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AMANECIÓ NUBLADO. ESTÁBAMOS DESAYUNANDO cuando Diego me dijo:
—No vaya a creer que es grosería, teniente, pero es necesario que ni el coronel ni el mayor se den cuenta de que es
usted nuestro amigo, para que no vayan a imaginarse que vamos a ser parciales.
—Comprendo —dije—. No diré nada.
—Yo le aconsejo que se adelante —dijo Ontananza—, para que no lleguemos juntos al cuartel.
—Buena idea —dijo Diego.
Aldaco cerró la conversación diciendo:
—Si se va a adelantar ya váyase yendo, porque el camino es largo para hacerlo a pie.
Dejé el chocolate a medias y me levanté de la mesa.
—Buena suerte —me dijeron.
Se quedaron sentados, comiendo tranquilamente.
En el camino un viento chivero sopló y se espantaron las nubes. Creí que era buen augurio, pero cuando llegué al
cuartel encontré en el patio a dos oficiales que eran los otros aspirantes: eran españoles. Si gano esta prueba, pensé,
será un caso único.
—Me llamo Pablo Berreteaga —dijo uno de ellos y me dio la mano, le dije mi nombre, él me preguntó—, ¿Has
leído el libro sobre fortificaciones del marqués de Santa Cruz?
—No.
—Yo sí. Son doce tomos.
El otro oficial se llamaba Pepe Caramelo. Tenía un dedo de frente. Ambos rieron cuando supieron que yo había
pasado dos años acantonado en Perote.
A las nueve nos formamos. El batallón estaba todavía incompleto: había banda de guerra, dos compañías de
fusileros y un grupo de desarrapados que, supe después, era el personal de la batería. De los oficiales que había sólo
hablaré de tres: un hombre de ojos verdes y cejas tupidas, que iba de un lado a otro, muy afanado, taconeando: era el
capitán Adarviles; el mayor Trujano era un hombre muy largo, muy flaco y muy tranquilo, pero tenia una barriguita;
el coronel Bermejillo tenia una pierna tiesa y la cara llena de cicatrices. Era muy chaparrito y para contrarrestar su
estatura, hablaba con un vozarrón:
—El batallón de Cañada, señores, es un batallón de hombres. El que gane esta prueba será de entre vosotros el que más hombre sea —dijo.
Anunció que iba a hacer siete pruebas y que los jurados iban a ser los tres que yo había conocido el día anterior,
más el coronel, el mayor y Adarviles.
Para la prueba de destreza con arma blanca entramos en la sala de armas, echamos suertes y me tocó el primer
lance con Berreteaga, Adarviles dio las órdenes en francés.
Durante el combate se trabaron espadas, quedamos casi abrazados y Berreteaga aprovechó para darme un puñetazo
en el hígado. Entre que perdí el aliento y la sorpresa, me quedé indefenso. Berreteaga destrabó y se tiró a fondo con
una estocada que casi me rompió las costillas.
—Touché —dijo Adarviles. Me acerqué al juez y le dije: —El contrincante me dio un puñetazo, señor. Adarviles
me miró frunciendo el ceño tremendo y me dijo algo que nunca le perdoné:
—No venga a quejarse conmigo, teniente. Cuando estemos en el campo de batalla no tendrá a quién reclamarle.
Fui a sentarme en una banca para ver el siguiente lance. Pablo Berreteaga despachó a Pepe Caramelo en un ratito.
El coronel Bermejillo aplaudió, Aldaco se acercó y me dijo:
—Pablito es hijo del Intendente del Plan de Abajo. Sin decir más, se alejó.
Nos hicieron entrar uno por uno en un cuarto en donde estaba el jurado.
— ¿Cómo se hace la pólvora? —me preguntó el mayor Trujano. Dije cómo se hacía. El mayor tenía un libro en la
mano en donde leía si mis respuestas eran correctas. Me preguntó cómo se prepara una mezcla incendiaria, qué grano
se recomienda para disparar contra caballería, etc. Unas respuestas las sabía, otras, las inventé. No supe cómo salí.
El coronel me examinó de táctica militar:
—Usted va a la cabeza de una compañía al asalto de un enemigo parapetado y de pronto se da cuenta de que un
escuadrón de caballería enemigo se le acerca por retaguardia, ¿qué hace?
Si una situación así se me presentara en la vida, iría a esconderme en la nopalera más cercana. Contesté:
—Formaría dos líneas de tiradores y trataría de salvar parte del efectivo por el flanco derecho.
El coronel quedó complacido.
Prueba escrita. Entramos los tres aspirantes en un despacho y Diego nos dio el cuestionario. "Cosas que debe saber
todo oficial de milicias": ¿qué parentesco tienen el conde de Salamanca y el Infante de Aragón por parte de madre?,
etc. Ya me daba por reprobado cuando Diego, que se paseaba por el cuarto aprovechó un momento en que nadie
miraba para acercarse a mi mesa y dejar un papelito doblado. Eran las respuestas. Todavía se lo agradezco.
En la cuadra había tres caballos. Se llamaban el Loco, el Tuerto y el Negro. Aldaco hizo el sorteo. Metí una mano
en su sombrero y saqué un papel que decía "Loco".
Era un caballo que le tenía miedo a las zanjas y se negaba a cruzarlas por angostas o superficiales que fueran. En
cambio le daba por brincar todo lo que estaba por encima del suelo. A estas características se debió que en la prueba
de los doce obstáculos, diéramos doce brincos en los primeros siete y que al llegar al octavo, que era zanja, el Loco
se parara en seco y me echara de cabeza en el lodazal. Me puse de pie como pude y monté, desmonté, fustigué,
espoleé, jalé y empujé, pero el Loco no brincó la zanja.
Aldaco se me acercó con la hoja de los resultados en la mano y me dijo:
—Va a tener que dispensarme, pero no me queda más remedio que ponerle aquí "incompleto".
Aldaco volvió a sortear y me tocó mejor suerte. Me tocó el Negro. Era un gran caballo pero de nada me sirvió. La
prueba era de "lectura de mapas". Leí mal el mapa y fui a dar a media legua de donde estaba la meta. Aldaco volvió a
apenarse.
—Va a tener que volver a dispensarme. Es mi deber escribir aquí "se perdió" —me dijo.
Nos llevaron a una loma en donde habían puesto los tres cañones. En el llano, en medio del cascajal, estaba el
blanco. Era un círculo formado con piedras encauchadas. Ontananza se quitó el bicornio, echó adentro tres papelitos
doblados y nos dio a escoger. Me tocó el primer disparo y la pieza número uno, junto a la cual fui a pararme.
Frente a mí estaba el llano, a mi izquierda estaban los colores del batallón y de España, los señores del jurado y, un
poco más lejos, los curiosos —"lo mejorcito de Cañada", me explicó después la corregidora, había ido a ver los
cañonazos, las señoras habían abierto sombrillas—, a mi derecha, detrás de una mezquitera, había un caserío y una
iglesia.
Soplaba un airecito tibio, en el cielo pasó una nube como un borrego perdido, un cabo y cuatro desarrapados
llegaron a donde yo estaba y se cuadraron.
—Venimos a cargar la pieza, mi teniente —dijo el cabo.
—Muy bien, cárguela.
Habían empezado la maniobra cuando vi que se acercaban un hombre de negro y una mujer con sombrilla. Eran
Periñón y la corregidora. El se había quitado el sombrero de copa y lo llevaba en la mano, le daba el otro brazo a
Carmelita que caminaba con trabajos en el tepetate.
—Venimos a preguntarle cómo le ha ido —me dijo ella, sonriente.
—Muy mal —empecé a decir.
Los que estaban cargando el cañón me interrumpieron: dejaron la baqueta, el taco y la pólvora para ir a besarle la
mano a Periñón, quien, un poco apenado conmigo, les dio la bendición y les dijo:
—Váyanse a terminar su trabajo, muchachos, que yo vine a hablar con el teniente, que es amigo mío. —Cuando se
alejaron explicó—. Son buena gente, vienen del Paso de Cabras —y agregó en voz más baja—. Tenga cuidado cómo
le cargan la pieza porque nunca han visto un cañón.
Fue la segunda vez que vi a Periñón tratar con gente pobre: los conocía, los comprendía y los dominaba.
Hablamos del examen de oposición, que yo daba por perdido.
—Además de que los otros son españoles —dije—, lo han hecho mejor que yo.
Entonces Carmelita dijo:
—No pierda todavía esperanzas —y sonrió.
Cuando ellos se fueron me volví a donde estaba el cañón y vi que el cabo estaba metiéndole puños de tierra por la
boca.
— ¿Qué está haciendo? —le pregunté.
—Poniendo el adobe, mi teniente.
Me explicó que el adobe "era la tierra que se le ponía a la pieza para que amacizara el retaco y la bala saliera con
mayor fuerza". Yo dije:
—En otra ocasión le preguntaré quién le enseñó a poner adobe, por lo pronto, descargue esa pieza y vuelva a
cargarla según le vaya yo diciendo.
Así se hizo y cuando me di por satisfecho despedí la tropa y ellos se fueron a cargar las otras piezas.
Me hinqué y apunté la mía, inclinándola un poco a la izquierda para que el airecito que soplaba empujara la bala al
mero centro del blanco, después me levanté, preparé la cañuela y encendí el mechero.
Ontananza había montado a caballo y tenía la espada desenvainada, el trompeta de órdenes estaba parado a su lado,
las banderas ondeaban, todo parecía expectante. Entonces vi algo que me asombró: Periñón y Carmelita platicaban
con Pablo Berreteaga quien daba la espalda a su cañón y no se daba cuenta de que en ese instante el cabo estaba
"poniéndole adobe". La trompeta tocó "listos la primera pieza" y Ontananza levantó la espada.
Cuando dejó caer el brazo metí la mecha en el plato, se oyó el traquidazo, me quedé sordo, vi el fogonazo, se
cimbró la tierra, reculó la pieza y antes de que se disipara la humareda oí un ruidito que resultó ser aplausos. Había
un agujero en el blanco.
—Tiró en el blanco —gritó Ontananza.
Me tocó ver el tiro de Pepe Caramelo con mucha claridad: la bala, en el aire, describió una curva abierta y fue a
enterrarse en una nopalera.
—Tiro fuera del blanco —gritó Ontananza.
El disparo de Pablo Berreteaga fue en cierto sentido el más notable: se vio el fogonazo, se oyó el "trac", se cimbró
la tierra, etc., pero ninguno de los que estábamos mirando alcanzó a ver la bala ni se supo de momento en dónde
había ido a parar. Nos quedamos mirando el llano. Ontananza y el coronel Bermejillo levantaron catalejos pero nada
vieron. Ontananza hizo que dos de a caballo fueran a reconocer el terreno: anduvieron un rato trotando por el
cascajal hasta que se cansaron y regresaron moviendo la cabeza. Ontananza gritó:
—Tiro fuera del campo visual.
Después se supo que fue la bala que más lejos llegó: salió desviada hacia la derecha, pasó volando sobre la
mezquitera, rebotó en uno de los contrafuertes de la iglesia del Santo Niño, rompió una ventana, desfundó el pulpito
y fue a enterrarse en el piso, junto al cepo de la Vela Perpetua. Cincuenta pesos tuvo que pagar Berreteaga para
componer los daños.
Pero antes de que se supiera la suerte de esa bala nos hicieron formar en el patio del cuartel: la banda frente a los
fusileros, los jurados con las banderas y los aspirantes frente a ellos. Los jurados tardaron un rato en ponerse de
acuerdo: consultaban sus hojas de calificaciones, las comparaban, discutían un rato y volvían a consultar sus hojas.
Por fin el coronel Bermejillo se puso morado y se dio por vencido.
—Teniente Matías Chandón —gritó.
Pasé al frente, él me dijo que el jurado había decidido que mi prueba había sido la mejor y me ofreció el puesto de
comandante de la batería y jefe de artificieros.
— ¿Acepta? —Acepto.
Me hizo jurar defender con mi vida la bandera, el honor del batallón de Cañada y la Corona de España. —Juro — dije.
La banda tocó la diana, los fusileros presentaron armas, el coronel echó un discurso, luego rompimos filas y yo fui
al despacho del mayor Trujano para que me inscribiera en la nómina. Cuando atravesaba el patio para salir del
cuartel vi al cabo que había cargado mi pieza y le hice seña de que se acercara.
— ¿Cómo te llamas? —le pregunté. —Berrueco, señor —me dijo.
Le di cuatro reales.
—Toma —le dije—. Esto te lo doy no por el servicio que me diste a mí sino por el que les diste a los otros.
No entendió, por supuesto, pero quedó agradecido.

Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora