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FUE UNA DE LAS RARAS BATALLAS EN QUE LOS MUERTOS victoriosos tienen peor entierro que los
vencidos. Al tratar de determinar quiénes eran los que habían caído, descubrimos que los que estaban presentes más
los muertos eran más de los que estaban en las listas de Cleto. No llegamos a saber el nombre que habían tenido
muchos de los cadáveres, unos, por haber llegado al ejército solos, otros, por haber muerto con sus amigos. Periñón
ordenó que se hiciera una fosa común y se enterrara a todos juntos.
—No sabemos quiénes fueron muchos de los que yacen en esta tumba —dijo Ontananza en su oración fúnebre—
pero todos murieron corno héroes.
Entre los que cayeron formando un cuadro en el patio de la Requinta estaba el tambor mayor Alfaro. Cuando Periñón lo reconoció fue a testerearlo con la punta de la bota.
—Merecido te lo tienes —dijo al muerto— por no entregarnos la plaza.
Hizo que fueran devueltos los cuerpos a las familias. Durante los días que siguieron los carpinteros de Cuévano
tuvieron que convertir en ataúdes todo lo que estaban haciendo.
—Sería bueno —dijo Ontananza—, decir una misa por nuestros muertos.
— Sería bueno —dijo Periñón—, pero yo no tengo tiempo de decir misa ni ganas de hablar con el cura.
Ontananza tomó el asunto en sus manos y fue a la parroquia en donde encontró al señor cura en una extraña
disposición: no quería tener nada que ver con nosotros. Como disculpa dijo que las familias de los vencidos habían
mandado decir tantas misas de difuntos que no le quedaba un rato libre para decir una por los insurgentes. Ontananza
enfureció.
— ¿Ya ve usted lo que pasó en la Requinta? —preguntó al señor cura —. Pues lo mismo puede pasar en su
iglesia.
El resultado de esta amenaza fue sorprendente. No sólo hubo misa por los insurgentes muertos en la parroquia sino
en todas las iglesias de la ciudad. Los capellanes se peleaban porque la suya fuera por delante. Además de la misa de
difuntos el señor cura hizo un Te Deum, dándole gracias a Dios de que hubiéramos tomado Cuévano.
En la tarde del segundo día Periñón me dijo:
—Es fuerza que tú y yo vayamos a dar el pésame a la familia del intendente.
Le dije quién era el culpable de su muerte. Periñón no se inmutó.
—Si no lo matas tú hubiera tenido que matarlo otro. No tienes obligación de decirle a la señora que tú mataste a su
esposo, pero es indispensable que vayamos a decirle que nos pesa que Pablo haya muerto. Acuérdate de lo amable
que fue con nosotros.
Mandamos unas coronas y luego fuimos a casa del intendente. Afortunadamente su esposa no nos recibió.
—La señora está indispuesta —nos dijo el criado en la entrada—. No puede ver a nadie.
Eran mentiras. La casa estaba llena de gente. Cuando nos retirábamos, Periñón dijo:
—Más vale así. Cumplimos y no tuve qué decir tonterías, como que "Pablo murió por su culpa". Hizo bien en
resistir. Cumplió con su deber. Tú cumpliste con el tuyo matándolo. Es muy triste que Pablo haya muerto pero más
triste sería que él nos hubiera matado.
Los españoles no nos recibían en sus casas pero, en cambio, no nos dábamos abasto para responder a las
invitaciones que nos hacían los mexicanos. Si hubiéramos comido la mitad de los moles que nos ofrecieron
hubiéramos muerto. Me di cuenta de que aquella gente creía, nomás porque habíamos tomado Cuévano, que ha-
bíamos acabado con el Imperio Español. Ni yo ni ninguno de los otros jefes creíamos tal cosa, pero no podíamos
evitar que el optimismo que reinaba en la ciudad nos fuera contagiando.
En un banquete que nos dieron uno de los notables de Cuévano preguntó a Periñón:
— ¿Cuál es su próximo objetivo, señor cura ?
Periñón se limpió la boca con la servilleta y contesto:
—La ciudad de México.
Ontananza, Aldaco y yo, que estábamos en la mesa, nomás cambiamos miradas. En nuestras reuniones del Mando
Supremo ni habíamos aspirado a tanto ni habíamos planeado tan adelante la ciudad de México era un bocado muy
grande y estaba muy lejos.
Antes de llegar a ella estaban muchos problemas inmediatos que teníamos que resolver. El más serio de todos era
el tamaño de nuestro ejército. Los tres caminos que llegan a Cuévano —los tres bajan de un cerro— iban
constantemente cargados de hombres que querían unirse a nuestras fuerzas.
Yo estaba de plano por no recibirlos.
— ¿Para qué queremos tanta gente si no podemos armarla? —dije.
Periñón seguía empeñado en recibir a todos:
—Si alguien quiere venir con nosotros no debemos impedirle que venga.
Ontananza y Aldaco estaban de acuerdo en que no podíamos dominar un ejército del tamaño que estaba
adquiriendo el nuestro, pero veían en limitarlo una dificultad que Ontananza expresó:
—Lo que quiere esta gente es revolución y eso es lo que van a hacer, en las filas de nuestro ejército, o en las de
otro diferente, sobre el cual tendremos todavía menos poder y que acabará haciéndonos la guerra.
Con este argumento me convenció y acordamos admitir a todo el que se ofreciera. Hicimos acampar a los que iban
llegando en la meseta de Santa Rosa, el único terreno plano que hay cerca de Cuévano. Cleto apuntaba sus nombres
en listas que fueron creciendo hasta parecer interminables y ser ininteligibles. Los hacíamos marchar todo el día,
ascendimos a sargentos a todos los lanceros de Abajo y a cabos a todos los que se habían unido a nosotros en Ajetreo. Claro que estas disposiciones quedaban muy lejos de resolver nuestro problema fundamental, que consistía
en que dos terceras partes de nuestras fuerzas no sólo no tenían mosquete sino que no sabían ni cómo agarrarlo.
El quince de octubre fue el Te Deum. Periñón puso al señor cura una condición para asistir: que no hubiera sermón
ni "tropiezos".
—Ya he perdido bastante tiempo en la iglesia —dijo.
Sin embargo, oyó con devoción la misa que, por fortuna, fue breve. Cuando nos dieron la bendición e íbamos
saliendo de la iglesia, agarró del brazo a sus coroneles y dijo:
—Vámonos de parranda.
Cuando salimos al atrio vimos que la plaza estaba llena de gente. Cuando nos vieron gritaron:
— ¡Viva la independencia! ¡Viva el señor cura. . .!, etc.
Periñón se volvió a nosotros y dijo:
—Ustedes síganme a donde yo los lleve —tenia un brillo travieso en la mirada.
Bajó los escalones de la iglesia, montó en su caballo blanco que empezó a andar. Lo seguimos no sólo nosotros,
montados, sino toda la gente que estaba en la plaza.
Fuimos primero a la cárcel en donde Periñón soltó a los presos, después cogió por un callejón que llevaba a las
orillas de la ciudad, siempre seguidos por un gentío. Llegarnos a la hacienda de Otates. El mineral estaba en los
tanques y el agua lo cubría, pero nadie estaba haciendo la torta porque los arrieros se habían ido. Las mulas estaban
en el corral. Periñón desmontó, fue a la entrada del corral, él mismo quitó las trancas, entró en el corral y arreán-
dolas, hizo que todas las mulas salieran y no dejó que nadie las agarrara. Montó a caballo y explicó a la gente que lo
seguía:
—Pongo en libertad esas mulas porque han sido maltratadas y usadas para beneficio de unos cuantos.
Las mulas se quedaron pastando en la orilla del río. De Otates fuimos a la Reseca. Todo estaba como antes: La
gente amarilla, el arroyo pestilente, los hombres trabajando en la mina. El administrador español se había ido a morir
en la Requinta, pero había dejado encargado a un capataz criollo que nos explicó que no había suspendido el trabajo
porque no había recibido órdenes del conde, que vivía en México. Periñón le dijo: —Haga que salgan todos los que
están abajo. El capataz estaba tan asustado que él mismo bajó a decir a los trabajadores que subieran. Mientras
esperábamos se juntó un gentío. Cuando por fin salieron todos los que habían estado abajo, cansados, embarrados,
casi encuerados, Periñón les dijo:
—Con estas palabras que oyen queda abolida la esclavitud en América.
Esta declaración solemne fue recibida en silencio. Los que la oyeron no entendían. Eran indios a quienes sus amos
compraban y vendían y hacían bajar a la mina a fuerzas, pero como no eran negros creían que no podían ser esclavos.
Periñón comprendió su azoro y explicó:
Quiero decir que de ahora en adelante bajará a la mina el que quiera, porque le convenga el sueldo y el que no, no.
Entonces todos los que lo oyeron gritaron:
— ¡Viva el señor cura Periñón!
De la Reseca regresamos al centro de Cuévano, seguidos de una multitud que cada vez era más grande. Al llegar a
la plaza de San Diego Periñón arrendó y desmontó ante la casa de Moneda en la que entramos nomás él, Ontananza,
Aldaco y yo. Como en el caso del administrador de la mina, el Monedero Real había muerto. Estaba encargado un
criollo que se llamaba Martín Gómez.
—Hágame favor, don Martín —dijo Periñón—, de sacar todo el dinero que tenga.
Don Martín estaba muy asustado, pero no estaba dispuesto a entregarnos un peso si Periñón no le firmaba un
recibo.
—Muy justo —dijo Periñón—, se lo firmo.
El encargado abrió tres puertas erizadas de cerrojos y candados. Necesitó una docena de llaves. Llegamos a un
cuarto en el que había tres cajas grandes llenas de monedas de plata. Periñón firmó un recibo como comandante del
Ejército Libertador. Después dijo:
—Estas dos las guardaremos para los gastos del ejército y esta otra, don Martín, yo le agradeceré que haga que me
la arrimen a un balcón de la casa.
Entre cuatro hombres fornidos apenas podían moverla. Cuando la caja estuvo donde Periñón quiso, él abrió la
vidriera y salió al balcón, vio que la plaza seguía llena de gente, regresó al interior, destapó la caja y sacó un puñado
de monedas que echó por el balcón a la gente, al tiempo que les gritaba:
—Tengan, muchachos, que todo esto es suyo.
No paró de echar monedas hasta que la caja quedó vacía.
Los que estaban en la plaza se abalanzaron sobre el dinero. Hubo magullados, apachurrados, descalabrados. El ambiente festivo se extendió por la ciudad, hubo borracheras, comercios saqueados, mujeres violadas, incendios,
robos, pleitos a puñaladas. Esa fecha aún se recuerda en Cuévano como "el día del Te Deum".

Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora