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EL CAMINO ATRAVIESA EL VALLE ANCHO, REMONTA SIN prisas la sierra y luego se precipita en un rizo
por la cuesta empinada, hasta llegar al plano donde está la ciudad de México. La cima del camino está donde éste se
junta con la falda del cerro de los Tostones. Un poco más arriba, a la izquierda, estaba el enemigo.
No era una fuerza grande. Calculé unos tres batallones. Se habían desplegado en el zacatal que hay ya casi en la
cumbre del cerro, entre las rocas de la cresta y los bosques de pinos. Saqué el catalejo y observé: lo primero que vi
fueron los cuatro cañones de mi batería. Cerca de ellos, en un asta clavada en la tierra, ondeaba la bandera del
batallón de Cañada.
La disposición de aquella fuerza era extraña: ventajosa pero no precisamente ofensiva. Estaban a la vista, pero
habían dejado abierto el camino. Nos daban a escoger entre cubrir el camino y pasar de largo, arriesgándonos a que
ellos nos atacaran cuesta abajo, o bien, rodearlos y atacarlos en la posición que tenían —cuesta arriba—. Las dos
alternativas requerían una pelea sangrienta que ellos iban a perder, porque teníamos superioridad de quince a uno.
Hice a mi gente tomar posiciones y mandé avisar a Periñón y Ontananza. Eran las tres de la tarde. Ellos llegaron a
donde yo estaba a las cuatro y media, al galope. Después de estudiar el terreno, Ontananza decidió que no podíamos
pasar de largo.
—Si nos atacan, malo y si no nos atacan, peor, porque queda la fuerza intacta y nos va a caer después por la
espalda.
—Estaba convencido de que una vez llegados al valle íbamos a tener que enfrentarnos a una fuerza mucho mayor.
Por esta razón decidió atacar al enemigo donde estaba, pero hasta el día siguiente.
—¿No será mejor atacar ahora mismo —dijo Periñón—, para no dejar que el miedo fermente? Ontananza contestó:
—Se haría de noche antes de empezar el combate y la gente está muy cansada.
Periñón no insistió. Fue una de las pocas veces que no impuso su criterio.
Ontananza estableció el puesto de mando en un altillo, hizo su plan de ataque y nos mandó llamar a los jefes para
darnos instrucciones. Había dividido el ejército en cuatro columnas. Dos de ellas, al mando de Borunda y Mesa,respectivamente, tenían a su cargo el ataque frontal de la posición enemiga, la tercera columna, al mando de
Adarviles, daría la vuelta al cerro del Joconoxtle y, guiada por unos campesinos de la región que eran partidarios
nuestros, ascendería al cerro de los Tostones por una senda abrupta que había en la vertiente opuesta, hasta llegar a la
cresta y atacar al enemigo por la espalda. Yo iba a estar al mando de la cuarta columna, que era de caballería. Mi
misión consistía en ocupar el camino, negándoselo al enemigo, es decir: batiendo los refuerzos que pudieran llegarle
de la ciudad de México y cortándole el paso cuando tratara de retirarse al desalojar la posición.
—Cosa que debe ocurrir —dijo Ontananza—, a más tardar, al medio día.
Hacía frío. Cuando terminó la reunión y nos despedimos el cielo estaba cubierto de estrellas. Al darme la mano,
Periñón me preguntó:
— ¿Cómo te cae la idea de tener que enfrentarte mañana a tus compañeros de batallón ?
Le dije que la perspectiva no me afectaba en la mayoría de los casos, porque eran hombres a los que yo había
tratado siempre con la idea de que algún día tendría que batirme con ellos. El del personal de mi batería, en cambio,
era muy distinto, porque siempre creí que si había guerra ellos quedarían a mi lado.
—A veces pienso —agregué— que si la noche en que murió Juanito yo hubiera estado más listo, los indios del
Paso de Cabras se hubieran quedado con nosotros.
—No te atormentes —me aconsejó Periñón—. Piensa que si se hubieran quedado con nosotros correrían el mismo
peligro que corren de morirse mañana.
La noche fue larga. La gente durmió mal a causa del frío que hacía en esas alturas, los hice levantarse a deshora y
ensillar, avanzar por el camino a oscuras, uno se durmió y cayó del caballo, otro se desbarrancó.
Cuando empezaba a clarear ya estábamos en posición: dispuse una línea de tiradores para defender el camino, hice
que el grueso de la columna se situara en un llano que quedaba oculto del enemigo y fui a pararme en un
promontorio desde donde podía ver a éste, el camino, el campo del ejército insurgente en el cerro de los Tostones y
la caballería a mi mando. Estaba levantando el catalejo cuando un soldado llegó a preguntarme:
— ¿Que si podemos encender fuego para calentar las tortillas? —Que coman tortillas frías —ordené.
No quería que el enemigo, viendo el humo supiera que le habíamos cortado la retirada.
Al poco rato vi a lo lejos a Adarviles, a la cabeza de su columna, que empezaba a darle la vuelta al cerro del
Joconoxtle. Pasaron las horas y nada, el ataque no comenzaba. Los soldados enemigos encendieron fuego, calentaron
la comida y almorzaron con calma. Luego tomaron posiciones defensivas: una línea que parecía inexpugnable. Por
fin, a las once, del bosque salió un griterío:
— ¡Viva la independencia! ¡Viva la Virgen Prieta! ¡Viva el señor cura Periñón!
El enemigo preparó mosquetes. En el campo insurgente se oyeron trompetas, el rumor de mucha gente que se pone
en movimiento, después los pinos blanquearon y por fin, del cobijo del bosque salieron al zacatal las columnas. Las
vi como dos hilos de hormigas blancas que subían lentamente la cuesta para no perder aliento. Avanzaban al
descubierto, mientras no apareciera Adarviles no había esperanzas de sorpresa de ninguna especie. El enemigo
cambió de posición levemente, para hacer frente a las dos columnas. Pasó un rato en silencio, luego, tronaron los
cañones ¡—mis cañones—! No atinaron. Habían apuntado bajo. Sin embargo, las columnas parecieron titubear un
momento, luego siguieron su marcha hacia arriba, lentamente. Otra descarga de artillería: ésta causó bajas en el
centro de las columnas. Hubo un pequeño desorden, pero duró sólo un momento. El avance siguió. Un toque de
corneta en el campo enemigo, los soldados se echaron el rifle a la cara, pero no dispararon. Las cornetas insurgentes
tocaron "a la carga". Las columnas empezaron a desplegarse y a avanzar a la carrera. Entonces sonó la descarga
cerrada. Las primeras filas de los atacantes desaparecieron entre el zacate, los demás bajaron corriendo el trecho que
habían subido tan lentamente. El enemigo no intentó perseguirlos y permaneció en posición.
En el bosque los insurgentes se detuvieron, se serenaron, sus jefes los pusieron en orden, los hicieron volver a
formarse y a avanzar otra vez cuesta arriba. Otra vez resistieron los cañonazos, pero la descarga de fusilería los hizo
desbandarse y bajar corriendo la cuesta, al llegar al bosque, los jefes volvieron a dominarlos, los hicieron formarse y
avanzar otra vez.
Cuatro asaltos hubo ese día y tres veces el enemigo puso fin al avance con una descarga cerrada. Ni el enemigo se
movió de su posición ni los insurgentes cambiaron de táctica o dejaron de insistir. En el tercer asalto Borunda cayó
herido, el señor Mesa, muerto. Periñón y Ontananza los sustituyeron. Dicen que Periñón decía: —No se me rajen
ahora, muchachos, es cosa nomás de aguantar un ratito.
Volvieron al asalto. Esta vez rindieron fruto la perseverancia de los insurgentes y el error que había en la táctica
del enemigo: la descarga cerrada es estruendosa y dramática, pero tiene el defecto de dejar a la fuerza inerme durante
el tiempo que tardan los soldados en cargar mosquetes. Lo que pasó en el cuarto asalto fue que al recibir la descarga
—y gracias a la insistencia de los jefes—, los insurgentes que no cayeron siguieron avanzando. Los primeros en alcanzar la posición enemiga murieron a bayonetazos, pero ya la batalla estaba decidida. Una ola de gente subió a la
cumbre y acabó con los coloniales, que resistieron valerosamente: de mil hombres que eran se rindieron catorce.
Desde el lugar en que yo estaba vi la batalla de principio a fin sin intervenir para nada. No podía moverme de mi
puesto por si el enemigo se retiraba o le llegaban refuerzos de México. Ninguna de las dos cosas pasó: yo y mi
columna fuimos inútiles. Estaba atardeciendo cuando vi a Periñón arrancar la bandera de España y clavar en la tierra
la de la Virgen Prieta. Entonces yo y todos mis soldados celebramos la victoria que habían ganado nuestros com-
pañeros a gritos:
— ¡Viva la independencia!, etc.
El cerro de los Tostones estaba cubierto de muertos. Cuando llegué a la cumbre encontré a Periñón pensativo,
parado en el zacatal, rodeado de cadáveres. Al verme sonrió un momento, después la sonrisa se desvaneció y me
dijo: —Hicimos una matanza.
En vez de festejar su triunfo, los soldados victoriosos andaban cargando muertos, curándose las heridas o buscando
entre el zacate algún amigo perdido. Hice desmontar a mis hombres y los puse a ayudar en esta tarea triste.
Al rato apareció Adarviles en la cresta del cerro. Lo seguía su columna. Iban muy fatigados. Adarviles fue al
puesto de mando y se excusó con Ontananza. Dijo que había perdido primero a los guías y después el camino. Había
pasado el día yendo de un lado a otro por la sierra hasta que encontró el sendero que conduce a la cresta del cerro de
los Tostones.
—Si llegas antes —le dijo Ontananza, cortante— el resultado hubiera sido el mismo, pero hubiéramos acabado
más pronto. Periñón fue más cordial. Le dijo:
—Mira, pon a tu gente a hacer zanjas para enterrar a los muertos.
El entierro es la parte más terrible de la victoria. Entre los amigos caídos estaba el señor Mesa, con tres balazos en
el cuerpo, dos de sus hijos y varios hombres que habían sido de mi confianza. Como siempre, los mejores fueron los
primeros en caer. Entre los enemigos encontré a los indios de Paso de Cabras, el cabo Berrueco, el mayor Trujano y
el coronel Bermejillo. Yo mismo cavé la fosa de este último. Recordé que me había dicho que quería que lo
enterraran en Elche y que yo había apuntado este deseo en un cuadernito por si algún día estaba en mi mano
cumplírselo. Lo enterré en el cerro de los Tostones y al cubrir la fosa clavé encima su sable, para saber en dónde
había quedado su cuerpo. De nada sirvió, porque esa misma noche se robaron el sable.
Cleto quería pasar lista para saber quiénes eran los que habían caído. Periñón se opuso.
—Ya bastante sangre vieron para que los hagamos oír una lista llena de silencios. Al contrario: muevan piedras y
formen un monumento que diga, "aquí triunfamos", y vamos a celebrar la victoria con una cena especial.
El día anterior una partida forrajera había caído sobre un ganado. Por órdenes de Periñón se mataron cien reses, se
encendieron lumbres y se pusieron a asar, se formó otra partida que fue a buscar pulque en los ranchos de la región.
Ontananza escogió el lugar donde se levantaría el monumento. Periñón y yo fuimos a ver a los heridos.
Un soldado viejo, de los lanceros de Abajo, le había sacado a Borunda, con un cuchillo, la bala que tenía en el
muslo y estaba cubriendo la herida con un emplasto de penca de nopal machacada. Borunda estaba sufriendo.
Lo importante, Emiliano —dijo Periñón— es que esta noche no te vayas a resfriar. Tápate bien con el capote. Ya
mañana dormirás en un lugar más cobijado.
Cuando nos alejamos de Borunda, Periñón me confesó:
—Ya sé que es una pendejada lo que dije, ¿pero qué otra cosa le puedo decir a este pobre?
Vimos heridas horribles. Periñón dispuso que al día siguiente los heridos que no estaban tan malos cargaran a los
que estaban peor y los llevaran a Polotla, donde habíamos dejado la retaguardia. Hecho esto, señaló la cresta del
cerro y me dijo: —Vamos a ver qué hay del otro lado.
Escalamos con cuidado a la luz de las estrellas. Periñón iba adelante. Cuando lo alcancé en la cima estaba parado
en silencio. Entonces vi que a lo lejos, en medio de la oscuridad del valle, había una mancha de lucecitas: era la
ciudad de México.
Dormí mal. Fue una noche llena de ruidos: había heridos que se quejaban, sanos que mascullaban en sueños,
pasos furtivos, los caballos estaban inquietos. En la madrugada caí en un sueño profundo y cuando desperté había
amanecido. Periñón y Ontananza estaban en el rescoldo de una fogata con jarros de hojas de naranjo en la mano.
Cuando me acerqué a ellos, Periñón me dijo: —Se fue la mitad del ejército. No entendí lo que me decía:
— ¿A dónde? —Desertaron —dijo Ontananza.
Vi a mi alrededor. La mitad del campo había desaparecido.
— ¿Pero por qué los dejaron ir? ¿Dónde estaba la guardia? —Se fue con ellos —dijo Periñón.
Era el segundo efecto de la batalla: muchos de los hombres que participaron en el combate del día anterior habían
comprendido que no querían participar en otro al día siguiente. Desertaron sin que nadie se lo impidiera, porque
Adarviles, que había estado al mando de la guardia de noche había hecho lo mismo.
—Parece que se mosqueó por lo que le dije ayer cuando llegó tarde —dijo Ontananza.
Se había llevado su compañía de fusileros.
A Periñón parecía no importarle mucho la deserción en masa.
—Ustedes querían un ejército más chico —nos dijo—. Ya lo tenemos.
Hicimos que la gente se formara en el zacatal, para pasarle revista. Nos dimos cuenta de que el ejército libertador
seguía siendo enorme y mal disciplinado, con un defecto nuevo: los ánimos estaban bajos. La deserción de en la
noche les ponía en la cabeza dudas que no disipaba el triunfo del día anterior.
—Necesitamos nuevos jefes —dijo Ontananza.
Hicimos una ceremonia solemne, lo más marcial posible, con bandera en el asta, toques de corneta, voces de
mando. Ontananza leyó la lista de los que se habían distinguido en la batalla del cerro de los Tostones: un paso al
frente. Luego los ascendimos, algunos hasta varios grados. Hubo cabo que llegó a capitán aquel día. Periñón abrió el
cofre y repartió dinero entre la tropa.
—Espero que esto los anime un poco —me dijo, cuando acabó el reparto.
—Tienen tiempo libre hasta las tres de la tarde —dijo Ontananza a la tropa antes de que rompieran filas.
En la punta de un cerro no había mucho qué hacer ni en qué gastar el dinero.
Hicimos un consejo del mando supremo al que nomás asistimos tres, porque Borunda iba en angarillas rumbo a
Polotla. La pierna se le había puesto morada.
—Tú crees que tendremos otro encuentro antes de llegar a la ciudad de México —preguntó Periñón a Ontananza.
—No hay duda —fue la respuesta.
Dio sus razones: el tiempo que había pasado desde la toma de Cuévano era bastante para movilizar a las tropas que
había en el cantón de Perote. Si antes del cerro de los Tostones no habíamos encontrado ninguna fuerza enemiga era
porque las disponibles estaban en el valle, esperándonos, para impedir que tomáramos la ciudad de México.
Al oír el razonamiento, Periñón dijo:
—Yo creo que si mañana tenemos otra batalla, cualquiera que sea el resultado, será el fin de este ejército.
Ontananza y yo fuimos de la misma opinión. Entonces se nos ocurrió la idea de hacer una retirada para preparar la
ofensiva: si la batalla en el valle era segura y hubiera sido fatal, no había que arriesgarla, en vez de avanzar a México
había que retroceder a Cañada y allí preparar un ejército que en tres meses sería invencible. Entonces avanzaríamos
para tomar la ciudad de México. Durante un rato hablamos, interrumpiéndonos constantemente para explicarnos
unos a otros cómo iba a ser el nuevo ejército que íbamos a formar. Ni a Periñón ni a Ontananza ni a mí se nos ocurrió
hacer una avanzada para comprobar si realmente había una fuerza enemiga entre nosotros y la ciudad de México.
A las tres de la tarde se formó la gente y Periñón les dio la noticia.
—La toma de México será otro día, muchachos. Por lo pronto, vamos a Cañada.
Saber que no iban a tener que dar otra batalla al día siguiente entusiasmó más a nuestros hombres que los ascensos
y el dinero que Periñón les había repartido. Espontáneamente se quitaron los sombreros y gritaron:
— ¡Viva la independencia! ¡Viva la Virgen Prieta! ¡Viva el señor cura Periñón!
Periñón declaró inaugurado el monumento que decía "aquí vencimos" y el ejército se puso en marcha. Empezó a
recorrer lentamente, en sentido opuesto, el camino largo que lo había llevado al cerro de los Tostones.

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