enciclopedia. Allí
aparece, como es natural, todo lo que se sabe de ciruelas. Al hojear el libro encontramos el título que decía
"CAÑONES: su fabricación".
—Este es el libro que me hace falta —dijo Periñón.
Habló de copiar lo referente a ciruelas pero don Pablo no estuvo de acuerdo.
— ¡Qué copiar ni qué ojo de hacha! Te llevas el libro y en otra ocasión me lo das. Yo rara vez lo consulto.
Otra vez era lo que esperábamos pero se lo agradecimos.
En la última mañana que pasamos en Cuévano ocurrió un incidente importante. Estábamos en la mesa almorzando
con la familia Berreteaga cuando entró un mozo a decirle a don Pablo que acababa de llegar un corre urgente de la
ciudad de México. El intendente se levantó, se excusó y salió del comedor. Era un hombre alto, delgado, de brazos
muy largos. Cuando lo vimos entrar un rato después tenía una expresión que lo hacía verse más alargado y más viejo.
—Una noticia muy mala —dijo desde la puerta—. En Bogotá se ha formado una Junta y han declarado la
independencia de la Nueva Granada.
Las señoras gritaron. A Periñón y a mí la noticia nos cogió por sorpresa. El decía que yo me puse colorado, yo a él
lo vi desconcertado. Cuando nos repusimos fingimos estar, como los Berreteaga, consternados. Dijimos "qué
barbaridad", "qué locura", etc.
Más tarde, a solas con Periñón, me di cuenta de que la noticia nos había causado diferente efecto: yo estaba
contento porque era indicio de que otros hombres en otra parte pensaban igual que nosotros. Periñón, en cambio,estaba furioso:
— ¡Se nos adelantaron! —decía.
Ese día, más tarde, cuando íbamos a caballo hacia la salida vimos que por la acera, caminando hacia nosotros, iba
un militar chaparro, gordo y bigotón. Era el tambor mayor Alfaro. Pasó de largo, como si no nos conociera. A mí me
extrañó esta actitud y me molestó.
—Hace bien —dijo Periñón—. Hay que actuar como si no tuviéramos nada que ver con él.
Yo pensé y todavía pienso que nos podía haber hecho una seña.
Ya en el camino volvimos a detenernos en el balcón de la sierra desde donde se domina Cuévano.
— ¿Qué piensas de esta ciudad desde el punto de vista militar? —me preguntó Periñón.
Contestó algo que quizá afectó lo que iba a ocurrir después: —Es indefendible —dije—. No tiene remedio. Es una
ciudad que está a merced de quien la quiera ocupar.
(Periñón no alcanzó a saber completa la historia del tambor mayor Alfaro, que fue revelada veinte años después.
No se sabe qué fue lo que lo impulsó a traicionarnos. El día once de septiembre, es decir, tres días después de que lo
encontramos en la calle y pasó de largo, sin saludarnos, Alfaro habló con el coronel de su batallón y le dijo no
exactamente lo que había ocurrido en Ajetreo pero algo parecido: que Periñón, Ontananza y yo le habíamos ofrecido
el grado de coronel si agitaba entre la tropa y lograba que no opusieran resistencia cuando atacáramos Cuévano. No
dijo nada de los doscientos pesos. El coronel, alarmado, pidió una entrevista con el intendente durante la cual Alfaro
repitió su testimonio. Todo parece indicar que don Pablo no hallaba qué hacer. Por una parte le ha de haber costado
trabajo creer que Periñón y yo, que acabábamos de estar en su casa y que pretendíamos ser sus amigos, estuviéramos
al mismo tiempo planeando un levantamiento. Por otra parte, la noticia de Bogotá lo ha de haber tenido inquieto y
sobre aviso. Lo que hizo a continuación es signo de indecisión y de gentileza: reunió al Cabildo y expuso ante sus
miembros lo que Alfaro había dicho. Se levantó acta de la reunión en la que consta que las recomendaciones del
Cabildo fueron muy claras: que aprehendieran inmediatamente a Periñón y Ontananza y que mandara un mensaje al
corregidor de Cañada para que hiciera lo mismo conmigo. Ya con los tres presos se haría la averiguación con calma
para comprobar si era verdad o no lo que había dicho Alfaro. Al llegar a este punto, don Pablo Berreteaga nos hizo a
Periñón y a mí la última amabilidad. No siguió el consejo del Cabildo. En vez de enviar un destacamento, envió un
correo. Una carta al delegado en Ajetreo y otra al delegado en Muérdago: pidiéndoles que hicieran una averiguación
para ver si a su juicio era posible que Periñón y Ontananza estuvieran mezclados en alguna conspiración. En lo que a
mí respecta fue todavía más benigno: pasó por alto la sospecha y ni siquiera escribió a Cañada. Cuando supe esto
más agradecimiento sentí hacia don Pablo y más pena me dio lo que ocurrió después.)

Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora