ERA LA TARDE DE UN MIÉRCOLES. HACIA VARIAS semanas que yo no oía hablar de machetes. Al
regresar del cuartel a mi casa, entré a mi patio y vi que Carmen estaba asomada en el mirador de la corregiduría.
Había estado esperándome para decirme:
—Te invito a cenar esta noche.
Cenamos los tres y el perrito. La conversación fue tan ociosa que comprendí que iban a pedirme algo. Así fue:
cuando los mozos se retiraron, Diego se puso a hacer figuritas en el mantel con la uña, Carmelita se irguió en el
asiento pero habló como si lo que decía no tuviera importancia:
—Cecilia Parada irá mañana en un coche a recoger los machetes en Muérdago. ¿No quieres acompañarla?
La proposición me extrañó por venir de Carmen, que hasta entonces había hecho todo lo posible porque yo no me
acercara a Cecilia.
—Es cosa de salir mañana temprano —explicó—, ella ha conseguido el coche de su papá, que es grande, hay que
recoger los machetes, que ya estarán empacados, y regresar a Cañada. Podrás estar aquí antes del anochecer.
La empresa me pareció sencilla y bastante agradable Era un día de campo con Cecilia. Ni siquiera tenía que pedir
licencia porque iba a ser jueves, día en que no iba al cuartel. Entonces Diego intervino para decirle a su esposa:
—Acuérdate, Carmelita, de decirle a Matías que tiene que ir uniformado.
—Ah, sí, tienes que ir uniformado.
Quise saber por qué. Ella dio por cumplido su deber desagradable y contestó:
—Que te explique Diego.
Este dejó de hacer figuritas.
—Es por si encuentras a la ronda.
Quise saber cuál ronda y él me describió la ronda aduanal, que yo no sabía que existiera: era un grupo de
alguaciles de a caballo que tenía por misión recorrer los caminos, detener a los viajeros y revisar los equipajes para
ver si llevaban contrabando.
—Desgraciadamente —terminó diciendo—, no tengo ninguna autoridad sobre ellos, porque dependen
directamente de la Audiencia. De otra manera yo haría que vigilaran otro camino para que no te los encontraras.
Salió a relucir que no sólo no tenía autoridad sobre ellos sino que no tenía idea de por dónde andaban.
—Pero no te los vas a encontrar —dijo Carmen—, Nosotros hemos viajado mucho y nomás una vez los vimos.
—Y si te los encuentras, para eso vas uniformado —dijo Diego—. Te pones el bicornio en la cabeza y no te lo
quitas hasta que estés de regreso en Cañada.
— ¿Crees que mi bicornio los va a espantar? —Va a infundirles respeto.
Carmelita apoyó:
—Les dices: "señores, soy militar, tengo prisa, déjenme pasar" y no revisan el coche.
Por si lo revisaban y encontraban los machetes fue el siguiente consejo de Diego: decir que eran armas para el
batallón.
— ¿Y si les parece raro —puse el caso— que un batallón de infantería haya encargado machetes, qué hago?
—Por lo pronto —dijo Carmen— no decir que eres amigo nuestro.
Diego me dio más alientos:
—Ten fe en mí. Yo te sacaré del aprieto.
No pude dormir pensando en machetes: ¿por qué no los traía Aldaco que los había mandado hacer? O bien, ¿por
qué no iba a recogerlos Borunda que era el que los necesitaba?
A las cinco me levanté, me puse el uniforme y salí a pararme en el portal. A las cinco y media entró en la plaza el
coche grande, cerrado, tirado por cuatro caballos, el cochero con traje de cuero y sombrero ancho. En el interior iba
Cecilia, de velo. Abrió la portezuela, yo subí y me senté frente a ella, nos dimos los buenos días y el coche se puso
en marcha.
— ¿No tuvo tiempo de desayunar? —preguntó Cecilia. Confesé que no. Junto a ella, en el asiento, había una
canasta grande, cubierta por una servilleta bordada, de la que fue sacando durante el viaje café, bizcochos,
quesadillas, gordas de sesos, nopalitos guizados, etc. Hablamos poco, como un hombre y una mujer que apenas se
conocen y tienen que hacer un viaje juntos por obligación. Ella me dijo que su padre tenía reumas, yo le dije que
necesitaba comprar un caballo.
Atravesamos un llano que estaba cubierto de niebla espesa que de pronto se disipó. Vimos los huizaches. Cuando
el sol salió entre los cerros apareció en cada huizache una telaraña y en cada telaraña unas gotitas de agua que el sol
hizo brillar.
Tal como los Aquino habían advertido, Aldaco nos estaba esperando en la orilla de Muérdago, a la sombra de un
laurel. Hizo que el asistente se llevara su caballo y subió en el coche. — ¿Quieren venir a mi casa a comer? —
preguntó. Pero Cecilia y yo queríamos acabar aquel viaje lo más pronto posible y preferimos ir directamente a la casa
del cuchillero. Este ya había puesto los machetes en dos huacales de los que se usan para llevar tunas y los había
cubierto con zacate. Mientras el cuchillero y sus ayudantes aseguraban los huacales en la rejilla trasera del coche,
Aldaco nos dijo, para romper el silencio: —Otro día vengan con más calma.
Prometimos hacerlo. Ni él ni Cecilia ni yo aludimos a la ronda aduanal. Sólo cuando ya nos despedíamos y Aldaco
vio mi bicornio en el asiento del coche, me dijo:
—Póntelo y no te lo quites—. Tenía un aire sombrío.
En el camino de regreso hablamos aún menos que a la ida. Pero no pasó nada. Cuando vadeamos el Bronco
comprendí que ese día la ronda aduanal había salido por otro camino. Cuando distinguimos la torre de San Francisco
iluminada por la luz del atardecer, Cecilia Parada me dijo:
—En la hacienda tengo una yegua que si le gusta se la vendo.
Quedé de ir a verla.
Al entrar en el pueblo fuimos directo a la calle de la Hondonada porque teníamos instrucciones de entregar los
machetes al señor Mesa en su casa. El estaba esperándonos en la puerta.
Mientras los hijos del señor Mesa bajaban los huacales del coche, Cecilia se despidió. Cuando el coche daba vuelta
en la esquina la vi asomarse y agitar la mano, yo levanté la mía y el señor Mesa me dijo:
— Lo están esperando.
Entré con él en su casa. Era como de rancho: un patio muy grande, de tierra, con casas de adobe alrededor y tres
mezquites en el centro, debajo de los cuales unas mujeres lavaban ropa en artesas. Había puercos, gallinas, un
caballo, niños jugando, cueros colgando. El señor Mesa me dijo que en aquella casa vivían él, sus hijos, las familias
de sus hijos, sus empleados y las familias de sus empleados, luego le dio un puntapié a un perro que se acercó con
ganas de olerme. Atravesamos el patio, el traspatio y entramos en un cuarto que estaba en el fondo del terreno,
recargado en el muro de piedra que era el lindero entre la casa del señor Mesa y la del Reloj. Los hijos del señor
Mesa habían puesto los huacales en el suelo y nos estaban esperando.
—Abran la puerta —les ordenó su padre.
No se veía ninguna puerta, pero los hijos del señor Mesa cogieron un armario y lo movieron hasta dejar
descubierto un arco que daba a un cuarto más oscuro. Al verme un poco desconcertado, el señor Mesa se llenó de
orgullo y me dijo:
—Pásele a la covacha.
Entramos casi a tientas. Había una luz en el fondo del cuarto. Era la que daba un candelero. Estaba sobre una mesa,
alrededor de la cual distinguí tres figuras, eran Carmen, Diego y don Emiliano Borunda. Cuando me acerqué vi que
estaban radiantes.
— ¡Ay, bendito sea Dios porque llegaste —dijo Carmen—, nos tenías con un pendiente!
Los Aquino me abrazaron, Borunda me estrechó la mano efusivamente. El señor Mesa fue a ver que sus hijos
desempacaran los machetes. Los otros tres me pidieron pormenores del viaje. Cuando supieron que no habíamos
visto ni el polvo de la ronda aduanal Diego dijo:—Tal como yo había previsto.
Carmelita, en cambio, me trató como si hubiera escapado de un peligro tremendo. Borunda, para compensar de
alguna manera el peligro al que yo había estado expuesto, cogió el candelero y me enseñó la covacha.
Era un cuarto alargado, alto y relativamente estrecho, sin ventanas. Borunda explicó que había comprado la casa
y vivido en ella diez años antes de darse cuenta de que lo que medía de fondo su casa más lo que medía de fondo la
del señor Mesa no daban la longitud de la cuadra sino que faltaban seis varas.
—Hice un boquete en el muro —dijo Borunda— y encontré la covacha.
Contó la leyenda de por qué los antiguos propietarios habían construido un cuarto secreto. No interesa. Lo
importante es que en la covacha estaban guardados los pertrechos de la Junta. Todo muy ordenado: los mosquetes y
las lanzas en armazones apoyados en la pared, los machetes, enfundados, en racimos que colgaban de las vigas del
techo, las guarniciones de los caballos, las fornituras y los lazos, en ganchos que había en la pared; en el piso había
cajas de munición, barriles de pólvora, alteros de huaraches, de sarapes, de capotes de palma.
Carmen me había agarrado del brazo, Diego pidió a Borunda: —Enséñale a Matías el armario.
Estaba en el fondo del cuarto. Borunda lo abrió con una llave que traía colgando del pescuezo, sacó un cofrecito y
lo puso sobre la mesa. Abrió el cofrecito y fue sacando de él todos los documentos de la Junta: las actas de las
reuniones, las listas de los que íbamos a levantarnos el día cuatro de octubre, los planes del cordonazo escritos con la
letra minúscula de Ontananza, la bolsa con el dinero, las cuentas del doctor Acevedo, etc.
—Todo se guarda aquí —me explicó Carmen— porque la covacha es el lugar más seguro de Cañada. Borunda
agregó:
—Baste con decirle, don Matías, que ni mi esposa ni mis hijos saben que existe.
Su esposa y sus hijos no sabían que existía la covacha, pero él sí y yo también y los Aquino y el señor Mesa y los
hijos del señor Mesa, etc.
Salimos por la otra puerta, la que daba a las caballerizas de la casa del Reloj, que estaba oculta por un armazón de
madera de los que se usan para colgar las guarniciones de los caballos. Diego y el señor Borunda caminaban por
delante, Carmelita y yo, del brazo, detrás. Cruzamos tres patios, salimos por la puerta principal y nos despedimos en
los portales.
Unas semanas más tarde "el transporte de los machetes" iba a ser motivo de una discusión agria. Cuando en la
siguiente reunión de la Junta se supo que, por idea de los Aquino, Cecilia y yo habíamos ido a Muérdago a recoger
los machetes, Periñón calificó la aventura de "imbecilidad".
—Por cuarenta machetes —agregó, dirigiéndose a Diego—, tú y tu esposa han puesto en peligro la revolución. No
valía la pena.
Diego y Carmelita quedaron resentidos.
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Los pasos de López
Fiction Historiqueotra vez es para mi tarea, es un libro de historia de México ;v;