EL CAMINO DE CUEVANO REMONTA LA SIERRA POR LA ladera más empinada y al llegar a la altura
serpentea. No busca la dirección general donde está su destino, sino que va de la punta de un cerro, por el lomo,
hasta llegar a la punta del cerro siguiente. Esto hace que el viajero que lo recorre vea a cada rato precipicios y
panoramas abruptos y arbolados. Si es un ejército el que avanza, está siempre al descubierto.
Dos mil cuatrocientos hombres contó Cleto cuando salimos de Ajetreo. Aldaco iba por delante, de avanzada, con
un escuadrón de lanceros. Iba montado en un caballo que él llamaba "de trabajo". El otro, el bueno, el de rejoneo, iba
con el tren de los pertrechos, al cargo de un mozo especial que no tenía más obligación que cuidarlo. Ontananza, de
bicornio emplumado, y Periñón, sin sombrero, encabezaban el grueso del ejército, que estaba compuesto de un
cuerpo de caballería, la mitad lanceros y la otra mitad gente de campo, una infantería desordenada y en general
desarmada, el tren de los pertrechos, el coche negro y cerrado donde iban las sobrinas de Periñón, "el Niño", y yo,
que cerraba la marcha con mi destacamento "de confianza", es decir, los hombres que me habían acompañado en el
asalto de Teresonas.
Como el camino es estrecho avanzábamos de tres en fondo. Esto hacía que entre Aldaco y yo mediara casi media
legua. A mí me llegaban, con retraso y llenos de inexactitudes, rumores de lo que pasaba en la delantera, pero los que
iban adelante ni se imaginaban lo que pasaba en la retaguardia.
Lo que pasaba en la retaguardia es que a cada rato todos los hombres disponibles teníamos que empujar "el Niño".
Cuando no se atascaba, se salía del camino o se atoraba en un recodo. Cuesta arriba había que ayudar a las mulas que
apenas podían arrastrarlo, cuesta abajo, había que detenerlo para que no se les fuera encima. Al final del primer día
de marcha, Ontananza me dijo: —No te quedes tan atrás. Al final del segundo día llegué a donde acampó el ejército
ya bien entrada la noche. Habíamos recorrido el trecho en que el camino atraviesa el mismo arroyo catorce veces,
empujando "el Niño". Ontananza me esperaba cerca de la fogata con una carota.
—Te dije que no te quedaras atrás.
Si le hubiera contestado hubiera acabado nuestra amistad.
No dije nada. Nomás fui a sentarme en una piedra. Periñón fue a donde yo estaba con dos jarros de hojas de
naranjo y me dio uno. Estaba radiante.
—Hemos tenido una jornada gloriosa —me dijo. Agregó que mucha gente se acercaba a la orilla del camino para
ver pasar al ejército y vitorearlo —antes de que yo pasara se cansaban de ver hombres caminando y se iban para sus
casas—. A los que le decían que querían unirse a sus fuerzas les contestaba con firmeza:
—Ahora no puedo llevarlos, muchachos, porque voy a la guerra, pero vayan a buscarme sin falta, en Cuévano, la
semana que entra.
Periñón, igual que los demás que íbamos en aquella marcha, estaba convencido de que tomaríamos Cuévano sin
encontrar resistencia.
—Sólo un loco defiende esa plaza —había dicho Ontananza, después de estudiar los mapas.
—Y si la defiende —completó Periñón —de nada le servirá porque Alfaro está de nuestra parte.
Seguía creyendo que por los doscientos pesos que le había dado, Alfaro, que no nos saludaba en la calle, nos iba a
entregar la plaza.
Esta confianza, que todos teníamos, se acrecentó al día siguiente con la acción del Ventorrillo. Fue un hecho de
armas que no tiene importancia más que por ser el primer encuentro que tuvieron nuestras fuerzas con las del
gobierno colonial. Yo ni oí ni vi nada. Mucho rato después que terminó el combate me llegaron rumores de que
habíamos ganado "una gran victoria". Más tarde, algunos de los que estuvieron presentes me describieron la acción.
Parece que fue así:
Iba Aldaco cabalgando con sus lanceros cuando los exploradores fueron a avisarle que había una fuerza enemiga
acampada en el Ventorrillo. El Ventorrillo es una meseta chiquita, entre dos cerros, expuesta a todos los vientos. La
fuerza enemiga era el capitán Paredes con un destacamento del batallón de Cuévano. No se llegó a saber qué órdenes
tenían ni qué andaban buscando en aquellos andurriales ni cuántos eran. Aldaco apretó el paso, llegó al Ventorrillo y
encontró al capitán Paredes y a sus hombres comiendo.
— ¿Quién vive? —preguntó.
—Dios y España —contestaron.
—Libertad e Independencia —gritaron Aldaco y los lanceros de Abajo.Dicen que al capitán Paredes se le ocurrió entonces dar una orden:
—Váyanse a sus casas, que aquí se acabó esta revuelta.
A la voz de:
— ¡Revuelta tienes la madre!
Aldaco espoleó el caballo, lo echó sobre el capitán Paredes y dio a éste un sablazo entre las cejas que casi le partió
la cabeza. en dos. Allí quedó muerto. Sus hombres soltaron los platos y se fueron corriendo barranca abajo. Cuando
los lanceros se aprestaban a perseguirlos ya se habían perdido entre el encinal. Así terminó la acción. Cuando llegué
al Ventorrillo no vi ni el cadáver porque ya lo habían sepultado —Periñón le dio absolución condicional—.
—Corrieron como conejos —pasó la voz de fila en fila. Más confianza nos dio.
Periñón se detuvo en el mismo balcón de la sierra en el que unas semanas antes me había mostrado Cuévano y
tuvo con los coroneles otro Consejo del Mando Supremo. Yo no asistí porque estaba a una legua de distancia,
empujando "el Niño".
Los signos eran ambiguos. En todo ese día nadie había llegado a la orilla del camino a verlos pasar ni a vitorearlos.
Habían pasado por varios ranchos abandonados, en la ciudad, que se extendía a sus pies no había señales de vida, en
cambio, la cresta del Cimarrón y la punta del Huezontle blanqueaban con el gentío. No había una nube en el cielo, el
sol estaba en lo alto, todo estaba en silencio.
Ontananza concluyó:
—Los españoles se fueron y la ciudad está desierta.
Dicen que Periñón dijo:
—Vamos a comer en Cuévano.
Aldaco no estaba tan seguro. Montó primero en el caballo bueno para hacer una entrada triunfal. Luego cambió de
opinión: desmontó, montó en el "de trabajo" y avanzó a la cabeza de sus lanceros. Pasó entre un caserío desierto —
no había ni perros—, cruzó un puente, cabalgó entre las murallas de un callejón sinuoso, y de pronto, al doblar una
esquina, le cortó el paso una zanja y luego una descarga cerrada. Cuando acordó ya estaba en el talud, su caballo,
pataleando, a su alrededor, varios lanceros tirados. Los que venían detrás de él dieron la grupa y no se desbandaron
nomás porque el callejón era estrecho. Aldaco se levantó —había perdido el sombrero— y, sin hacer caso a la
balacera, montó en el caballo de uno de los caídos, alcanzó a su gente, con dos gritos la puso en orden, los obligó a
regresar a la esquina, a ponerse en línea de tiradores, a contestar el fuego y a cubrir a un piquete que fue a recoger a
los heridos y los muertos. Esto alcanzado, se retiró.
Ontananza dispuso entonces echar la infantería por delante. —Hay resistencia —informó a Periñón y Ontananza
cuando los encontró.
Ahora se sabe que la idea de defender Cuévano fue de Pablito Berreteaga, hijo del intendente. Escogió como
centro de la defensa el edificio más sólido que había en Cuévano: la troje de la Requina, que de por sí era una
fortaleza, con un aljibe enorme y grano para alimentar a cien hombres seis meses. Cuando supieron que nos
acercábamos, los españoles más ricos fueron a vivir en la Requinta. Llevaron camas, mesas, vajilla, manteles, criados
y cocineras. Por alguna razón se decidió que ni sus esposas ni sus familias corrían peligro, por lo que éstas siguieron
viviendo en sus casas, como siempre.
Alrededor de la troje Pablito dispuso un círculo de defensas. El mismo dijo cómo cavar las zanjas y dónde abrir las
troneras. La idea general del plan era que con unas cuantas descargas el ejército insurgente iba a desbandarse y con
eso terminar la guerra de independencia. Cuando las obras de defensa estuvieron listas, Pablito se fue a Pedrones y
cuando se supo que estábamos por llegar, el pueblo se fue a los cerros para ver la batalla de lejos.
La segunda fase de la batalla fue cruenta. La infantería, al mando de Ontananza, atacó de frente y tomó cinco de
las seis defensas.
Dicen que Ontananza, para animarlos les gritaba:
— ¡Estos nos creen cobardes, vamos a demostrar lo contrarío!
Hubo muchos muertos, pero al fin los que defendían se replegaron a la Requinta. La sexta defensa resistió. Estaba
en el callejón de Las Animas: al fin de la subida había una zanja, una barricada y una tronera.
A las cuatro de la tarde, cuando llegué, empujando "el Niño", Periñón me pidió:
—A ver cómo le haces para acabar con esta mortandad. Seguido por mis hombres de confianza me metí por casas,
rompí puertas, brinqué bardas, me arrastré por azoteas y, guiándome siempre por la balacera, llegué a una ventana
que abría mero atrás de donde estaban los defensores. No llegaban a la docena. Dispuse a mis hombres con calma,
dije a cada uno sobre quién debería disparar y di órdenes de no hacer fuego hasta que yo diera la señal, después tomé
un mosquete y escogí como blanco al jefe: un hombre delgado con brazos muy largos. — ¡Fuego!— ordené.
Cayeron la mitad de los defensores y la otra mitad salió corriendo. Cuando me acerqué al parapeto para avisar a Ontananza que podía avanzar sin peligro, me di cuenta de que el hombre que yo había matado —el primero que maté
en mi vida —era don Pablo Berreteaga.
Habíamos acabado con las defensas que había hecho Pablito, pero los españoles seguían en la Requinta. Hicimos
otra reunión de jefes para considerar la situación. Si yo hubiera tenido entonces la experiencia que tengo ahora,
hubiera aconsejado sitiar la troje y esperar a que buenamente los que estaban dentro se cansaran de estar encerrados y
se rindieran. La ciudad estaba en nuestras manos y era pocos los que nos estorbaban. Pero en nuestros ardores de
insurrectos nuevos los cuatro estuvimos de acuerdo en que había que acabar con la resistencia. Hicimos un ataque
simultáneo por las cuatro calles que salen a la Requinta. Nos recibieron con un fuego tan nutrido, que a veinte varas
de la puerta tuvimos que retirarnos. Dejamos un reguero de hombres tirados.
Ontananza pasó a animarnos.
—Adelante, adelante siempre, no hay que retroceder.
Hicimos otra carga con el mismo resultado. Nuestra gente empezaba a desanimarse —había mucha sangre a la
vista—, pero Ontananza se preparaba para hacer otro intento, cuando Periñón se impacientó y tomó el mando.
—Ya basta de matazón. Que traigan "el Niño".
Tanto gusto le dio a la gente no tener que volver a cargar que se peleaban por empujar "el Niño". Eran más de cien
los que lo llevaron cuesta arriba por callejones. Dimos un rodeo muy grande para evitar el fuego enemigo y lo
dejamos en una plazuela que ya desde entonces se llamaba "del Trueno" por haber un árbol de esa clase en el centro.
De esta plazuela sale un callejón que baja directo a una de las puertas laterales de la Requinta. Cargamos y yo
apunté, después le di a Periñón el mechero encendido y le dije:
—Es tu "Niño". Tú estrénalo.
Le dije dónde había de meter la mecha. Nunca olvidaré su expresión. Metió la mecha con gusto, como un niño que
acaba de aprender a usar un juguete.
El traquidazo casi nos dejó sordos: hizo que se cimbraran ventanas y se fue retumbando por los callejones hasta
llegar a los cerros. Los ecos duraron un rato. La bala dio en el blanco e hizo un agujero en la puerta, pero este efecto
fue poco comparado con el del trueno: a nosotros nos levantó los ánimos, a los que estaban en los cerros, los llenó de
admiración, a los españoles de la Requinta, los aterró. Su voluntad de resistir se fue apagando. Tres disparos hicimos
y cuando la puerta se desgajó, bajamos por el callejón en tropel, con un griterío.
Un grupo de los sitiados quería todavía resistir. Se formaron en cuadro en el centro del patio. Hicieron una
descarga que fue funesta para ellos, porque no hizo más que enfurecer a nuestra gente. Se echaron sobre ellos y los
hicieron pedazos. En otros lados del edificio había gente que se quería rendir. De nada les sirvió, los mataron igual
que a los que resistieron. Un hombre subió corriendo por la escalera, lo persiguieron y cuando lo alcanzaron lo echa-
ron de cabeza al patio.
Desde entonces hasta la fecha muchos nos han acusado a los jefes insurgentes de sanguinarios. ¿Que por qué no
evitamos la matanza de la Requinta? Porque no pudimos. Tratamos de detener a la gente pero no nos obedecieron.
No era un ejército, era un gentío, habían tenido muchas bajas, la resistencia había sido tenaz. Cuando los que estaban
afuera entraron en la Requinta, mataron a todos los que estaban dentro. ¿Que fue culpa de los jefes? En parte. Pero
también fue, en parte, culpa de los que resistieron y, en parte, de los que los mataron. Yo no maté a nadie, anduve de
un lado para otro tratando de dominar a mi gente.
Cuando logramos poner orden, Periñón hizo que tocaran al vuelo todas las campanas de la ciudad. A este tañido se
agregó al poco rato un griterío lejano y vimos que por los callejones bajaba del cerro el gentío, que decía:
— ¡Viva la libertad! ¡Viva la independencia! ¡Viva el señor cura Periñón!
No sé qué hubieran gritado si hubiéramos perdido.
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Los pasos de López
Historical Fictionotra vez es para mi tarea, es un libro de historia de México ;v;