PERIÑON FUE EL PRIMERO EN VISITARME EN LA CASA del aguacate. Reconocí los cuatro golpes
pausados, abrí la puerta y lo vi parado en la calle de tierra, sin sombrero, con la vara de espantar perros y el capote
enlodado, porque acababa de llegar a Cañada.
—Yo voy a ser tu padrino —me dijo muy serio, antes de entrar, como para explicar su presencia.
Quise enseñarle mi casa nueva y él aceptó de buen grado. Me siguió por los cuartos dócilmente pero sin poner
mucha atención. Se apoyó en una mesa que temblaba, jaló una silla a la que se le desprendía el respaldo y cuando
fuimos a la ventana para que yo le enseñara el valle, él recogió polilla con el dedo y se quedó mirando la yema.
—Dentro de un rato —me dijo— vamos a participar en una ceremonia que te va a parecer un poco rara, por no
decir ridícula. Pero no vayas a reírte ni hacer ningún comentario burlón, porque fue ideada por Diego y Ontananza y
ellos la toman en serio.
Fue el día de mi investidura como miembro de la Junta de Cañada.
Como había ocurrido la vez anterior el portón de la casa del Reloj estaba cerrada, Periñón llamó y el mozo nos
abrió inmediatamente. No había nadie en el patio, nadie en las escaleras, nadie en los corredores, la puerta del "salón
del candil de prismas" estaba cerrada. Periñón dio con el puño otros cuatro golpes pausados. Alguien preguntó desde
adentro:
— ¿Quién llama a nuestras puertas?
Era la voz de Ontananza, impostada, casi irreconocible. Periñón contestó con voz natural:
—Un hombre que quiere pertenecer a la Junta y un amigo que lo respalda.
Pasó un momento, como si adentro hubiera consulta, luego oímos la voz de Diego, lejana, que decía:
—Abridles.
Lentamente se abrieron las dos hojas de la puerta y apareció el portero: era Ontananza de bicornio emplumado y
capa dragona. Nunca lo había visto tan elegante. Ordenó a Periñón: —Conducid al aspirante ante la Junta.
Periñón y yo avanzamos cuando las puertas se cerraban a nuestra espalda. Diego nos esperaba de pie ante un
cojincito morado, detrás de él estaban los demás en grupo compacto: todos de negro, Carmelita y Cecilia de mantilla
y los hombres de sombrero. Las ventanas del salón estaban cerradas, los oscuros echados, las cortinas corridas y
todas las luces del candil encendidas. Hacía un calorón. Periñón hizo que yo me parara ante el cojincito, frente a
Diego, quien me estaba mirando de arriba abajo.
— ¿Que no trajiste tu espada? —me preguntó en un susurro. En el mismo tono le contesté:
—No, ¿por qué?
Periñón se dio una palmada en la calva.
— ¡Se me olvidó decirle que la trajera! —dijo.
Hubo que descolgar de la pared un sable que había sido del padre de don Emiliano Borunda.
—Hincaos —me dijo Diego, señalando el cojincito morado. Hizo que yo pusiera la mano en la empuñadura del
sable que Periñón sostenía a medio desenvainar y luego me hizo jurar, si mal no recuerdo, guardar lealtad eterna a la
Junta "y a cada uno de sus miembros", no revelar jamás lo que se tratara en las reuniones y librar a mi Patria del
yugo español. Cumplí mal ese juramento pero otros lo cumplieron peor.
Cuando terminé de jurar Diego desenvainó el sable con una floritura y me dio un espaldarazo en el hombro.
—Levántate independiente, Matías Chandón —me ordenó.
Carmelita fue la primera en abrazarme.
—Bienvenido a la Junta del Reloj —me dijo.
Diego la regañó.
—Quedamos en que se llamaba Junta de Cañada —le dijo apretando los dientes.
Ella le echó una mirada venenosa.
—Da igual —dijo y me dio el abrazo.
Era parte del ritual. Uno por uno los miembros de la Junta fueron a donde yo estaba y me dieron la bienvenida a la
Junta y un abrazo. Fue la primera vez que abracé a Cecilia Parada, hoy mi esposa.
Todos acabamos sudando. Los demás se quitaron los sombreros y las mantillas, Ontananza, la capa dragona,
apagaron la mayoría de las velas que había en el candil de prismas, pero no abrieron ni ventanas ni puerta. Diego,
Ontananza y Periñón presidieron la reunión que siguió desde una mesa, en un ángulo de la cual se sentó el joven
Manrique con papeles, tintero y plumas; los demás nos sentamos en sillas que pusimos frente a la mesa. Yo iba a
sentarme en una que estaba junto a Cecilia Parada cuando Carmelita ordenó:
—Ven a sentarte a mi lado, Matías.
Cuando nos acomodamos, el joven Manrique sacó una lista de los asuntos que había que tratar y leyó:
—Machetes.
El señor Borunda informó que el hombre que los hacía había prometido cien y nomás le había entregado sesenta.
—Propongo que busquemos otro abastecedor —concluyó— porque el tiempo se va como agua.
Los demás parecían de acuerdo pero ninguno sabía decir dónde conseguir en Cañada los cuarenta machetes que faltaban. Aldaco dijo:
—Yo conozco un cuchillero de confianza en Muérdago.
—Recuerdo que Borunda aceptó que Aldaco mandara hacer los machetes en Muérdago y que luego hubo una
discusión en que intervinieron varios y que yo no entendí. Quizá porque estaba recién llegado, pero más bien
sospecho que no se dijo todo lo que había que decir. Ahora sé que el problema estaba en que nadie se atrevía a llevar
los machetes de Muérdago a Cañada. Pero estoy seguro de que en aquella reunión nadie confesó tener miedo ni se
dijo que había un riesgo ni se pronunciaron las palabras "ronda aduanal". Se aprobó el cuchillero y se dejó pendiente
el transporte.
—Ya veremos después —dijo Diego y le hizo seña al joven Manrique de que leyera el siguiente punto:
—Balas para mosquete.
El señor Mesa se puso de pie e informó:
— La producción está suspendida desde hace una semana por falta de plomo.
El doctor Acevedo intervino:
—Como tesorero de la Junta es mi deber anunciar que no hay plomo porque ya se acabó el dinero.
—Yo pongo cincuenta pesos —dijo Periñón y los puso sobre la mesa.
Cecilia Parada se metió la mano entre los pechos y sacó una bolsita.
—Mi papá manda doscientos —dijo.
El presbítero Concha dio un suspiro y treinta pesos, yo no llevaba nada, los demás dieron lo que pudieron —Diego
y Carmelita, diez pesos—, el doctor Acevedo juntó el dinero, puso una parte en un cofre y entregó el resto al señor
Mesa, con el encargo de que comprara más plomo.
—Tratos con cabecillas —leyó el joven Manrique.
Periñón informó que había ido a la sierra de Güemes y hablado con un bandolero apodado "el Patotas". El asunto
que habían tratado era cortar el camino real que une Cañada con la ciudad de México. El Patotas se había
comprometido a hacerlo cuando Periñón se lo ordenara.
— ¿Pero el Patotas qué gana? —quiso saber Juanito. Se vio claro que la pregunta no le caía bien a Periñón. —Se
conforma con lo que recoja —dijo.
— ¿Lo que recoja de qué?
—Lo que le quite a la gente que pase —explicó Periñón.
Juanito se puso más pálido que de costumbre y se levantó para decir:
—Protesto. Si esta Junta entra en tratos con bandoleros será para mí un cargo de conciencia pertenecer a ella.
Periñón y Ontananza trataron de hacerle ver que cortar el camino real era una necesidad estratégica y que el único
que podía llevar a cabo esa acción era el Patotas, que tenía cuarenta hombres armados. No lo convencieron. Entonces
Diego intervino:
—Olvidan ustedes, señores, que este asunto que estamos tratando no es más que precaución. Un recurso al que no
vamos a recurrir más que en caso de necesidad extrema. Dios mediante no necesitaremos usar ni al Patotas, ni las
balas para mosquete ni los machetes. La independencia de la Nueva España va a lograrse por medio de un acto
pacífico y perfectamente legal. Bastará con redactar un documento y firmarlo. Después daremos a conocer el suceso
en todo el país por medio de bandos y yo estoy convencido de que será recibido con beneplácito por la mayoría de la
población. El verdadero problema que tendremos entonces será el de formar un gobierno.
No me convenció a mí y probablemente no convenció a nadie, pero la protesta de Juanito quedó en suspenso y
pasamos al siguiente punto:
—Instrucciones para el día del "cordonazo".
Ontananza era el "jefe de las operaciones militares". Había escrito en hojitas, que nos entregó, las instrucciones
que cada quien había que seguir. En un pliego aparte tenía el plan general de la operación, que fue lo que leyó.
Puesto a grandes rasgos consistía en lo siguiente: el día tres de octubre, es decir, la víspera del cordonazo, el capitán
Aldaco con el escuadrón a su mando y los señores Borunda y Mesa con los doscientos hombres que decían que
tenían, se iban a reunir en el cerro del Meco en donde iban a permanecer en reserva, listos para acudir "a donde hicie-
ra falta". En la mañana del día cuatro, Periñón, con cien hombres, armados iba a tomar Ajetreo, Ontananza, con su
escuadrón, tomaría Muérdago, Adarviles, con su compañía apostaría tiradores en la torre de San Francisco y ocuparía
la alcandía, los correos y el depósito de tabaco, haciendo presos a los empleados. Mientras tanto, yo, con la batería,
iría a los Balcones y bombardearía el cuartel de las Arrepentidas.
"El primer disparo —decía la instrucción —deberá hacerse al sonar la primera campanada de la misa de seis y no
deberá suspenderse el fuego hasta que se rinda la tropa que está en el cuartel."
—Pero apenas ocurra esto —dijo Diego— acuérdense todos de que tienen que ir a la corregiduría para que firmemos el acta de la proclamación de la independencia.
Esa noche no pude dormir y al día siguiente, cuando Periñón fue a mi casa a despedirse, le expuse mis dudas:
—Las instrucciones que me dio "Luis" suponen que los que están en el cuartel, que serán más de cien, con
oficiales veteranos, van a quedarse quietos esperando a que yo acabe de bombardearlos, ¿pero qué pasa si en vez de
eso, salen del cuartel y me atacan en los Balcones?
Le expliqué lo elemental: toda artillería debe tener un piquete de infantería de apoyo.
—Dile a Luis —me aconsejó Periñón— para que él disponga que alguien te dé esa protección.
Pero nunca dije nada, porque no quería que "Luis" pensara que yo era un cobarde.
Estábamos dando vueltas en el patio de mi casa. Periñón se agachó y recogió un aguacate.
— ¿Tú crees —le pregunté— que la proclamación de la independencia va a ser tan fácil como la pinta Diego?
—Va a ser tan fácil —dijo Periñón abriendo el aguacate y viendo que estaba podrido— como quitarle una tortilla a
un perro.
Entonces lo oí decir por primera vez:
—Mientras los españoles no se vayan o sean enterrados no vamos a quedar en paz.
Tiró el aguacate lejos y recogió otro. Yo dije:
—Si el capitán Adarviles es miembro de la Junta y también lo fue del jurado que me examinó, ¿por qué no estaba
con ustedes aquella noche que fueron a la casa de La Loma a conocerme?
Periñón miraba con detenimiento la fruta podrida que tenía en la mano. Dijo:
—La Junta es como un aguacate: tiene cascara, carne y hueso. La cascara son los soldados de tu batería, los
feligreses de mi parroquia, los doscientos hombres que dicen que tienen Borunda y Mesa. La carne son los que van a
la casa del Reloj. Unos días ensayan una comedia, otros traman una revolución, pero siempre creen que dirigen la
música. Saben que hay cascara pero no que hay hueso. El hueso fue lo que conociste aquella noche: Ontananza y
Aldaco, Diego y Carmelita, Juanito y un servidor.
Dicho esto tiró el aguacate y se limpió los dedos con un pañuelo colorado.
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Los pasos de López
Historical Fictionotra vez es para mi tarea, es un libro de historia de México ;v;