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A FINES DE AGOSTO EL CORONEL BERMEJILLO ME entregó con su propia mano una de las órdenes que él
mismo escribía. Decía:
"Al recibir la presente trasládese a donde le parezca prudente, tome las medidas necesarias y ofrezca los alicientes
que a su juicio sean adecuados para reclutar voluntarios hasta completar los efectivos de este batallón. Regrese a esta
plaza y ríndame parte de su misión el diez de septiembre. Dios y Ayuda. Bermejillo."
Comprendí que había llegado la hora de visitar a Periñón. Hice maleta y me puse en marcha en La Tinta, la yegua
que me vendió Cecilia Parada. Salimos de la casa en la madrugada y llegamos a Muérdago a tiempo para almorzar en
casa de Aldaco que tenía mujer y cuatro hijas gordas pero simpáticas—. Aldaco me describió Ajetreo:
— La ciudad no se ve de lejos. Sabrás que vas llegando porque te llega el olor a chiquero.
Saliendo de Muérdago, al poco andar, se acaba el terreno fértil y el camino va en línea recta hacia el poniente,
subiendo y bajando un lomerío cascajoso, rojizo hasta en tiempo de aguas. A lo lejos se ve la sierra de Cuévano.
Al recorrer aquel camino sin ningún chiste recordé lo que decía Juanito de Periñón y Ajetreo:
—El obispo Begonia le dio ese curato porque lo detesta, pero sin saberlo le está haciendo un favor, porque el día
en que Domingo se muera ya cumplió con su purgatorio aquí en la tierra y va a irse derechito al cielo.
La sierra se fue acercando, me llegó el olor a chiquero y de pronto ya estaba en la orilla del pueblo. Me acerqué a unos hombres que se habían sentado en unas piedras para ver cómo otro destazaba un puerco a la luz del atardecer.
Me miraron con desconfianza. Yo dije:
—Ando buscando al señor cura Periñón.
Cambiaron de actitud. Casi se peleaban por enseñarme el camino. Atravesé el pueblo con media docena de guías.
Aunque está recargado en la sierra, Ajetreo es plano, las calles son de tierra, las casas de un piso y no tienen aleros.
Desembocamos en la plaza, que es ancha y pelona, la iglesia, por contraste, es esbelta, de piedra color de rosa.
Periñón estaba en el atrio, supervisando a unos hombres que regaban con cántaros unos arbolitos. Cuando me vio fue
a mi encuentro con los brazos abiertos y los que estaban con él y los que llegaron conmigo se quitaron el sombrero
cuando nos dimos el abrazo.
—Llegas justo a tiempo —me dijo.
Hizo que un hombre se hiciera cargo de mi yegua, que otro fuera a su casa a avisar "que había llegado visita", que
los que habían llegado conmigo cogieran cántaros y se pusieran a regar arbolitos y luego me dijo: —Ven a ver "el
Niño".
Mientras le dábamos vuelta a la iglesia me dijo que "el Niño" le había dado mucha guerra. Tras de la iglesia el
pueblo terminaba bruscamente: había un baldío y en el baldío un tejaván. Era una herrería. Junto a la forja apagada,
en el piso de tierra estaba "el Niño". Un hombre lo estaba untando de sebo. Era un cañón: uno de los más grandes y
el más mal proporcionado que he visto. — ¿Qué te parece? —me preguntó Periñón. Lo vi tan entusiasmado que le
dije que estaba bien. El me explicó que el hombre que estaba allí agachado era herrero, pero que bajo su dirección
"se había vuelto fundidor".
—Algo vamos aprendiendo —dijo el hombre al darme la mano. Se llamaba don Lino.
—Tiene el bronce de cinco campanas —dijo Periñón.
Había conservado la sexta para llamar a misa. Yo llegaba oportunamente, me dijo, para explicarle al carrero cómo
había que hacer la cureña y para probar la pieza.
Me llevó a su casa. Estaba en contraesquina del atrio y era de las mejores del pueblo: se entraba por un portalito a
un patio sombreado por cuatro naranjos, en el corredor había macetas y jaulas con pájaros, alguien había puesto en
una mesita una jarra de agua fresca y dos vasos. Periñón me sirvió y bebimos, porque yo estaba muerto de sed,
después nos sentamos en equípales y me dijo:
—En un libro leí que el que tiene la artillería tiene la victoria. Por eso hice "el Niño".
Al rato aparecieron tres mujeres. Las tres eran bellas y las tres parecían tener la misma edad —unos veinte años—,
pero no parecían hermanas. Estaban muy limpias y vestidas con sencillez. Cruzaron el patio con la mirada baja y
fueron a darme la mano. Periñón me dijo sus nombres.
—Son sobrinas mías —explicó.
Regresaron a la puerta por donde habían salido y no volví a verlas hasta el último día que estuve en el pueblo, en
que salieron a despedirse. Se manifestaban a través de sus obras: la comida era muy buena, todos los días se
cambiaba el mantel, alguien tendía las camas, alguien lavó mi camisa, alguien trapeaba los pisos. Cleto el sacristán,
sacaba agua del pozo y servía la mesa. Ni Periñón habló de sus sobrinas ni yo me atreví a preguntarle por ellas.
El día siguiente fue agotador. Periñón me despertó cuando estaba clareando, después de desayunar fuimos a la
herrería, en donde nos esperaban el carrero y "el fundidor". Al primero le expliqué lo que es una cureña y al segundo
lo que es un taladro, porque se le había olvidado hacer un hueco en la pieza para meter la cañuela. Después Periñón
me llevó a ver las vides. Recorrimos una legua de laderas cascajosas.
—A todo el que se dejó —me dijo— lo hice sembrar parras. Cortó un racimo de uvas y me dio a probar. Eran
agrias. —Es que no se presta el clima —dijo. — ¿Por qué las siembras, entonces? —Porque está prohibido
cultivarlas.
Saludamos a muchos campesinos pobres pero para almorzar fuimos a casa de un hacendado. Periñón a todos los
trataba igual y todos lo respetaban.
Después me llevó a ver moras.
—Es un árbol excepcional —explicó. Da sombra al que va pasando, los niños se comen la fruta y los gusanos las
hojas. ¿Qué más puedes pedirle ?
Había plantado moras en la calzada, moras en la plaza, moras en el atrio, moras en el cementerio y moras en las
huertas de sus amigos.
Entramos en un cuarto oscuro en donde estaban los gusanos de seda.
—Todavía no hemos logrado hacer un buen hilo —confesó—. Pero algún día lo haremos.
Nunca lo hizo porque antes llegó el remolino que nos levantó. Esa tarde me presentó a más de cien hombres. Sabía
cómo se llamaban, dónde vivían, en qué trabajaban, qué mañas tenían, cuáles de ellos tenían enfermos en la familia, etc. —Estos son de confianza —me dijo.
Luego me enseñó las armas que iba a repartirles el día del cordonazo, que tenía escondidas en un sótano de la
iglesia, debajo del presbiterio. Eran lanzas, machetes y unos cuantos mosquetes. —Es bastante para lo que tenemos
que hacer —dijo. Subimos al campanario. Hacia el norte de Ajetreo se extiende una huizachera plana que parece que
no tiene fin.
— ¿Qué andaban haciendo por aquí los que fundaron el pueblo? —pregunté.
—Comerciaban con los indios que viven en la huizachera. Cenamos con cuatro que no eran de confianza: el
delegado Patino y tres comerciantes españoles. Dije a Patino cuál era mi misión y él me dio permiso de reclutar en el
pueblo —aunque ya era de otra jurisdicción: estábamos en la intendencia del Plan de Abajo—. La reunión fue cordial
y nos despedimos amistosamente, pero cuando íbamos atravesando la plaza pregunté a Periñón:
— ¿Qué pasa si alguno de estos va por algún motivo a la fragua y ve "el Niño"?
—Espero que no ocurra —me dijo— porque habría que matarlo.
Me le quedé mirando y comprendí que estaba decidido a matar al que comprometiera sus planes. Más tarde me di
cuenta de que también estaba dispuesto a morir. Le pregunté qué forma de gobierno iba a tener la Nueva España
después de la revolución, y él dijo :
—Puede ser una república como tienen en el Norte o bien un imperio como tienen los franceses, pero es cuestión
que francamente no me preocupa, porque sería raro que llegáramos a ver el final de esto que estamos comenzando.
Fue la primera vez que alguien dijo delante de mí que lo que habíamos emprendido podría —o, mejor dicho, casi
con seguridad iba a— costarme la vida. Esa noche, ya a oscuras, en mi cama, me resigné y dije:
—Así han de ser las revoluciones —y me quedé dormido. Al día siguiente, justo cuando íbamos a sentarnos a
comer, llegó Ontananza. Lo acompañaba otro militar. Era gordo, chaparro, amoratado y bigotón. Se llamaba Alfaro y
era tambor mayor del batallón de Cuévano. No me simpatizó pero al ver que los otros lo trataban con mucha
cordialidad supuse que alguna virtud tendría. Habíamos salido del comedor a recibirlos y cuando volvimos a entrar
ya en vez de dos lugares había cuatro en la mesa. Ontananza y Periñón hablaban con Alfaro "en confianza", es decir,
como si ya estuviera en la conspiración o a punto de entrar en ella. Durante más de una hora hablamos de "las
injusticias que padecen los criollos, especialmente los militares que están al servicio de Su Majestad". Ontananza
hizo alusiones —muy vagas— a un porvenir "justiciero". Alfaro correspondió dando la noticia de que en el batallón
de Cuévano gran parte de los efectivos estarían de acuerdo con todo lo que se había dicho en aquella sobremesa.
Entonces pasó algo que no entendí: Periñón se levantó, salió del comedor y regresó al poco rato con doscientos pesos
que puso junto a las cascaras de la naranja que se había comido Alfaro. Nadie había hablado de dinero. Alfaro dijo
entonces:
—Señores: no tienen más que darme aviso de cuándo van a llegar a las puertas de Cuévano y yo les entrego la
plaza.
Dicho esto, recogió los doscientos pesos y los metió en su morral. Yo estaba pensando en la frase que había dicho
Alfaro, que me pareció extraña, porque en el orden natural de las cosas un tambor mayor rara vez llega a estar en
condiciones de entregar una plaza. Cuando terminé de pensar esto ya nos habíamos levantado, Ontananza le había
dado la mano a Alfaro, Periñón le había dado la mano a Alfaro, hasta yo le había dado la mano a Alfaro. Periñón y
Ontananza parecían contentos, como quien acaba de hacer un buen negocio.
Poco después nos separamos: Alfaro siguió su camino a Cuévano, Ontananza tomó el de regreso a Muérdago y
Periñón y yo fuimos a ver "el Niño".
Lo encontramos en la fragua cubierto con capotes de palma, montado en su cureña nueva, de mezquite, con dos
ruedas de carro reforzadas. Era muy pesado: para arrastrarlo a un lugar que se llama "el Llano de los Petates" se
necesitaron ocho mulas jalando con todas sus fuerzas; para colocarlo en posición tuvimos que pujar doce hombres, la
bala era del tamaño de la cabeza de un niño y un hombre fuerte apenas la podía levantar.
Periñón no hacía caso de estas dificultades. Mientras los que nos habían acompañado y yo forcejeábamos con "el
Niño", él iba y venía midiendo distancias a pasos y poniendo banderitas de trapo donde creía que había de caer la
bala. Luego se acercó a preguntarme:
— ¿Tú crees que la distancia del blanco será suficiente o que la bala va a llegar más lejos?
Le expliqué que una bala tan grande no podía ser de largo alcance.
—Lo que has hecho es un cañón de demolición.
El quedó satisfecho con esta definición. Lo que yo hubiera querido explicarle es que temía que ''el Niño" se
convirtiera en un engorro, pero de nada hubiera servido. Cargué, apunté y encendí el mechero. Periñón y los que nos
habían acompañado fueron a pararse en un montículo "para ver el efecto". Cuando vieron que yo estaba a punto de
meter la mecha en el plato se quitaron el sombrero Un momento después estuve en peligro de muerte. Yo sé que los cañones reculan y al "Niño" le tenía especial
desconfianza, pero no imaginé que fuera a hacer lo que hizo. Casi se paró de manos, al caer perdió una rueda y luego
se fue de lado. Podía haberme aplastado. De alcance no estaba tan mal como yo había creído: la bala fue a enterrarse
a más de cien varas.
Periñón, don Lino, el carrero y yo pasamos lo que quedaba del día discutiendo.
—El cañón está bien —decía Periñón— lo que falló fue la cureña.
Yo les expliqué:
—En los cañones comunes y comentes, la boca, que es la parte que queda adelante del eje, pesa menos que la parte
que queda atrás, también llamada culo. En "el Niño" ocurre al revés.
Por fin llegamos a esta conclusión: ni ellos habían sabido hacer el cañón ni yo sabía componerlo.
—Nos hace falta un libro —dije— en el que aparezcan muchos dibujos de cureñas para escoger alguna que nos
convenga.
Entonces Periñón se acordó:
—La Enciclopedia.
Era lo que necesitábamos: un libro que reúne los conocimientos de la humanidad desde que comenzó hasta la
fecha.
— ¿Dónde hay una Enciclopedia? —pregunté.
—En Cuévano —dijo Periñón—. En la casa del intendente.
A la mañana siguiente nos pusimos en camino a Cuévano.

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