24

7 0 1
                                    

DURANTE DOS MESES CUARTANA FUE NUESTRA SOMBRA: a veces se adelantaba, otras iba detrás, pero
nunca se despegaba. Quisimos ir a Huetámaro: allí estaba Cuartana. Volvimos a rodear la ciudad e hicimos camino a
Cañada: la encontramos defendida y Cuartana iba pisándonos los talones. Regresar a Cuévano, ni pensarlo.
Atravesamos el Plan de Abajo con Cuartana por detrás, íbamos de un lado a otro buscando un refugio en vano:
tomamos varias ciudades, nos recibían a balazos y a los dos o tres días teníamos que desalojar porque llegaba
Cuartana. Entramos en la región de Mezcala: Cuartana nos siguió.
íbamos de un lado a otro perdiendo gente. El Ejército Libertador se estaba desbaratando. Mandábamos una partida
a hacer un reconocimiento: no la volvíamos a ver; dejábamos un destacamento a cubrirnos la retaguardia: nunca nos
alcanzaba.
—Al próximo que deserte —propuso Ontananza a los jefes—, lo seguimos, lo alcanzamos y lo pasamos por las
armas, para poner el ejemplo
Aldaco y yo estuvimos de acuerdo, Periñón se opuso.
— ¿Cómo vamos a fusilar a alguien porque deserta? Hacen bien. Es lo que haríamos nosotros si no estuviéramos
metidos en esto hasta el cogote. Cada hombre que se nos va es un cargo de conciencia que se me quita.
Las avanzadas de Cuartana nos hostilizaban constantemente. Nos atacaban, les respondíamos, se retiraban, no los
seguíamos, volvían a atacarnos, etc.
—Lo que no entiendo —dijo Aldaco una noche es por qué no nos ataca en forma y nos hace pedazos de una vez.
Estuvimos discutiendo y llegamos a la conclusión de que estaba esperando que perdiéramos más gente y
llegáramos a un lugar propicio para sacrificarnos, cosa que no iba a tardar en ocurrir.
—No hay que esperar —dijo Periñón.
Propuso "aligerar": dispersar la tropa y nosotros huir llevando nomás lo indispensable —las familias—, con la
esperanza de dejar atrás a Cuartana hasta que nos perdiera de vista. Discutimos, pero en el fondo los cuatro
estábamos de acuerdo en que aquella guerra estaba perdida, que no había caso de hacer otra matanza y que si
queríamos la independencia lo que teníamos qué hacer era ponernos a salvo para empezar otra vez desde el principio.
No perdimos tiempo. Fuimos despertando a la tropa en grupos, que se acercaban a la fogata en donde Periñón les
decía:
—Váyanse a sus casas, muchachos, y estense muy calladitos. Cuando vuelva a necesitarlos para luchar por la
independencia, les aviso.
Abrió los cofres y repartió casi todo el dinero que había en ellos.
Cuando amaneció, en el campamento no quedábamos más que los jefes, las familias, los coches y "el Niño".
Abandonamos "el Niño" y nos fuimos hacia el norte con los coches.
Pasamos por Salto de la Tuxpana, por Mexcalapa, por Huantla. La división de Perote fue quedándose atrás, hasta
perderse en lontananza. Llegamos a Las Lajas, una región en donde nadie nos conocía. No sabían ni siquiera que
había habido revolución. Seguimos siempre yendo hacia el norte, atravesamos un desierto en el que no crecían más
que yucas. Al final del desierto estaba la sierra de Las Agujas. Al poco andar encontramos un arroyo y, junto al
arroyo, el primer encino. Nos detuvimos a descansar tres días.
Al atardecer del tercero llegó un hombre a caballo. Parecía un ranchero.
—Busco al señor cura Periñón —dijo.
— Soy yo —dijo Periñón.
El hombre le entregó un sobre lacrado, que Periñón abrió. Al pie de la página firmaba Adarviles.
"Hermanos", decía la carta:
"Ustedes han de creer que los traicioné, pero no fue así. Mis soldados me hicieron prisionero y me entregaron a los
españoles. Por fortuna pude escapar. Ya les platicaré cómo fue. Por lo pronto les digo que estoy en la hacienda del
Ojo Seco. Vénganse a descansar unos días y después juntos volveremos a luchar por la independencia."
Discutimos dos horas. Ellos trataron de convencerme de que lo que decía aquella carta podía ser verdad. Estaban
asoleados, cansados de andar huyendo, pensaban en las familias que habían pasado incomodidades, era natural que
quisieran ir a pasar unos días en una hacienda. Yo no tenía familia y por eso no creí lo que decía la carta.
—Adarviles nos traicionó una vez y volverá a traicionarnos —dije—. A esa hacienda no voy.
No pudieron convencerme ni pude convencerlos, optamos por separarnos. Lo hicimos de buena manera, sin pleito.
Dijimos que en unos días volveríamos a encontrarnos, pero nos despedimos de abrazo. Cuando fue el turno de
Periñón, me confesó:
—Voy a la hacienda del Ojo Seco porque ya quiero que acabe pronto esta historia.
Ellos subieron en los coches y yo monté en la yegua, ellos se fueron hacia el poniente y yo seguí hacia el norte,
hacia Nacogdoches. No volví a verlos.
Dicen que al llegar a la hacienda del Ojo Seco, Adarviles los estaba esperando en el patio y que los recibió
cariñoso. Parece que platicaron, cenaron y que después se acostaron. Ya estaban dormidos cuando llegaron "los
hombres". Los separaron de sus familias —a Periñón, de sus sobrinas— y, amarrados los sacaron al patio, en donde
ya estaban esperando tres coches. Hubo entonces una última trifulca y Ontananza ganó una pequeña victoria: parece
que trató de escapar, para evitarlo, un oficial disparó una pistola y la bala fue a dar, sin querer, a la frente de
Adarviles, que murió en el acto.
Después los tres amigos fueron separados. Periñón fue llevado a Horcasitas, Ontananza a Mezcala y Aldaco a
Pedrones —tres ciudades en donde nuestras ideas nunca tuvieron eco y en donde nuestros hechos no fueron
aplaudidos—. Los juzgaron por separado, pero los tres fueron condenados y murieron rayando el sol.
El juicio de Periñón duró seis meses, los fiscales fueron el licenciado Manubrio y el obispo Begonia, quienes lo
acusaron, respectivamente, de veintiséis delitos civiles y treinta y dos eclesiásticos —todos múltiples—. El tribunal
lo encontró culpable de todo. Pero no paró allí la cosa: querían que se arrepintiera de lo que había hecho y que
firmara un acto público de contrición.
Dicen que Periñón preguntaba:
—Si ya me condenaron, ¿para qué quieren que me arrepienta?
—Para poder darte la absolución, Domingo —contestaba el obispo Begonia.
—No me interesa.
No firmaba y por eso duró seis meses el juicio.
Dicen que en las noches jugaba baraja con el licenciado y el obispo, que iban a visitarlo en la cárcel. Jugaban Paco
Chico. Periñón ganó trescientos reales que le regaló al carcelero. Por fin, el veintisiete de agosto dicen que dijo:
—Tráiganme en la mañana el acto de contrición, y lo firmo.
El veintisiete, en la madrugada, le llevaron el escrito. Dicen que lo leyó cuando estaba desayunando y cuando terminó el chocolate, firmó. Después lo llevaron a un basurero y lo fusilaron.
En el lugar donde escurrió su sangre, dice la gente, nació una mata de ese nopal chiquito que da flores rojas y se llama "periñona"

Dieciséis años pasaron antes de que alguien se diera cuenta de que, en el acto de contrición que le llevaron,
Periñón, en vez de firmar, escribió nomás "López".

Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora