REGRESE A CAÑADA EL DÍA 13, UNA TARDE TRISTE, llena de nubarrones. Dejé la yegua en el mesón y
me fui a mi casa. Lo primero que noté al entrar fue que los Aquino estaban otra vez viviendo en la corregiduría,
porque el perrito estaba en el mirador y me ladraba, furioso. ¡A mí, que estaba en el patio de mi propia casa!
Después supe que el marqués de la Hedionda había llegado intempestivamente, con invitados —en dos coches tan
grandes, me dijo Cecilia, que apenas podían dar la vuelta en la plaza—. Los Aquino tuvieron que hacer maletas a la
carrera y desocupar la casa de La Loma. Cuando llegué no los vi, Habían salido a la calle, nomás estaba el perrito.
Anduve un rato abriendo puertas y viendo que no se hubieran caído los techos. Después, como no había nada qué
comer y yo tenía hambre, fui a la hostería del Perdón. Como era deshora la taberna estaba desierta. Me senté en una
mesa y mientras esperaba que me calentaran un plato de sobras pasó a mi lado el licenciado Manubrio, que se detuvo
a decirme: —El presbítero está en las últimas.
Salió después a la calle y se fue por los portales, como solía hacer a esas horas, rumbo a la alcaldía, a jugar una
partida de ajedrez con Ochoa.
La noticia de Juanito no me alarmó. Pensé que sería otro soponcio. Era un hombre de un carácter tan bueno que
parecía inmortal. Yo tenía la idea de que Juanito iba a vivir eternamente desmayándose a cada rato.
Cuando acabé de comer y salí a la plaza vi a los Aquino que estaban cruzando la calle, afuera de la iglesia. Fui a su
encuentro.
—Acabamos de ver a Juanito —dijo Carmen, después de los abrazos—. Está fatal.
Ella parecía triste y estaba preocupada, cosa natural en quien ha visto un amigo querido enfermo de gravedad.
Diego estaba demudado, tartamudeaba, no hallaba para dónde jalar, Carmen me pidió que los acompañara a su casa y
acepté. Nos sentamos en la sala y al poco rato Diego se trabó.—Tiene el alma en un hilo —susurró Carmen mientras su marido estaba "ausente".
Cuando volvió en sí Diego se veía agotado. Dijo que iba a "reposar". Se despidió y se fue con el perrito. Carmen y
yo nos quedamos solos.
—Juanito —me dijo Carmen— quiere renunciar a la Junta.
Me explicó que el enfermo los había hecho entrar en su recámara a solas para decirles que había recapacitado, que
se había convencido de que la revolución que se avecinaba no iba a ser como Diego la había pintado, sino terrible,
iba a causar gran mortandad. Se arrepentía de haber participado en la conjura y se sentía responsable de los desastres
que iban a ocurrir. Yo no entendía bien el problema.
—Si Juanito se arrepiente de haber entrado en la conspiración —dije— y quiere renunciar a la Junta, déjenlo que
renuncie.
Carmen aclaró:
—No es que Juanito nos vaya a hacer falta. Es que puede delirar delante de gente que no es de confianza. Hay otro
peligro peor: si, como parece, le va a ser cargo de conciencia haber pertenecido a la conspiración, puede darle por
confesar.
Dormí mal esa noche.
Pasé el día siguiente en el cuartel. Un rato largo lo dediqué a escribir el parte: había que decir quiénes eran los
hombres que había reclutado, cuántos eran, cómo se llamaban, de dónde venían y en qué fecha habían ofrecido
presentarse en el cuartel listos para incorporarse a filas. Muchas mentiras conté. El coronel Bermejillo quedó
satisfecho de la manera en que yo había cumplido la misión y hasta me felicitó. Después pasé revista al personal de
la batería, los hice enganchar los armones y cargar y descargar las piezas. Corregí dos o tres malas mañas que mis
soldados habían adquirido durante mi ausencia. Al medio día comí la bazofia que nos servían a los oficiales cuando
por necesidad nos quedábamos a comer en el cuartel. Estaba terminando cuando entró en el comedor Adarviles, que
fue a sentarse a mi lado.
—Dice Diego —me dijo muy serio cuando desdoblaba la servilleta— que al presbítero Concha le ha dado por
renunciar a la Junta.
Cuando Carmen me había dado aquella noticia la noche anterior me pareció natural, pero cuando supe que Diego
se la había dado a Adarviles me pareció una indiscreción si no imperdonable, cuando menos innecesaria.
— Yo creo, capitán —dije—, que esto que acaba usted de decir es algo que no conviene divulgar.
El dijo que por supuesto, no pensaba andar contándolo, que me lo había dicho a mí porque éramos compañeros de
armas. Lo dejé comiendo sopa con aire sombrío.
Cuando salí del cuartel de Las Arrepentidas decidí ir a visitar a Juanito. Antes de llegar a su casa comprendí que no
se había mejorado: había tres ratas de sacristía susurrando en el atrio, una docena en los corredores del claustro, en el
recibidor había un gentío, las monjas del Divino Verbo estaban rezando una oración especial para abogar por los
enfermos, alguien había encendido un cirio pascual —mala señal, me explicaron después: se enciende para pedir a
Dios que devuelva la salud al moribundo o bien que se lo lleve a la Gloria—. Vi a varios conocidos, pero ni a Diego
ni a Carmen. Adarviles estaba parado en un rincón, con el ceño fruncido. Pregunté por Juanito.
—Lo está viendo el doctor —me dijo Cecilia.
Al poco rato se abrió la puerta del cuarto donde estaba el enfermo y salió don Benjamín Acevedo. Parecía sereno.
Cuando le pregunté cómo estaba Juanito creí que iba a contestarme "mejor". No fue así:
—Le puse una cataplasma pero no le sirvió de nada —me dijo.
Luego le hizo una seña al padre Pinole quien evidentemente la estaba esperando, porque se puso una estola y entró
por la puerta que don Benjamín había dejado entornada.
—Ya se está confesando —dijeron las beatas entre susurros. Algunas lloraron.
No vi a qué horas se fue Adarviles, pero la siguiente vez que me acordé de él y lo busqué con la mirada ya no
estaba en el recibidor. Esto ocurrió antes de que el padre Pinole volviera a entrar con el Viático en donde estaba
Juanito. Poco después las monjas rezaron el Dies trae. Yo me quedé hasta que volvió a aparecer el padre Pinole y nos
dijo:
—Ya se murió. Han de haber sido las ocho y media.
Crucé la plaza y fui a la corregiduría a avisarle a los Aquino..
— ¿Por qué no nos avisaste que estaba tan malo? —me preguntó Carmen—. Sabías que es tan importante para
nosotros.
Los dos parecían "sentidos". Como si por mi culpa hubieran perdido los últimos momentos de Juanito. Ellos
habían estado en su casa en la tarde y habían salido con la impresión de que estaba "mejorcito" y que iba a pasar la
noche. ¿Confesó? —preguntó Diego.
— Confesó.
Diego se descompuso. Carmen fue a vestirse de luto para ir al velorio. El rato que siguió, mientras la esperábamos
en la sala, fue bastante lúgubre. Diego se quejó de que varios habíamos fallado. Juanito, el primero, luego, Periñón:
si hubiera estado presente, Juanito se hubiera confesado con él y a esas horas ya sabríamos qué era lo que había
dicho; en tercer lugar yo, por no haberles avisado a tiempo.
—Si a recriminaciones vamos —dije—, Adarviles no tenía por qué enterarse de lo que le dijiste.
— ¿Qué le dije a Adarviles?
—Que Juanito quería renunciar a la Junta.
—Eso no tiene ninguna importancia—dijo Diego.
Al rato Carmen apareció hecha una Virgen de la Soledad, íbamos bajando la escalera cuando llamaron a la puerta.
Diego abrió. , Era el padre Pinole.
—Buenas noches —dijo y se quitó el sombrero.
Traía una cara solemne y larga, del tamaño de la noticia que venía a dar. Los tres que estábamos en la casa tuvimos
un susto.
—¿Pero para qué se molestó en venir, padre —dijo Carmen—, si ahorita íbamos para allá?
—Quisiera hablar con don Diego —dijo el padre.
Con esa frase nos dejó más trastornados que antes.
—Pásele, padre —dijo Diego.
Cuando acordé ya tenía el sombrero del padre Pinole en la mano. No sé por que a Diego le dio por recibir al otro
en su despacho, pero por más que se buscaba en las bolsas no encontraba la llave. Carmen intervino:
— Lleva al padre a la sala, Diego.
Subimos los cuatro la escalera, Diego y el padre Pinole entraron en la sala y cerraron la puerta, Carmen y yo
fuimos a sentarnos en las sillas del comedor. El rato que siguió me pareció eterno.
(El padre Pinole le dijo a Diego que Juanito había confesado haber pertenecido a una conspiración que tenía por
fines levantarse en armas, tomar el poder, declarar la independencia de la Nueva España y gobernarla. El penitente
había recapacitado y comprendido que el levantamiento iba a producir una revolución sangrienta de la cual era en
parte responsable. Se arrepentía de haber pertenecido a la conspiración y le pedía perdón a Dios Nuestro Señor por
los males que su acto pudiera acarrear. El padre Pinole le había dado la absolución. Juanito no había mencionado los
nombres de los demás conjurados, pero el padre Pinole, que sabía cuáles eran las amistades del difunto, había
deducido inmediatamente que la conspiración a la que éste había pertenecido no podía ser otra cosa que la tertulia de
la casa del Reloj. Había ido a ver al corregidor para decirle que estaba enterado de la conspiración, pero que no
tuviera pendiente, porque de boca de él, Pinole, no iba a salir palabra que la comprometiera.
(La declaración del padre Pinole fue tan directa que Diego optó por no pretender ignorar la existencia de una
conjura. Aceptó estar complicado en ella y agradeció al padre Pinole el silencio que le ofrecía.
(Ya que terminaron de hablar y se levantaron de las sillas, el padre Pinole miró a su alrededor y comentó: "qué sala
tan elegante, no había tenido oportunidad de estar en ella". Como es natural Diego le contestó que las puertas de la
corregiduría estarían siempre abiertas para recibirlo. Ni uno ni otro sabían que aquella sería la primera y la última
vez que el padre Pinole entraría en casa de los Aquino.)
Desde el comedor Carmen y yo oímos las voces de los que salían de la sala, bajaban la escalera y se despedían en
el vestíbulo. Cuando oímos el golpe del portón de la calle al cerrarse, salimos al corredor. Al llegar al principio de la
escalera vimos que Diego venía subiéndola de tres en tres peldaños. Parecía satisfecho.
— ¡Estamos salvados! —dijo cuando llegó al corredor.
Relató la entrevista con el padre Pinole y la promesa que éste había hecho. Terminó diciendo:
— ¡Pobre Juanito! Fue muy indiscreto. De milagro no nos causo ningún mal. Dios lo reciba en la Gloria.
Diego se había tranquilizado y yo también, pero Carmen fue de otra opinión.
—No entiendo por qué están contentos —dijo—. El secreto que hemos guardado con tanto cuidado está en boca
del chismoso más grande que hay en Cañada.
Diego se defendió:
—Carmelita, acuérdate de que es un sacerdote y de que me dio su palabra de honor.
Carmen dijo que si el padre Pinole había violado el secreto de la penitencia nomás por decirle a Diego "que no
tuviera pendiente", podía violarlo cien veces nomás por contar un chisme.
Era un pensamiento inquietante pero Carmen tenía razón. Mejor dicho, parecía que la tenía. Por un momento
pareció que Diego iba a volver a descomponerse pero afortunadamente se serenó. Entramos otra vez en la sala y estuvimos discutiendo lo que convenía hacer.
El consejo de Carmen era riguroso: había que actuar como si la conspiración hubiera sido descubierta o estuviera a
punto de serlo: es decir, había que dar aviso a todos los conspiradores, ponerlos sobre alerta y precipitar el
levantamiento.
Era un consejo propio de una mujer, quien, en caso de levantamiento, no tenía más que hacer que esperar los
resultados. A mí en cambio, ninguna gracia me hacía subir al cerro del Tecolote a aquellas horas para bombardear el
cuartel. Por esta razón apoyé a Diego que era de opinión de que había que actuar con prudencia.
—Es posible que Pinole vaya a contar el chisme, pero también es posible que no lo cuente. Conviene entonces
hacer algo que se acomode a los dos casos.
Fue el plan más ambicioso que Diego hizo en su vida. Lo expuso así:
—Yo soy el corregidor. Viene Pinole a decirme que Juanito, antes de morir, dijo algo de estar mezclado en una
conspiración. ¿Qué hago? Consulto con los notables. El primero, el alcalde, que es la autoridad más alta en Cañada
después de un servidor. "Óyeme, Ochoa", le digo, "me llegó este chisme, ¿has oído tú algo de eso?" Que no. Allí se
acaba la historia. Que sí, que ya oyó decir que hay una conspiración en Cañada. Muy bien. Vamos a investigar Yo
dirijo la investigación y, por supuesto, no encuentro nada. Yo hago como que cumplo con mi deber, averiguamos si
Pinole ha sido indiscreto y acabamos con cualquier sospecha que haya sobre nosotros.
Parecía tan buena idea que hasta Carmen la aceptó.
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Los pasos de López
Historical Fictionotra vez es para mi tarea, es un libro de historia de México ;v;