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SUBIMOS EN LA CUESTA TODOS EN EL COCHE, DE BUEN humor. La gente salía a los balcones a ver de
quiénes eran las carcajadas, íbamos bien apretados. La corregidora, a mi lado, se abanicaba y me hablaba como si
fuéramos solos, sin hacer caso de los demás. Ahora que yo iría a vivir en Cañada, me dijo, ella me ayudaría a
encontrar casa.
—Ya verá cómo damos con algo que sea digno de un caballero y que usted pueda pagar con su sueldo.
Qué buena es, pensaba yo, a ella nada le falta y sin embargo por tratarse de mí hace consideración del dinero.
Ontananza nomás nos miraba desde al asiento de enfrente.
Diego, para celebrar, bajó a la bodega y regresó con una brazada de botellas de vino que a todos les pareció
magnífico. Durante los brindis noté, con cierta extrañeza, que los que los proponían no sólo me felicitaban sino que
se felicitaban entre ellos. Yo creo que esto me mosqueó un poco. Bebí más de la cuenta y sin haber hecho ningún
desmán tuve que ir a acostarme antes de llegar a los postres. Aldaco me acompañó a mi cuarto y me ayudó a quitar la
chaqueta.
—Cuando despierte —me dijo— va a sentirse como nuevo.
Y así fue. Era otra vez el atardecer.
—Eres comandante de la batería y jefe de artificieros en el batallón de Cañada —me dije y de un brinco me
levanté.
Me lavé, me vestí, hice un buche de agua de rosas y salí del cuarto con intención de abrazar al primero que
encontrara.
Pero no había nadie. La sala estaba desierta, en la huerta un jardinero estaba regando un rosal, el comedor, vacío,
el mirador igual. En la loma de la gente pobre el ganado iba regresando al corral, se oían mujidos, ladridos y el canto
de una mujer. Por la calle pasó un rebaño de chivas. Tocaron campanas. En la casa un mozo empezó a encender
velas.
— ¿Dónde están los demás? —pregunté.
—Se fueron a la tertulia, señor.
Fue la primera vez que oí hablar de la tertulia. Estoy seguro de que nadie la había mencionado delante de mí. Los
señores, me dijo el mozo, habían dejado el encargo de que cuando despertara me dijeran que esperara un rato, que
iban a mandar por mí.
Regresé al mirador sintiéndome desairado y esperé. En la luz del crepúsculo distinguí el coche que subía la cuesta
con la capota bajada. En el asiento trasero, con la pierna cruzada y los brazos abiertos descansando en el respaldo iba
un solo pasajero: era Periñón. Cuando me vio en el mirador me llamó con el brazo e hizo que el coche, en vez de
entrar en la casa, diera vuelta en la plazuela y quedara listo para regresar cuesta abajo.
— ¿A dónde vamos? —le pregunté cuando me senté a su lado. —A la casa del Reloj. El cochero hizo tronar el
chicote. —¿Qué hay allí?
Me describió la tertulia de la casa del Reloj. Era un grupo de amigos, me dijo, que se juntaban de vez en cuando
para platicar, leer algo que hubieran escrito, ensayar alguna comedia o "discutir algún asunto que les pareciera
importante".
—No es nada del otro mundo —me dijo— porque en Cañada no hay nadie del otro mundo, pero se pasa el rato.
Cuando pienso en esta manera de presentar el asunto me admira cómo Periñón, sin decir mentiras, evitó decirme la
verdad.
—Nos pareció —siguió diciendo— que ahora que vivirá en Cañada, lo más natural es que asista a la tertulia. Por
supuesto, si usted quiere.
Dije que me parecía bien.
—Me alegro —dijo él—, porque Diego y yo nos tomamos la libertad de proponerlo como socio y los demás
quieren conocerlo.
Comprendí que todavía no había sido aceptado. Le dije que, francamente, no me sentía con ánimos de pasar otra
prueba aquel día y él me contestó, como solía hacer a veces, dándome confianza, pero sin comprometerse:
—Don Matías, está usted entre puros amigos. Una bandada de murciélagos salió de una casa vieja y se perdió en
lontananza. Periñón me advirtió:
—Usted tiene una manera de expresarse que a veces desconcierta.
Volvió a lo que yo había dicho la noche anterior sobre el capitán Serrano.
—No vuelva a decir que lo defendió porque estaba borracho, diga nomás que lo hizo porque está de acuerdo con
él.
Para excusar la advertencia, me explicó:
—No todos los que va a conocer dentro de un momento son listos.
El coche salió a la plaza principal, dimos vuelta en la banqueta, pasamos frente a la iglesia y nos detuvimos en los
portales, ante una de las mejores casas del pueblo. En la corniza había un copete con un reloj. Cuando apeábamos vi
que un hombre que iba cruzando la plaza se había detenido y se quitaba el tricornio para saludarme. Era el licenciado
Manubrio.
La casa del Reloj era la única en todo Cañada que a aquellas horas tenía el portón cerrado. Periñón dio cuatro
aldabonazos pausados y un mozo, que ha de haber tenido la mano en la tranca, nos abrió inmediatamente. Pero una
vez que entrarnos, en vez de acompañarnos, se quedó echando la tranca al portón.
Periñón y yo cruzamos el patio en penumbra. Había una fuente y macetas con geranios. Cuando empezábamos a
subir la escalera oí voces.
— ¡Qué delicia respirar este aire fresco! —dijo la corregidora apareciendo en el corredor del primer piso—. Yo
vivo cautiva. Nunca salgo ni siquiera a este balcón.
Hablaba en un tono que me pareció artificial. El presbítero Concha llegó junto a ella y le habló:
— ¿Y ese papel que tienes en la mano? Ella lo miró sin comprender.
— ¿Papel? ¿Cuál papel? ¡Ah, este que tengo en la mano! Es una canción que el maestro de canto me dejó
aprender para la próxima clase.
—Daca pa acá —dijo el presbítero queriendo quitárselo —que quiero ver la letra.
La corregidora echó el papel al patio.
— ¡Ay, ya se me cayó el papel donde está la canción! —dijo. —Pronto, ve a recogerlo antes de que se lo lleve el
viento.
— ¡Que los diablos me carguen! —dijo Juanito y empezó a bajar la escalera.
Ella asomó a la balaustrada y dijo:
— ¡Recoja el papel y escóndase!
Fui a donde estaba el papel y lo recogí, pero cuando me incorporaba vi que Ontananza estaba frente a mí con la
mano extendida.
—Esa carta es para mí —dijo, —me la quitó y luego, mirando hacia arriba, explicó—. Aquí apareció otro Lindoro.
Se oyeron risas. En el corredor asomaron una docena de caras. Periñón me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Están ensayando La precaución inútil, una comedia. Subí la escalera entre Periñón y Ontananza —he de haber
estado rojo de vergüenza— y Diego fue a encontrarme al descanso, con los brazos abiertos.
— ¡Bienvenido a la tertulia de la casa del Reloj! —me dijo y me dio un abrazo.
Después fuimos a un salón en el que había un candil muy grande y allí me presentaron a la reunión. Al recordar
este acto a la luz de los treinta años pasados, me asombra la variedad de suertes que el destino nos reservaba a los
que estábamos allí. La mayoría están muertos, pero mientras unos descansan en el altar de la Patria, los huesos de
otros yacen en tierra bruta porque en ningún cementerio quisieron recibirlos.
Aparte de los que habíamos comido aquel día en la casa de La Loma estaba el capitán Adarviles, pero no el mayor
ni el coronel, estaba el presbítero pero no el padre Pinole, todos eran gente decente, pero no había ningún español;
había dos mujeres: la corregidora y Cecilia Parada, hoy mi esposa, que era entonces una muchacha callada, de ojos
verdes, vestida de negro.
—La señorita viene aquí en representación de su padre, que está enfermo —dijo Diego. Cecilia no dijo nada.
Estaban don Emiliano Borunda, un señor sin pescuezo que era dueño de la casa, don Benjamín Acevedo, el médico
de Cañada, el señor Mesa, que entonces tenía negocio de cueros y es ahora héroe nacional, y el joven Manrique, de
triste memoria, que trabajaba en los correos. Los demás no entraron en la historia Patria y no tienen por qué aparecer
en esta.
Me hicieron muchas preguntas, me dieron a comer soletas y luego volvieron a ensayar la comedia.
—Vamos a representarla el día del santo de Carmelita —dijo Diego que era traspunte.
Carmelita hacía el papel de Rosina, una muchacha tonta, bella, huérfana, heredera y rica, el presbítero Concha era
don Baldomero, el villano, un viejo tramposo, avaro y libidinoso, que quería casarse con ella —sin que ella se diera
cuenta—, Ontananza era Lindoro, el galán, un noble que para cortejar a Rosina se disfrazaba de aldeano, Periñón era
López, criado de Lindoro y el personaje más interesante de la comedia, él enredaba y desenredaba la acción, resolvía
todos los problemas y al final recibía todos los castigos. El señor Borunda, el doctor Acevedo y el capitán Adarviles
representaban personajes secundarios —e infames—. Cecilia era Cerlina, la criada de Rosina y Diego se empeñó en
que yo leyera un papelito breve, de Bromudio, un criado, de quien Cerlina está enamorada. Al llegar al final de la
escena, ella tenía que decir, aparte:
— ¡Bromudio de mis entrañas!
Cecilia dijo esta frase francamente muy mal. La corregidora interrumpió el ensayo. —No es así —dijo.
Pasó al centro del salón y explicó cómo debería actuarse la escena —diciendo la frase con fuego—, después se
volvió a Cecilia como invitándola a que ella siguiera la muestra, pero Cecilia, en vez de hacerlo, fue a buscar su
mantilla, se la puso y se fue. La corregidora se encogió de hombros.
—Esta muchacha nunca va a aprender —dijo. Más tarde, cuando terminó la reunión e íbamos bajando por la
escalera, Carmelita me tuteó por primera vez: —Ya eres de los nuestros —dijo.
Pero poco después ocurrió algo que puso en duda esta afirmación. Cuando salimos a los portales encontramos a un
mozo que había bajado de la casa de La Loma con un recado para los corregidores. Se lo dio aparte y los demás
notamos que no les caía bien. Diego se puso tieso y pareció que iba a trabarse otra vez, pero Carmelita lo tranquilizó:
—Deja que yo arregle esto —y yendo a donde yo estaba me dijo: ven conmigo un momento.
Caminamos por los portales tomados del brazo. Ella dijo: —Ha ocurrido algo muy desagradable. Acaba de llegar a
Cañada el obispo Begonia. Nos avisan que está esperándonos en la casa. Te juro, Matías, que no tenemos ganas de
verlo, ni lo habíamos invitado ni nos avisó que venía. ¡Pero es el señor obispo! Estamos en un aprieto, porque todos
los cuartos están ocupados: no tenemos dónde meterlo. Pero gracias a Dios estás tú. Te tengo tanta confianza que me
atrevo a pedirte un favor muy grande: Matías, duerme esta noche en la corregiduría.
—Carmelita —le dije—, si de algo te sirve yo duermo a campo raso.
La tengo presente. Sonrió y me dio un apretoncito de mano.
—Ya sabía que podía contar contigo —dijo y regresamos a donde estaban los otros.
Subimos la cuesta de buen humor, tan ruidosamente como al medio día, pero al llegar a la casa de La Loma vi algo
que me molestó un poco: era mi maleta, ya hecha, en un rincón del vestíbulo.
En la sala encontramos al señor obispo que se había quedado dormido en la silla del respaldo alto. Era moreno, de
papada, labios gruesos y ojos claros. En vez de llevar sotana llevaba un traje morado. Desde que lo vi me antipatizó.
¿Y por qué no? Iba a dormir en mi cuarto, ¿por qué había de caerme bien? Me negué a besarle el anillo. El casi ni me
miró. Dijo que iba de paso, pero que no había querido llegar a Cañada sin saludar a los Aquino.
Después de cenar me retiré sin dar a entender que no iba a dormir en la casa. Los corregidores fueron a despedirme
en la escalera.
—La llave grande —me dijo Diego —es del portón, la chica, de la recámara.
Carmelita me dijo cómo había que llegar a ésta: subiendo al primer piso, la tercera puerta a la derecha.
— Ya verás qué a gusto duermes —me dijo.
— En el patio de atrás hay un perro —advirtió Diego—, pero no tengas pendiente, porque está bien encerrado.
A juzgar por los ladridos era enorme. Se puso furioso cuando metí la llave en el portón y no dejó de ladrar todo el
tiempo que anduve por la corregiduría con la linterna en la mano. Había algo en aquella casa que me parecía
interesante. Me metí hasta el último rincón.
"Casa del fiel administrador", decía en el arco principal del patio. En la planta baja había despachos y en el primer
piso, las habitaciones, que eran cinco nomás. El contraste con la casa de La Loma era notable. Encontré una mesa
con pata coja, una silla desvencijada, el asiento del sofá empezaba a despanzurrarse. En el ropero vi las pantuflas de
Diego, muy usadas, y una bata que olía a heliotropo. La cama era enorme y las fundas tenían holanes. Al levantar las
cobijas vi una de las sábanas, que estaban limpísimas, tenía un remiendo.
Al día siguiente, en un rato en que estuve solo con Aldaco, le pregunté:
— ¿Por qué los Aquino, que tienen una casa espléndida en La Loma, tienen una tan modesta en el centro?
—Porque ninguna de las dos es de ellos —me contestó—. La corregiduría es del gobierno y la usa quien tenga el
puesto, y la casa de La Loma es del marqués de la Hedionda, que es amigo de ellos y se las presta durante el verano.

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