PERIÑÓN DESPERTÓ ANTES DEL ALBA, ENTRO EN MI cuarto y me dijo:
—Ya empezaron a llegar.
Fue a asomarse en la ventana y me hizo seña de que me acercara.
En la luz gris del amanecer vi que en la plaza había muchos hombres. Unos estaban dormidos, en el suelo,
envueltos en sus cobijas, otros estaban en grupos, en cuclillas, tomando las hojas de naranjo que unas mujeres habían
ido a venderles.
— Es fuerza —me dijo Periñón— que hagas de esta gente un ejército. Enséñales lo que tú sabes.
Antes de salir de la casa Periñón hizo algo que me extrañó pero cuya importancia no podía yo comprender
entonces —fue el primer indicio del cambio que había ocurrido en su carácter a consecuencia del Grito—: para ir a la
plaza, que estaba a cincuenta pasos, hizo que Cleto le ensillara su caballo blanco.
Cabalgó como la primera vez que lo vi: al paso, sin sombrero, dejando colgar el brazo en cuya mano llevaba la
vara para espantar perros. Arrendó en el centro de la plaza y esperó a que los que estaban dormidos despertaran, a
que los que estaban bebiendo hojas dejaran los jarros, a que todos lo rodearan. Cuando el rumor se apagó, Periñón
preguntó:
— ¿Que es lo que buscan aquí?
Pasó un rato antes de que un indio serrano contestara por todos:
—Queremos que nos lleves a donde vayas.
— ¿Ya dónde creen que voy?
— A donde quieras.
Periñón hizo caracolear su caballo antes de decir, con mucha solemnidad:
—Con estas palabras que oyen, quedan admitidos como soldados del Ejército Libertador.
Los que estaban en la plaza gritaron:
— ¡Viva el señor cura Periñón!
Apenas los recibió en el "ejército", se los pasó a Cleto para que hiciera una lista con sus nombres y luego a mí,
para que les diera instrucción.
Convertí la plaza en campo de maniobras y enseñé a los hombres a alinearse, a ponerse en posición de firmes, a
dar el flanco derecho y a obedecer la orden "de frente, marchen". El primer día eran cien, el segundo, trescientos, el
tercero casi llegaban a mil. Tuve que nombrar cabos para delegar funciones. Periñón no descansaba, pasaba el día
yendo de un rancho a otro, reclutando gente.
—Al paso que vamos —le dije— nunca tendremos un ejército en forma. Siempre será un gentío.
Me contestó con una frase que iba a decir muchas veces: —A nadie podemos negarle que venga con nosotros. Si
esa es su voluntad, es su derecho.Todos los que llegaban eran gente pobre. Unos eran peones de hacienda, otros eran de los que viven en las orillas
de los pueblos y trabajan un día de adoberos y al siguiente de aguadores, otros eran cerreros, gente que vive en el
monte haciendo un poco de leña, un poco de carbón, matando un venado. Raro era el que llegaba con un caballo, más
raro el que traía una escopeta, algunos llevaban machetes u hoces, la mayoría no llevaba nada. Todos tenían hambre,
cosa que había de convertirse en una de nuestras mayores preocupaciones.
Una mañana Periñón me despertó con estas palabras: —Hay que asegurar bastimento para este ejército. Hice una
partida forrajera. Escogí cuarenta hombres, los que me parecieron más capaces, veinte de a caballo, que armé con las
lanzas que había hecho don Lino, veinte de a pie, que habían aprendido a usar los mosquetes que estaban debajo del
cuadrante. Salimos de Ajetreo en buen orden y al medio día atacamos la hacienda de Teresonas. La operación fue
imperfecta —todo salió a destiempo—, pero el resultado fue excelente, gracias a que no había nadie defendiendo.
Los dueños de Teresonas, que eran españoles, al saber que Periñón había dado el Grito, se habían ido a Cuévano muy
espantados, llevándose lo que podían pero dejando intactas las trojes y cincuenta y dos cabezas de ganado en el
corral. Cuatro mil y pico de arrobas de grano midió Cleto, antes de ponerlo en carros.
Cuando la carga y el ganado estaban listos para ser llevados a Ajetreo, formé a mi gente y les dije:
—Estos animales que ven y lo que va adentro de los costales es propiedad del Ejército Libertador. Si agarro a
alguno de ustedes con un puño de maíz en la mano, lo paso por las armas. ¿Me entienden?
—Entendemos —gritó la tropa.
Di la orden de "marchen" y el convoy se puso en movimiento. Yo fui el último en salir del patio de la hacienda.
Era una casa que me gustaba. Había en ella una buganvilla, una fuente, techos de madera labrada. No había ningún
fuego ardiendo cuando salí.
No me di cuenta de lo que pasaba hasta que alcancé a mis hombres. Se habían parado en un altillo para ver el
incendio. La humareda que se levantó duró tres días con sus noches y se hizo tan famosa que actualmente la hacienda
ya no se llama Teresonas sino La Quemada.
Este incidente me puso de mal humor. Lo que pasó al rato me lo puso peor. Empezó con que noté que faltaba uno
de mis hombres. Hice que dos de a caballo fueran a buscarlo en una dirección y yo tomé el rumbo contrario. Al poco
cabalgar oí entre la huizachera una voz que cantaba así:
"Soy la saltaparedes
agárrame a ver si puedes", etc.
Espoleé la yegua, salí a descubierto y le corté el paso al que se había deshalagado. Iba muy contento, arreando dos
bueyes que llevaba de regreso al rancho de donde había venido. Al verme abrió la boca.
—Cantas muy bonito —le dije y le di un cuartazo en la cara.
Cuando llegamos a Ajetreo lo encerré en un cuartito que había en la iglesia en donde Periñón guardaba triques.
—Cuando venga el señor cura —le dije antes de cerrar la puerta—, le pides que te confiese, porque mañana te
mueres.
Estaba decidido a hacer un fusilamiento ejemplar, pero al llegar a la casa de Periñón encontré que las sobrinas
habían hecho horchata y tendido una hamaca entre dos pilares. Eso me ablandó un poco. Bebí un jarro, me quité las
botas y me recosté.
Periñón regresó de los ranchos de buen humor.
—Ya sé que encontraste las trojes llenas —me dijo—. La fortuna está con nosotros.
—Alguien prendió fuego a la hacienda —le contesté.
Comprendí que no le importaba.
—También lo sé. Es una lástima. Una hacienda tan bonita. Pero ya ni llorar es bueno. ¿Qué le vamos a hacer?
Vamos a consolarnos pensando que al ver el incendio a nadie le quedará duda de que estamos en pie de guerra.
Se sirvió un jarro de horchata y estaba bebiéndoselo cuando le dije:
—Quiero que confieses a un hombre que está en capilla. Cuando le dije el motivo no lo podía creer. — ¿Pero
cómo vas a fusilar a un hombre nomás porque nos robó dos bueyes que ni siquiera son nuestros?
Traté de hacerle ver que el delito no era lo importante sino la indisciplina. Yo había dado una orden y el hombre
me había desobedecido. Yo había prometido la muerte y ahora tenía que matarlo. Repetí lo que me había enseñado el
coronel Bermejillo:
—Las órdenes son sagradas. La disciplina con sangre entra. Militar que se dobla es cuerda que se revienta, etc.
Periñón me miraba con incredulidad. —Estás hablando como un militar pendejo —concluyó. Comprendí que tenía
razón. —Si no quieres que lo fusile, perdónalo. —No —dijo él—. Perdónalo tú.
Tanta autoridad tenía Periñón sobre mí que perdoné al ladrón. Tan agradecido quedó que nos abandonó pocos
meses después, llevándose una caballada.A media legua de Ajetreo se alza el cerro del Molcajete, desde cuya cumbre se domina la llanura y el camino que
baja de la sierra. Allí pusimos un divisadero con centinelas a todas horas. Periñón les entregó dos trapos.
—Si ven que se acerca una fuerza enemiga —les dijo—, levanten el trapo azul, para preparar la defensa, si ven que
se acercan los lanceros de Abajo, levanten el rojo, para hacer la fiesta. Puso a sus sobrinas a hacer el mole. —Asen
los chiles y muélanlos. Tenga todo preparado para que cuando veamos la señal ya nomás falte meter el guajolote en
la olla.
Estas disposiciones las tomó el día dieciséis, un jueves, con la idea de que Ontananza y Aldaco llegarían esa
misma tarde, como habían quedado conmigo. Al lunes siguiente no teníamos de ellos aún ni razón ni nuevas. Yo
estaba entre impaciente y temeroso de que nuestros amigos se hubieran rajado, Periñón, en cambio, les tenía
paciencia y confianza.
—Hay que considerar —me decía—, que son hombres de obligaciones. Antes de emprender ningún movimiento
tienen que poner a sus familias a salvo. A ti y a mí nos cuesta trabajo entenderlos porque no tenemos ni mujer que
nos llore ni perro que nos ladre.
En las noches, después de cenar, hacíamos conjeturas. Me extrañó el rigor con que consideraba los actos de Diego.
—Siempre fue pusilánime —decía—. Debió haberse levantado a la primera señal de que la Junta estaba
descubierta. ¿Qué tenía que andar visitando al alcalde?
Yo defendía la actitud de Diego. Trataba de hacer ver a Periñón que la suerte había estado en contra nuestra
aquella noche.
—El diablo sabe a quién se le aparece —concluía él.
Periñón le tenía gran respeto a Juanito, a pesar de que por confesarse nos había denunciado.
—Hizo bien —decía— en actuar de acuerdo con su conciencia.
Una tarde, al llegar a la casa, encontré a una de las sobrinas, la más prieta, hincada en el corredor, abriendo un
altero de tunas Cardonas. Sin que yo se lo pidiera, ella abrió una tuna y me la ofreció. Yo la acepté. Después de
comérmela, me limpié los dedos con un pañuelo. Ella abrió otra tuna y me la ofreció. Fue la única vez que estuve
solo con alguna de las sobrinas. Hubiera sido el momento oportuno de preguntarle si era sobrina de Periñón. No me
atreví. Tomé la segunda tuna, ella bajó los ojos y nunca supe la respuesta.
Periñón y yo estábamos platicando en el corredor en la tarde del martes cuando llegó un centinela sofocado a
avisarnos que los vigías que estaban en el cerro del Molcajete habían levantado el trapo rojo. Periñón se levantó de
un brinco, dio órdenes de que echaran el guajolote en la olla y se fue a buscar su bandera —la que había hecho con la
lanza y la imagen de la Virgen Prieta—.
Se estaba metiendo el sol cuando los lanceros de Abajo entraron en la plaza. Los caballos estaban empapados, los
lanceros llenos de tierra, pero las trompetas tocaron la Marcha Dragona. El destacamento que yo había formado
presentó armas. Fui a pararme al lado de Periñón que estaba en los escalones del atrio con la bandera.
Ontananza y Aldaco se apearon y nos dimos un abrazo. Entonces, nuestra gente gritó:
— ¡Vivan los lanceros de Abajo! ¡Vivan sus capitanes! Los lanceros respondieron:
— ¡Viva el señor cura Periñón! ¡Viva el teniente Chandón! ¡Vivan sus hombres!
Mientras en la plaza había escenas de fraternidad y en la cocina calentaban la comida, tuvimos la primera reunión
de lo que más tarde se había de llamar Consejo del Mando Supremo.
Entraron los cuatro en el comedor y nos sentamos alrededor de la mesa. Ontananza y Aldaco empezaron por
disculparse: se habían atrasado, tal como lo había imaginado Periñón, por poner sus familias a salvo. Luego nos
dieron las pocas noticias que tenían de Cañada: todo estaba perdido, Diego y Borunda estaban en prisión, había
rumores de que a Carmen la habían encerrado en el convento de Las Candelarias, no había noticias de don Benjamín
Acevedo ni del señor Mesa.
Cuando terminaron de hablar, Periñón tomó la palabra.
—Estas noticias no hacen más que confirmar lo que ya imaginábamos Matías y yo, que no debemos esperar
ningún auxilio de Cañada.
Luego me pidió:
—Saca el tintero y las plumas para que lleves el acta.
Cuando estuve listo, siguió:
—En vista de que el ejército que tenemos está creciendo muy rápidamente y de que los grados que ustedes tienen
no son bastante altos para hacer frente a tan gran responsabilidad, propongo que desde este momento tú seas coronel,
Luis —dijo a Ontananza—, y tú también coronel, Pepe —dijo a Aldaco—, y que Matías sea capitán. ¿Están ustedes
de acuerdo?
Estuvimos de acuerdo.No se habló de qué grado debería tener Periñón, pero a partir de ese momento actuó como si fuera el único jefe.
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Los pasos de López
Ficción históricaotra vez es para mi tarea, es un libro de historia de México ;v;