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ACABÁBAMOS DE COMETER EL ERROR MAS GRANDE DE la campaña. Al tomar la decisión de retirarnos
habíamos seguido un razonamiento correcto —si no hay esperanzas de ganar no hay que arriesgar— basado en una
premisa falsa —no había fuerza enemiga entre nosotros y la ciudad de México—. La capital estaba desguarnecida,
los españoles ricos se habían ido a Puebla y estaban listos para irse hasta Veracruz; entre la gente pobre había confu-
sión: unos estaban espantados y otros robando. Los españoles que por obligaciones o falta de medios no habían
podido huir, cargaron en andas la imagen de la Virgen del Rayo —patrona de los gachupines— y la llevaron en
procesión por las cinco garitas de la ciudad, para que conociera el terreno que ella tenía que defender sola contra el
Ejército Libertador. Después dijeron que nuestra torpeza había sido un milagro.
Parte de los desertores se dispersó, yéndose cada quien para su tierra, el resto se formó en bandas que asolaron una
extensa región. Nos precedían y a donde quiera que llegáramos encontrábamos sus huellas: milpas quemadas, casas
tumbadas, restos de animales muertos nomás por capricho. Costaba trabajo creer que los pueblos por los que
pasábamos en nuestra contramarcha eran los mismos que habíamos visto unos días antes: Habían sido risueños y
ahora estaban abandonados y en ruinas. Sus habitantes no nos habían esperado, se habían ido, llevándose lo poco que
habían dejado los desertores. No quedaba ni una mazorca ni un pollo. Cada día que pasaba nuestras partidas
forrajeras tenían que ir más lejos a buscar bastimento.
—Estos daños, la historia nos lo ha de achacar —dijo Ontananza contemplando una hacienda incendiada.
Borunda estaba irreconocible. La hinchazón de la pierna se había extendido deformándole todo el cuerpo.
—Ya verás, Emiliano —le decía Periñón—: Benjamín te pondrá sano en un dos por tres.
Benjamín —el doctor Acevedo —estaba a cuarenta leguas.
La noche que paramos en La Joyita, Periñón escribió dos cartas. Una era para Diego Aquino y decía:
"Querido Diego:
"Te escribo para decirte que hemos ganado una gran victoria, aunque por consideraciones de estrategia decidimos
no llegar hasta la ciudad de México. Vamos de regreso a Cañada. Ve pensando dónde alojar diez mil hombres y
cómo alimentarlos tres meses. Saludos cariñosos.
Periñón".
La segunda era para Aldaco:
"Querido Pepe:
"Ha llegado el momento de formar un ejército invencible. Deja en Cuévano lo peorcito de tus tropas: una
guarnición simulada que no servirá para nada. Ya sabemos que esa ciudad es indefendible. Tráete el dinero, el grueso
de tu división, y encuéntranos en Cañada. Un abrazo.
Periñón".
Mandó las cartas con dos lanceros de Abajo, uno se fue a Cuévano y el otro a Cañada. Al día siguiente, antes de
ponernos en marcha, Borunda quiso confesarse.
—Emiliano es casi un santo —comentó Periñón después de absolverlo—. Comete pecados de niño.
Borunda murió llegando a Tlaxiaco. Allí lo enterramos.
—Pobre Emiliano —dijo Periñón, hablándole al montoncito de tierra—, ¿quién te hubiera dicho que habías de
morir tan lejos de tu reloj?
Clavó en la tierra un ramito de zempasúchil.
Al cruzar el Bagre entramos en la diócesis del obispo Begonia. En las paredes del primer pueblo, Moloya, vi
pegados los bandos por primera vez. Arrendé la yegua y me arrimé para ver qué decían.
Era una carta pastoral que se refería al Ejército Libertador. Aliento de Satanás, nos llamaba. Decía que éramos el
chahuixtle, una plaga que Dios había permitido para castigar los pecados de la región. Nos describía como ateos,
asesinos y blasfemos, dirigidos por un sacrílego —Periñón—. A partir del día en que había sido fechada la carta
estábamos excomulgados. No sólo nosotros sino todo el que se nos asociara. Daba ejemplos de esta asociación: dar-
nos una tortilla, decirnos las señas de un camino, etc. Firmaba Begonia en latín. La carta había sido escrita tres días
después de que lo encontramos y nos dio la bendición con el Santísimo.
Ontananza se puso furioso al leer los bandos.
—Vamos a Huetámaro y le quemamos la casa —propuso.
Periñón parecía divertido.
—Apuesto a que cuando nos vea se retracta y nos da la absolución.
Aunque la mayoría de nuestra gente no sabía leer, hicimos que la descubierta arrancara los bandos que encontrara
y los quemara. A pesar de esta precaución, alguien leyó, la voz corrió, y al poco andar ya todo el ejército sabía que
estábamos excomulgados. Este conocimiento tuvo dos efectos: unos desertaron, a otros —la mayoría— no les
importó. Alguien compuso una canción que los hombres cantaban en la noche, a la luz de la fogata. Empezaba así:
"Soy soldado excomulgado
del señor cura Periñón. . .", etc.
En Paso del Macho nos esperaban los dos lanceros que habían ido con los mensajes que Periñón había escrito.
Traían malas noticias. El que estaba encargado de ir a Cañada no había podido entregar la carta. Por una razón
sencilla: la ciudad estaba en poder de los españoles. El otro había tenido mejor suerte. No había tenido necesidad de
llegar a Cuévano para cumplir su misión, porque había encontrado a Aldaco en el camino. Había entregado la carta y
traía la contestación, que decía:"Queridos amigos:
"Voy con mi tropa a marchas forzadas hacia el valle de Cuijas en donde espero encontrarlos a ustedes. Estén
preparados. Me sigue de cerca el general Cuartana con la división de Perote, a la cual prefiero no enfrentarme solo.
Nos vemos.
Aldaco".
Fue un rato amargo el que pasamos al leer esta carta no sólo por lo que anunciaba sino por lo que esto implicaba:
que la división de Perote, que nosotros hacíamos detrás, en México, estaba enfrente y venía a nuestro encuentro. No
sólo eso, sino que ya nos había arrebatado el lugar que creíamos que iba a ser nuestro nido: Cañada.
Ontananza y yo empezamos a lamentar no haber tomado la ciudad de México. Periñón nos interrumpió:
—Ya ni llorar es bueno. Cuijas dijo Pepe, vamos a Cuijas.
Hay cuatro cerros que forman un arco. Frente a ellos del lado cóncavo, hay un llano que se extiende hasta la sierra
de Las Palomas, que azulea en la distancia. Así es el valle de Cuijas. La cuerda del arco es el camino a Huetámaro.
Llegamos al medio día, hacía mucho calor, los cerros estaban desiertos, un pajarito cantaba parado en un nopal, los
cazahuates estaban en flor. Ontananza arrendó y recorrió el lugar con la mirada.
—Este es el lugar propicio para dar la batalla —dijo.
Desplegó el ejército a la defensiva, en la media luna que forman las faldas de los cerros, con dos posiciones fuertes
en los extremos, montadas sobre el camino. Tras de esta defensa estaba el tren de los bastimentos y la caballería, que
Ontananza volvió a querer que yo mandara.
—Si ves que el enemigo ataca los extremos —me dijo— queriendo obligarnos a desalojar el camino, tú sales con
los caballos y le das por el flanco, pero no lo sigas, regresas a tu lugar.
Ocupamos las alturas, para evitar un ataque de retaguardia, encontramos un manantial, hicimos que la gente
levantara una cerca de piedra, que le sirviera de parapeto. Cuando cayó la noche los hombres estaban agotados pero
la posición era casi inexpugnable.
—Esta será la batalla decisiva —dijo Ontananza—. Si la perdemos, se acabó el ejército libertador.
En la mañana, Periñón hizo formar a la gente y les presentó el otro lado de la medalla:
—El enemigo que nos va a atacar se llama la división de Perote. Sepan, muchachos, que si acabamos con ella
habremos ganado la guerra, porque ya no hay más soldados coloniales en todo el país. Pasaron tres días que usamos
en reforzar nuestra posición y acumular bastimento. Nuestras partidas forrajeras causaron mucho perjuicio en la
región. Al atardecer del tercer día vimos una columna que avanzaba por el camino: era Aldaco.
Había perdido por deserción más de tres cuartas partes de su gente, en cambio, le había aumentado el bagaje: traía
a su familia y la de Ontananza, no sólo mujeres e hijos, sino a sus padres y madres y primos hasta de segundo grado,
todos en dos coches, en otros dos iba el dinero, y mero atrás jalado y empujado como siempre, "el Niño".
—Me siguen de cerca —dijo.
Pasamos una noche tranquila, pero me despertó la diana de los coloniales. Estaba clareando. Subí a una peña y
levanté el catalejo. Vi una fuerza grande y bien disciplinada. Calculé uno o dos regimientos de artillería, tres de
caballería y, por lo bajo, cinco batallones. Comprendí que, sin querer, Periñón había dicho la verdad: si acabábamos
con aquella fuerza no quedaba un soldado colonial en el país. El trabajo era acabar con ella.
El enemigo se desplegó en el llano, como si esperara que nosotros lo atacáramos.
—Ya pueden esperar sentados —dijo Ontananza y ordenó apostar las defensas.
Aldaco quedó al mando del ala izquierda, la más cercana al enemigo, Periñón, de la derecha, Ontananza del centro
y yo de la caballería.
Durante cuatro horas las dos fuerzas estuvieron frente a frente, mirándose sin moverse. Por fin, el general Cuartana
ha de haber comprendido que si de esperar se trataba llevaba las de perder, porque ellos no tenían agua y nosotros sí.
Ordenó fintas: un destacamento de infantería se desprendió de la línea y avanzó hacia la posición de Aldaco. Yo
estaba listo para salir al ataque, pero Ontananza me detuvo:
—Déjalos que vengan, no los espantes.
Aldaco recibió al enemigo con una descarga de fusilería demasiado larga y éste se retiró sin bajas. Se repitió el
movimiento, idéntico, por el lado izquierdo. Periñón, que algo había aprendido en la batalla del cerro de los
Tostones, esperó a que el enemigo estuviera cerca para soltar la descarga. Cuando el enemigo vacilaba, yo salí con
mis hombres, a la carga, y les di el puntazo. Se retiraron con pérdidas. No los seguimos, regresamos a nuestro lugar.
El enemigo avanzó simultáneamente en tres columnas, dirigidas hacia el centro y los extremos de nuestra posición.
Ontananza me dijo:
—Cuando yo te diga, sales y cortas la retirada a estos que vienen en medio. Pero no te alejes más de cien varas.
Así lo hicimos. Después de la primera descarga salí con la caballería, describimos un arco y partimos la columna
enemiga en dos, provocando una desbandada. La caballería enemiga avanzó sobre mí para obligarme a soltar la
infantería, pero al hacerlo quedó al alcance de nuestros cañones que tronaron causando bajas y provocando pánico en
la caballada. El enemigo se retiró en desorden y nosotros regresamos a nuestra posición. Ontananza estaba radiante:
—Es cosa de tener paciencia —me dijo—. Si esto sigue así, acabaremos con ellos antes de que se meta el sol.
En el campo había una ringla de muertos enemigos. Nuestros hombres empezaban a sentir confianza en la victoria.
El enemigo volvió al ataque a las cuatro, en tres columnas. Esa vez las bajas fueron más severas y la retirada más
desordenada. Casi parecía desbandada. Esa fue nuestra perdición. Periñón salió del parapeto y gritó:
—A la carga, mis valientes.
Con un griterío toda el ala izquierda dejó su puesto y avanzó corriendo. Al ver esto Aldaco hizo lo mismo con su
gente. Ver nuestras tropas corriendo detrás del enemigo era tentación muy fuerte. Iba a seguirlos cuando Ontananza
me detuvo. Estaba furioso.
—No te muevas hasta que yo te diga —ordenó.
Logré contener a mi gente. Vimos cómo nuestros compañeros, más fieros que nunca, corrían detrás de los soldados
que huían, los alcanzaban y los tendían a machetazos. Mientras más enemigos caían más fieros se ponían los
insurgentes y más aprisa corrían. Era una trampa. Iban acercándose a la línea enemiga, que los estaba esperando. La
primera descarga causó mortandad terrible. Igual cayeron los que huían que los que iban persiguiéndolos. El avance
se detuvo bruscamente, los que estaban vivos se quedaron parados, mirando, sin comprender, la humareda que tenían
enfrente. Allí los agarró la segunda descarga que fue todavía más mortífera. Luego , nuestros compañeros
empezaron a correr hacia nuestras líneas. Era desbandada. Cuando la caballería enemiga salió de su posición para
cortarles el paso, Ontananza se volvió a mí y me dijo:
—Van a hacerlos pedazos. Sal a ver qué puedes hacer por ellos. Salí con la caballería, choqué con la del enemigo,
nos enredamos con ellos, durante un rato luchamos a machetazos confusamente. Muchos cayeron. Cuando el
enemigo se retiró, nos retiramos.
Cuando regresé a nuestras líneas creí que la batalla seguía indecisa, pero al rato me di cuenta de que las bajas en
las dos alas habían sido terribles. Ontananza tuvo que enviar refuerzos para defender las dos posiciones sobre el
camino.
Al atardecer, dos de a caballo se acercaron con bandera blanca: querían tregua para recoger heridos y muertos. Se
las concedimos e hicimos lo mismo. Nuevas zanjas, más heridos, otro entierro. Cuando nos reunimos los jefes,
Periñón nos dijo:
—Ya se que metí la pata. Es culpa mía. No les pido perdón porque no lo merezco.
Lo vimos tan contrito que tratamos de levantarle el ánimo. — No te preocupes —dijimos—. Mañana se compone
la cosa. A cualquiera le pasa, etc.
A esas horas ya estaba claro que habíamos perdido la guerra. El general Cuartana también lo sabía. Espero a que
fueran las once de la mañana siguientes para ponerse en marcha, con banderas, bandas de guerra, voces de mando,
etc. Toda nuestra gente vio cómo la división de Perote se ponía en movimiento. Unos cuantos optimistas dijeron "se
retira", "van derrotados", pero nadie les creyó. Todos sabíamos que era una fuerza que se alejaba para darnos la
puntilla en otra ocasión. Tan confiados estaban que no íbamos a seguirlos que ni siquiera se molestaron en cubrir la
retaguardia. Los vimos alejarse en el llano hasta perderse de vista.

Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora