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A JUANITO LE GUSTABA DESCRIBIR LA FIESTA DEL Carmen según se celebraba en Cañada. Los
vecinos del barrio de ese nombre, decían, que era uno de los más pobres, la preparaban durante seis meses.
Nombraban mayordomos, que eran los encargados de juntar el dinero, contratar el cohetero, comprar el pulque y
escoger a los dieciséis hombres que habían de cargar las andas. Como las campanadas del reloj del señor Borunda no
alcanzaban a oírse en el barrio del Carmen, los mayordomos se guiaban por las estrellas. Cuando la cabeza de Orion
se ocultaba tras el cerro del Tecolote —más o menos las cuatro de la mañana—, sonaban las campanas de la capilla,
tronaban tres camarazos y la procesión se ponía en movimiento. Había en ella chirimías, tambores, cascabeles,
danzantes, "locos" —unos muchachos vestidos de fachas que hacían bromas a expensas de los espectadores—,
coheteros, hombres cargando pellejos de pulque, mujeres llevando cazuelas, etc. La procesión iba por la ladera del
cerro hasta llegar a La Loma, bajaba al centro, a la iglesia, "para que María Santísima le diera los buenos días a San
Francisco". Cinco bandas de música tocaban las "mañanitas" en el atrio. Cuando esta formalidad terminaba empe-
zaba la verdadera fiesta: la procesión se iba a los barrios que había en la orilla de la ciudad y visitaba once en el día.
En el atrio de cada iglesia estaban esperándola los vecinos, con comida, bebida y música. Compartían lo que tenían
con los que iban llegando, que a su vez les ofrecían el pulque de los pellejos y la comida de las cazuelas. La
procesión —y la fiesta— terminaban en la madrugada siguiente, en el punto de partida.
—Siempre hay, cuando menos, un muerto —decía Juanito y agregaba—, pero no te apures. Esta es la fiesta de los
pobres. A la que tú asistirás y yo también es menos peligrosa y más aburrida. Comenzó a las nueve en la iglesia, con
misa de tres padres. En las bancas estábamos lo mejorcito de Cañada. Carmen, por ser la festejada, estaba mero adelante en la iglesia, con Diego a su lado, hincados en unos reclinatorios llenos de moños como si fueran a volver a
casarse. Seguían tres bancas llenas de españoles importantes —como el alcalde Ochoa— o ricos. En la cuarta estaban
los criollos decentes —Borunda con su familia, Cecilia con su papá—, en la quinta estábamos Ontananza, Aldaco y
yo, en la sexta se sentaban, entre otros, el señor Mesa y el joven Manrique, y así, en orden decreciente en
importancia social hasta llegar a la que vendía veladoras en la mesita. La iglesia estaba irreconocible. No había
agujero en que el padre Pinole o las monjas del Divino Verbo no hubieran metido un ramo de flores o una vela
encendida. El obispo Begonia llegó a Cañada a tiempo para oficiar con Periñón y Juanito. El padre Pinole tuvo que
conformarse con ser jefe de los acólitos.
No recuerdo misa más larga. El obispo echó un sermón que parecía que nunca se iba a acabar. Varios fieles se
hincaron, pusieron la cabeza entre las manos, como si estuvieran haciendo un examen de conciencia y se quedaron
dormidos. Lo mismo creímos que le había pasado a Juanito un rato más tarde, cuando el padre Pinole fue a echarle
incienso. Se quedó sentado en la silla, con los ojos cerrados y no contestó como debía. Más tarde, cuando era su tur-
no de sostener el misal y no se movió de la silla, Periñón comprendió que se trataba de otro soponcio. No hizo
aspaviento. Con una seña bastó para que el padre Pinole y el sacristán se llevaran cargando al enfermo mientras los
otros dos oficiantes seguían diciendo la misa. Ontananza, Aldaco y yo nos levantamos y fuimos a la sacristía. Ya las
monjas del Divino Verbo estaban desvistiendo a Juanito y dándole a oler alcanfor. Cuando abrió los ojos le
preguntamos:
— ¿Cómo te sientes?
Fue la única vez que no contestó "divinamente".
—Regular.
Pasada la bendición, Carmen salió al atrio y los demás fuimos a felicitarla por ser el día de su santo. Cuando fue mi
turno después de hacer una cola muy larga, le di el abrazo, ella me dio un apretón y me dijo:
—Vente a almorzar a la casa.
Fueron más de cien los invitados.
—Es día —dijo Aldaco que el marques de la Hedionda echa la casa por la ventana en ausencia.
El coche de los Aquino o, mejor dicho, el que era del marqués y ellos usaban cuando estaban de temporada en la
casa de La Loma, fue el primero en salir de la plaza, llevando a Carmen, a Diego y al obispo Begonia. Apenas dieron
vuelta en la esquina empezó la confusión, porque todos los demás trataron de salir en segundo lugar. Era día en que
en Cañada todos los ricos iban a la iglesia en coche, aunque vivieran a media cuadra. Durante un rato los coches se
apretujaban, los caballos se paraban de manos, relinchaban, los chicotes tronaban, las defensas se enredaban, una
rueda arrancó un pedazo de argamasa en la esquina y el aire se cargó con todas las maldiciones que no se dijeron. Por
fin, poco a poco, los coches fueron saliendo y al llegar a la cuesta la ascendieron con dignidad, dando un espectáculo
muy bonito a todos los que no habían sido invitados, que eran una multitud.
Ontananza, Aldaco, Juanito, Periñón y yo tuvimos que esperar en el atrio a que el coche de los Aquino regresara a
recogernos. Juanito se veía peor que nunca.
— ¿No será mejor que no vengas? —preguntó Periñón. —Si no fuera por la comida no iría.
— ¿Por qué no haces que don Benjamín te dé un remedio para el soponcio? —preguntó Ontananza.
—Porque sería igual que pedirle una medicina a un burro.
El coche de los Aquino llegó y lo abordamos, íbamos dando la vuelta en la esquina de los portales cuando vimos a
dos hombres que estaban allí parados. Eran el señor Mesa y el joven Manrique. Periñón hizo que el coche se
detuviera.
—Vénganse con nosotros —les dijo—. Si nos apretamos, cabemos.
El señor Mesa dijo que muchas gracias pero que él iba a almorzar en su casa donde lo estaba esperando su familia.
El joven Manrique se quedó tieso.
—Venga usted —le dijo Periñón.
El joven se puso rojo.
—Es que no he sido invitado.
—Hombre, no importa —dijo Juanito—. Nosotros lo invitamos en este momento.
—Anda, ve con ellos —aconsejó el señor Mesa. El joven Manrique no se movió.
—Les agradezco, señores —dijo—. Pero creo que la señora Carmelita ha expresado el deseo de no verme en su
casa al no invitarme ella misma cuando fui a felicitarla en el atrio.
Tenía razón, pero nosotros tratamos de hacerle ver que no la tenía, que exageraba, le dijimos, que una cosa es un
olvido y otra muy diferente un rechazo. No lo convencimos, nos despedimos y seguirnos nuestro camino. Hablamos
de otras cosas. Al llegar a la casa de La Loma alcancé a ver, a lo lejos, la figurita del joven Manriqxue, que seguía parado en la esquina de los portales.
(Años después supe que a los pocos días de este incidente el joven Manrique pidió hablar con su jefe, don
Indalecio Quintana, el administrador de correos, y delató la conspiración. A petición de don Indalecio, el joven
Manrique hizo una relación por escrito en la que revelaba la existencia de la Junta, quiénes pertenecíamos a ella,
cuáles eran nuestros fines y qué planes teníamos para lograrlos, dónde nos reuníamos, dónde guardábamos las armas
y dónde se podían encontrar pruebas de que lo que se decía en la denuncia era cierto. Don Indalecio consideró que
esta delación era verídica e importante. En recompensa dio al joven Manrique un empleo de aparcerista en el
depósito de tabaco, pero en vez de acudir con la información recibida al alcalde Ochoa, que era la autoridad más alta
en la ciudad que no estuviera complicada en la Junta, optó por enviar la denuncia acompañada de una carta con-
fidencial a su superior directo: el administrador de correos en la ciudad de México. Este mensaje llegó a su destino,
puesto que la denuncia y la carta quedaron archivadas hasta que fueron descubiertas y publicadas años después. No
se sabe si fueron leídas por el destinatario cuando las recibió, porque no produjeron ningún efecto. El joven
Manrique siguió asistiendo a las reuniones y levantando las actas. El nos trató y nosotros seguimos tratándolo a él
como si no nos hubiera delatado.)
Un ejército de criados sirvió los catorce platillos, todos indigestos, desde huevos estrellados con chile chipote
puestos sobre tortillas untadas de frijoles refritos, hasta tacos de charales con salsa de tomate verde. Unos invitados
comieron hasta enfermarse, otros no pudieron probar bocado, como la esposa de don Cirilo Anzorena, una mujer
cadavérica, que llevaba en la cabeza una peineta casi transparente.
Yo siempre he dicho que esta comida no es comida, sino puros antojos —dijo el alcalde Ochoa, un señor al que le
salían pelos por las orejas.
—El mole de olla y el caldo gallego son la misma cosa— dijo el dueño de la Sonaja, la hacienda más rica de la
región.
Periñón sonrió y me dijo en voz baja:
—Estos hombres conquistaron un continente y no se dieron cuenta. Creen que siguen viviendo en España.
El licenciado Manubrio no había ido a la iglesia y por consiguiente no estaba invitado a la fiesta, pero se presentó
en el almuerzo y comió de todo. Saludó irónicamente al obispo Begonia —a quien atribula el haber sido excluido de
la tertulia— y acabó en conversación estrecha con Diego a quien le produjo excelente impresión.
Diego había sacado una buena parte de los vinos que el marqués de la Hedionda tenía en su bodega: un señor
decente rodó la escalera, el doctor Acevedo se quedó dormido en la silla del respaldo alto y el capitán Adarviles dio
un traspié, que fue presenciado por el coronel Bermejillo cuando estaba conmigo. Me dijo: —Militar que no resiste
lo que se bebe no sirve.
Periñón sacó la mandolina y compuso una canción que dedicó a una señora que según Aldaco era dueña del rebaño
de chivas más grande del Plan de Abajo. Decía así, más o menos:
"Quisiera ser solecito
Para entrar por tu ventana
Y darte los buenos días
Cuando estás en la cama
Quisiera ser agua de lluvia
Para besarte la cara
Y volverme arroyo después
Para besarte los pies"
Etc.
La señora parecía complacida.
Una de las hijas del señor Borunda se perdió en la huerta y apareció un rato después, llorosa. No se supo por qué.
A las tres de la tarde Diego decidió que había llegado el momento de comenzar la representación de la comedia.
Anduvo de un lado para otro muy afanado, tratando de reunir a los actores. Cuando por fin se juntaron, faltaban los
dos protagonistas principales: Carmen y Ontananza. Aldaco y yo fuimos los encargados de ir a buscarlos. Nos
separamos y fuimos en direcciones opuestas.
Anduve por los pasillos preguntando a todo el que me encontraba:
— ¿No ha visto a Carmen?
Fui al comedor, fui al mirador, entré por fin en la sala. Allí estaba Carmen.
Creo que nunca la vi tan bella: tenía los ojos chisporroteantes, los labios entreabiertos, sonreía. Parecía feliz. No se
dio cuenta de que yo había entrado en la sala porque ella estaba absorta, mirando la cabeza de Ontananza, quien se
había inclinado para besarle la palma de la mano, tal como yo había hecho en dos ocasiones. Tal como había ocurrido cuando Diego nos descubrió en mi casa, Carmen no se inmutó cuando se dio cuenta de que yo estaba
viéndola. Ontananza y yo, en cambio, nos pusimos rojos y no hallábamos dónde meternos.
—Dice Diego que ya es hora de comenzar la comedia —dije. Carmen rió musicalmente. —Vamos, pues.
Me cogió a mí de un brazo, cogió a Ontananza del otro, y los tres fuimos por el pasillo diciendo qué bonita había
salido la fiesta.
La representación salió mal: Juanito, a quien el soponcio había dejado atarantado, olvidó decir una frase
fundamental. Es la que empieza con:
"—Yo soy el culpable, etc." .
Como don Baldomero no confesó su culpa, no hubo manera de que los jueces pusieran en libertad a López, que era
el presunto responsable de todos los delitos que se habían cometido en los tres actos de la comedia. El desenlace fue
grotesco: el elenco cantó "Toda precaución es inútil" y el telón cayó con Periñón encadenado y Juanito en libertad
cuando debería haber sido al revés.
La gente no entendió nada, pero aplaudió. Después se despidieron y se fueron a sus casas. Juanito estaba muy
apenado.
—Perdóname, Domingo— dijo a Periñón—, pero estoy hecho una piltrafa.
—Si yo fuera López —contestó Periñón— te daría una tunda, pero como soy Periñón, te perdono. Se abrazaron.
En la casa de La Loma nomás quedábamos "los íntimos" y el obispo Begonia. Unos fueron a dormir la siesta, otros
fuimos a dar un paseo por la huerta. Cuando oscureció nos reunimos en la sala, con ganas de platicar, pero el obispo
tomó la palabra y no la volvió a soltar. Periñón perdió la paciencia y nos propuso a Aldaco y a mí:
—Vámonos de parranda.
Salimos de la sala discretamente, íbamos bajando por la escalera de piedra cuando Carmen nos alcanzó.
— ¿A dónde van? —preguntó.
—Vamos a pasear por los callejones a la luz de la luna —dijo Periñón.
No había luna, estaba nublado y soplaba el viento que precede al aguacero. Carmen se molestó, lo cual me produjo
satisfacción —nunca le perdoné la escena con Ontananza—. Ella entró en la casa y nosotros seguimos bajando la
escalera.
Caminamos en la oscuridad tormentosa. Los truenos del cielo se confundían con los cohetes de la fiesta de los
pobres. Periñón conocía el camino del callejón del Coyote mucho mejor que Adarviles y llegamos en poco tiempo a
la casa de la tía Mela. Tal como había ocurrido en mi primera visita la puerta estaba cerrada y se oían murmullos
adentro. Periñón dio, como siempre, los cuatro golpes pausados y, como la primera vez, la voz cascada advirtió:
—Aquí no hay nadie, ya todas las muchachas se fueron. Entonces Periñón anunció: — Es López.
Inmediatamente se descorrieron cerrojos, se abrió la puerta, salieron a la calle media docena de putas, se hincaron
en el empedrado y besaron la mano de "López".

Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora