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CUANDO DESPERTÉ CREÍ QUE ESTABA SOÑANDO. NO reconocí el cuarto hasta que vi el aguamanil con
los nomeolvides pintados. El sol se estaba metiendo y alguien tocaba a la puerta. Cuando abrí entró el perrito
ladrando y después el corregidor con un candelero. Al verme amodorrado Diego me pidió disculpas: pretendió que
no le había pasado por la cabeza que alguien durmiera un rato después de un viaje de tres días. Pero acabó
diciéndome algo que no admitía réplica:
—Están en la casa unos amigos que quieren conocerlo, ¿puede venir a la sala? Me alegro. No hay prisa. Tiene
tiempo para arreglarse un poco, pero no se tarde.
Dejó el candelero en la cómoda y se llevó cargando al perrito que hubiera querido quedarse ladrando.
Me lavé vigorosamente y me eché encima un chorro de agua de rosas de un pomo que encontró en el tocador, me
puse el uniforme de gala —casaca roja con vueltas verde botella— y cuando estuve seguro de que mi aspecto
coincidía con lo que pide la ordenanza, salí al pasillo. Oí música y fui siguiéndola hasta la sala. Me paré en el umbral
y escuché la siguiente copla:
"El amante apasionado
se revolcó en el pasillo y escribió en la pared, con su sangre,
"así es el amor" , etc.
La corregidora cantaba —tenía una voz potentísima—, se había puesto un vestido de los que yo no sabía que
estaban de moda en Francia, que dejaba al descubierto el pescuezo, los brazos y hasta parte del pecho, había
cambiado de peinado y llevaba unos aretes muy largos. La canción salía de su boca como un lamento y cuando
llegué parecía ir dirigida a un militar de patillas alborotadas que estaba tocando el piano.
Entonces me di cuenta de que el hombre a quien yo había visto tres veces el día anterior en el camino a Cañada
estaba en la sala y tocaba la mandolina. Lo hacía inclinado sobre el instrumento, poniendo mucho cuidado a !as
notas y moviendo al compás de la música el rodete de pelos blancos que le quedaban alrededor de la calva.
Para estar más cómodo había levantado la pierna y apoyaba la bota polvosa en el asiento de una silla
que, se veía luego luego, era obra maestra de la ebanistería.
Más lejos, en un sillón de respaldo muy alto, cabeceaba a pesar del ruidero el presbítero Concha. En un rincón
de la sala el corregidor y un señor colorado hojeaban un libro grande que había en un atril.
Cuando Carmelita me vio parado en la puerta, se volvió hacia mí e hizo como que me cantaba. Cuando
terminó la canción, con la muerte del amante apasionado, yo aplaudí. La corregidora y el que tocaba el piano
me habían visto y no se inmutaron, pero los otros tuvieron un susto: Periñón bajó el pie de la silla, el
presbítero despertó, el corregidor cerró el libro de golpe y el que estaba con él pegó un brinco.
La corregidora fue sonriendo hacia mí, me tomó del brazo y me dijo:
—Voy a presentarle a nuestros mejores amigos. Fuimos primero con Periñón: —El señor cura de Ajetreo.
Luego con el que estaba detrás del piano: —El capitán Ontananza, de los lanceros de Abajo. El presbítero y yo
nos saludamos como viejos amigos. El que había estado mirando el libro con Diego era Aldaco, también ca-
pitán de lanceros, que esa noche no llevaba uniforme y estaba vestido de rico. La mano que me dio a
estrechar Periñón era firme, la de Ontananza era larga y su dueño la retiró antes de tiempo, la que me dio
Aldaco parecía acojinada.
— ¿Usted es el que ha pasado dos años en Perote? —me preguntó Aldaco—. Pues no hallo por dónde empezar,
si decirle que lo compadezco o que lo admiro, porque yo pasé quince días acantonado y ya no hallaba la
puerta.
Dije que yo también estaba harto y que trataba de irme a otro lado. Inmediatamente me arrepentí de
haber hablado, porque Ontananza, con la mala voluntad que tenía entonces hacia mí, aprovechó para
preguntarme:
— ¿Es esa la razón que lo impulsa a solicitar la plaza en el batallón de la Cañada?
Yo no hallaba qué contestar cuando Aldaco salió en mi ayuda. Dijo a Ontananza:
—Tú no sabes lo que estás diciendo porque nunca has estado en Perote. En el día no hay nada qué hacer
más que ver volar zopilotes, y en las noches, te juro, las nubes se metían en mi cuarto,
En vez de responder Ontananza tocó una floritura. Periñón me dijo:
— Hace usted bien, teniente, haga todo lo que pueda por salir de ese hoyo. Solicite plaza en el batallón
de Cañada o de donde sea, pero no se quede en Perote, que la vida es corta y no fue hecha para cumplir
con el deber militar. El corregidor me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Le advierto, don Matías, que el capitán Ontananza y el capitán Aldaco son miembros del jurado que va a
examinarlo mañana.
Nos sentamos a platicar. Ellos se trataban con mucha familiaridad: "Pepe" era Aldaco, "Luis" era Ontananza,
Periñón era ''Domingo" y el presbítero Concha, "Juanito". La corregidora era para todos "Carmelita". Yo estaba
en otro nivel y me llamaban "teniente" o "don Matías". Me enteré de que Aldaco había comprado un caballo
fino al que estaba tratando de adiestrar para rejonear con él, que Periñón tenía cultivo de gusanos de seda y
que los que le habían mandado de Manila habían llegado muertos, que de joven Ontananza había estudiado
"estrategia" en "España" y que a Juanito le daban soponcios.
—Que me dan no lo niego —admitió el presbítero Concha —pero aparte de eso, me siento divinamente.
Al llegar a este punto el corregidor sacó de la manga la carta de Paco Pórtico y la conversación se llenó de
trampas.
—Dice Paco que usted participó en un consejo de guerra —dijo el corregidor.
Se refería al que se le formó al capitán Serrano, un oficial de mi regimiento.
—Dice aquí que usted fue testigo de la defensa.
—Sí, pero mi testimonio de nada sirvió —confesé.
—El resultado del juicio no nos interesa —me corrigió Ontananza.
Diego me pidió que explicara el caso. Dije que una noche estábamos varios oficiales de sobremesa y que
Serrano había dicho que el país estaba mal gobernado y que si de gobernar mal se trataba, lo mismo podía hacerse
desde México que desde Cádiz. Los españoles que oyeron esta frase fueron con el coronel y acusaron a Serrano de
traición a la Corona de España.
— ¿Y qué defensa hizo usted de la posición de Serrano? —quiso saber Aldaco.
—Dije que estaba borracho cuando había dicho la frase ofensiva.
Sentí que no había contestado bien, que todos habían estado esperando otra respuesta, pero yo no sabía cuál.
—No es buena defensa —dijo Ontananza.
—Ya lo sé —dije.
El coronel había arrancado a Serrano las insignias, las charreteras y hasta los botones dorados de la bragueta, había
echado todo al suelo y brincado encima.
Aldaco volvió a salir en mi ayuda.
—Como tú dijiste, Luis, lo que importa no es el resultado, sino que el teniente haya salido en defensa de un oficial
independentista.
Hasta entonces comprendí que Serrano y sus opiniones eran "independentistas". Gracias a esto logré capotear la
siguiente pregunta de Ontananza:
— ¿Defendió a Serrano porque está de acuerdo con lo que él dijo o porque él estaba borracho cuando lo dijo ?
—Porque estoy de acuerdo con lo que dijo y porque estaba borracho cuando lo dijo.
Sentí que había acertado. Aldaco rió, la corregidora aplaudió.
El corregidor pasó a otro asunto:
—Dice Paco que en otra ocasión usted protestó ante la intendencia del cantón porque en una promoción se dio
ascenso a un español cuando había un mexicano que tenía mayor antigüedad.
Era un asunto embrollado: el español era Topete, a quien en el cantón conocíamos como "Eligió", para no tener
que decirle Eligió de Puta. Para evitar que Eligió fuera mi superior inmediato yo había recurrido a todos los medios y
el último había sido alegar que había otro con mayor derecho a ascender, Meléndez, un pobre diablo. No me había
pasado por la cabeza considerar que uno fuera español y el otro mexicano, pero, claro, esto no lo dije aquella noche,
porque ya iba aprendiendo.
—Protesté para defender un principio —dije—. Según la ordenanza todos somos iguales, pero en la realidad a un
oficial nacido en el país le cuesta mucho trabajo ascender: cada vez que una oportunidad se presenta aparece un
español recién llegado con graduación más alta o bien se le da preferencia a un gachupín radicado.
Hasta Ontananza estuvo de acuerdo. Advierto que no fui original al presentar el problema de esta manera, porque
lo que dije era lo que entonces decían todos los días todos los oficiales criollos que había en todos los cuarteles.
Aldaco preguntó qué efecto había tenido la protesta y contesté que, igual que mi testimonio en favor de Serrano,
no había servido de nada. Ontananza y Aldaco se felicitaron mutuamente: "Ya nos lo imaginábamos, ya lo decíamos,
la Intendencia está contra nosotros", etc. Diego guardó en la manga la carta de Paco Pórtico y, volviéndose al
presbítero Concha, le dijo:
—Ahora tú preguntas, Juanito.
Este no se hizo esperar:
— ¿Qué le dijo el licenciado cuando se quedaron solos?
Ni el perrito chistó. Comprendí que todos estaban al tanto de mi paseo con el licenciado Manubrio.
—Me habló de la conspiración de Huetámaro —dije.
Juanito paseó por el cuarto una mirada triunfal. Pareció que de pronto hacía más calor: la corregidora se abanicó,
Periñón sacó un paliacate colorado y se lo pasó por la calva, Diego se levantó y fue a abrir una ventana. Pregunté:
— ¿Ustedes los conocían?
—Claro, son amigos nuestros —dijo el presbítero, y me preguntó, a su vez—: ¿le dijo el licenciado quién fue el
delator?
Cuando dije que no había dicho nada volví a sentir que los defraudaba. La corregidora se levantó y dijo que si
queríamos escoger los vinos fuéramos de una vez a la bodega.
(Debo admitir que me tomó veinte años comprender el significado de esta escena. Ahora la entiendo así: el
presbítero Concha fue el primero en Cañada que sospechó que el licenciado era agente de la Audiencia. La
circunstancia de que estuviera tan bien enterado de la conspiración de Huetámaro pareció confirmar su sospecha. En cambio, las dudas que el presbítero y los demás podían tener respecto a mi buena fe y a la relación que yo pudiera
tener con el licenciado, se borraron en el momento en que dije que la conspiración había sido el tema de nuestra
conversación durante el paseo nocturno.)
Al rato pasó algo que fue como una advertencia del destino. Bajamos a la bodega por una escalera estrecha que
terminaba en la cava enorme llena de barricas y estantes con botellas. Yo estaba admirado del tamaño del lugar y de
la cantidad de vino, Ontananza y Aldaco, en cambio, estaban encantados viendo los orígenes y las cosechas, Diego
iba de un lado para otro enseñando botellas notables, Periñón me dijo que había sembrado parras en Ajetreo y que
tenía unas barricas que quería abrir en septiembre. Me estaba invitando a la prueba, cuando de pronto se interrumpió
y miró a su alrededor como buscando algo.
— ¿Dónde se quedó Juanito? —preguntó.
El presbítero no estaba en la bodega. Los demás se inquietaron. Sugerí que podría haberse quedado en la sala,
acompañando a la corregidora, pero Ontananza dijo que lo había visto bajando la escalera. Allí estaba Juanito. El
perrito lo descubrió y empezó a ladrar. Juanito se había ido de cabeza y estaba despatarrado. No se descalabró de
milagro.
Era el soponcio. No causó confusión. Los demás actuaron como quien tiene experiencia en revivir a un enfermo:
Diego le dio palmaditas en las manos, Periñón lo desfajó, Ontananza y Aldaco lo agarraron de las piernas y lo
levantaron hasta dejarlo de cabeza, la corregidora, advertida, fue a buscar alcanfor. Cuando se lo dio a oler, el
presbítero abrió los ojos. —Ya vuelve —dijo ella.
Pero se adelantaba. Juanito estaba divagando. Dijo:
—Acusóme, padre, que he pecado.
Entonces nos pareció chistosa la obsesión de Juanito por confesarse. Cuando reímos volvió en sí completamente.
— ¿Cómo te sientes? —preguntó Periñón.
— Divinamente.
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Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora