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EL LICENCIADO MANUBRIO VIVÍA EN LA HOSTERÍA DEL Perdón, que está en la plaza, frente a San
Francisco, compró la escribanía de Villasana, que está en la plaza, contraesquina de la casa del Reloj, hizo amistad
con el alcalde Ochoa y todas las noches jugaba con él una partida de ajedrez en la alcaldía, que está en la plaza,
frente a la corregiduría. Yo vivía a una cuadra de la plaza, es decir, que el licenciado Manubrio y yo nos encontrába-
mos en la plaza tres o cuatro veces por semana. . En uno de los primeros encuentros me dijo : —La otra tarde lo vi
entrar en la casa del Reloj con el señor cura Periñón.
En esa época yo ignoraba que existiera la Junta y cometí una indiscreción:
—El señor cura me ha hecho el favor de presentarme en la tertulia —dije.
La noticia de que en Cañada hubiera una tertulia lo sorprendió gratamente.
—Hombre, a mí me gustaría asistir —me dijo.
Entonces cometí la segunda indiscreción: prometí al licenciado que iba a proponerlo como socio.
Más tarde descubrí que la tertulia era la Junta y no hallaba cómo salir del paso: no me atrevía a decirle a Manubrio
que en la tertulia no se admitían españoles ni tenía valor para revelarles a mis compañeros de Junta que yo había
prometido a un español proponerlo como socio de la tertulia. Cuando el licenciado me preguntaba si ya lo había yo
propuesto, contestaba que no había tenido oportunidad, pero el tiempo pasaba y yo decidí consultar con Periñón.
Ocurrió una tarde en que habíamos estado hablando del obispo Begonia. Periñón me confesó que el obispo lo
detestaba. Le pregunté por qué y él me dijo:
—Porque cuando yo era joven y tuve necesidad de dinero él me prestó el poco que tenía y nunca se lo pagué. Por
eso me detesta.
Al poco rato le expuse el problema que yo tenía con el licenciado Manubrio.
—Le prometí proponerlo como socio de la tertulia. ¿Qué hago?
Después de reflexionar me aconsejó:
—Dile al licenciado que ya lo propusiste, pero que el obispo Begonia, que es socio de la tertulia, lo vetó.
Seguí el consejo. Dije al licenciado que el obispo lo había vetado y él tomó la noticia como un caballero: no chistó.
Creí que había salido del paso. Nunca imaginé las consecuencias que iba a tener aquella mentira.
Los soldados de mi batería eran, como había dicho Periñón, indios del Paso de Cabras. Cuando los traté me contaron su historia: habían dejado la sierra con sus familias después de una sequía que había durado varios años,
bajaron al llano y anduvieron pasando miserias en el Plan de Abajo hasta que llegaron a Cañada y sentaron plaza en
el batallón provincial. El coronel Bermejillo los aceptó en el servicio porque por más lucha que hacía no conseguía
voluntarios para completar sus efectivos, pero ninguno de los capitanes de fusileros los admitió en su compañía.
Fueron adscritos a la batería antes de que yo llegara a Cañada, cuando no había oficial presente con autoridad para
rechazarlos. Era cierto lo que decía Periñón: que nunca habían visto un cañón. Ni un cañón ni un botón ni un zapato
ni un peine. Usaban uniformes iguales a los que tenían los demás soldados pero en ellos se veían diferentes. Los
chacos no les entraban en la cabeza porque el pelo les crecía en forma de tejaván, nunca vi uno que hubiera
alcanzado a abrocharse la mitad de los botones del uniforme y en los pies no aguantaban huaraches. El coronel les
había asignado una parte del cuartel que siempre estaba oculto por un humo espeso, porque sus mujeres
acostumbraban quemar estiércol en los braseros.
El cabo Berrueco no era de Paso de Cabras. Era más bruto pero tenía experiencia por haber sido ayudante de
cohetero.
Mi primer acto en el cuartel fue formar a mi gente en cuadro y enseñarles los ejercicios fundamentales del artillero.
—Esta, que ven ustedes —decía yo, presentándoles la baqueta—, se llama baqueta. Ahora todos digan: ¡baqueta!
Y la tropa gritaba al unísono: — ¡Baqueta!
Fui mostrándoles las diferentes operaciones que hace el artillero para cargar la pieza, hasta llegar a la última:
—El soldado pone la bola en la boca y la empuja con la baqueta hasta hacerla llegar al culo —dije.
— ¡Culo! —gritó la tropa.
Entonces el cabo Berrueco se agachó y empezó a recoger puños de tierra. Comprendí que estaba preparándose para
poner "el adobe".
—De ahora en adelante —le ordené—, cada vez que haya que cargar la pieza tú te pones a cuidar las mulas.
Más tarde, cuando fui admitido en la Junta y recibí mis instrucciones para el día del cordonazo, leí y releí muchas
veces lo que Ontananza había escrito en aquel papelito con su letra diminuta: ". . .bombardear el cuartel de las
Arrepentidas. . . hasta que se rinda la tropa que lo defiende. . ." Comprendí que había una incongruencia muy grande
en aquella orden. Yo podía pedirles muchas cosas a los indios del Paso de Cabras, pero no que bombardearan a sus
familias. Fui a ver a Juanito y le dije:
—El éxito del cordonazo y la independencia de la Nueva España dependen de que yo les consiga nuevo
alojamiento a mis soldados.
Santo remedio. La iglesia de San Francisco tenía una propiedad que no le servía de nada: era una casa abandonada
a dos cuadras del cuartel, con un solar —en el que había un mezquite, alrededor del cual volaba el cardenal—.
—Si de algo te sirve, úsala —dijo Juanito.
A mis soldados les gustó la casa y al coronel le pareció un milagro que se salieran del cuartel. El día que se
mudaron me dijo:
—No se imagina, teniente, el gusto que me da ver alejarse a esta gente.
Yo me dediqué a preparar con cuidado la operación. Hice varios simulacros. A las cuatro de la mañana la trompeta
tocaba a zafarrancho de combate. Unos soldados uncían los armones, otros enguarnecían las mulas y dos de ellos
quitaban las trancas y abrían las puertas del cuartel de par en par. Un trompetazo: ¡marchen! Las mulas salían al
galope, las ruedas sacaban chispas en el empedrado, los cañones brincaban, los soldados se agarraban de las correas,
yo seguía al trote, en un caballo prestado. Se oía un estruendo en las calles desiertas hasta que salíamos al
descampado. En la cuesta del Tecolote las mulas se pedorreaban. Por fin llegábamos a los Balcones. Mientras unos
soldados detenían las mulas, otros desenganchaban los cañones y los colocaban en posición. Cuando esta operación
terminaba, la batería quedaba en silencio. Entonces se oía ladrar a todos los perros de la ciudad. Yo desenvainaba mi
espada y gritaba:
—¡Baqueta!
En el primer simulacro ocurrió algo que me pareció vergonzoso. Cuando ya las piezas estaban en posición y
cargadas me di cuenta, con horror, que ni yo ni nadie había llevado pedernal y yesca y no teníamos con qué encender
el mechero. Pero gracias a Dios aquel nomás era un simulacro y ni mis soldados se dieron cuenta. La práctica hace al
militar: en el cuarto simulacro la maniobra salió con tanta fluidez que si cuando sonó la primera campada de la misa
de seis yo hubiera ordenado " ¡fuego!", cuatro balas de a doce hubieran llovido sobre el techo del cuarto donde
dormía el coronel Bermejillo.
Este veía mis simulacros con aprobación.
—Así se hace, teniente —decía—. Tráigalos al paso. Es la única manera de convertir a esta chusma en artilleros.
La frialdad con que me trató el día de la prueba se fue convirtiendo en afecto. Un día dijo delante de otros oficiales:
—Bajo mi férula, Chandón puede llegar a ser un buen militar.
Me ordenó que todas las tardes me presentara en su despacho a las cinco y media.
Era para contarme su vida. Tenía la idea de que oyendo relatos de calamidades se le templa a uno el espíritu.
Nunca conocí militar que hubiera participado en más campañas desastrosas. Los indios del Guaco lo amarraron a un
poste y lo dejaron cinco días con sus noches a la intemperie, los de Peto lo hicieron comer excremento, una nube de
moscos lo atacó en las costas de Cuba, en el desierto de Tacoma tuvo que beber orines de mula, se desbarrancó en la
sierra de Los Metates, al remontar el río San Jacinto, naufragó la embarcación, cuando se hospedó en Ixtlahuaca, la
casa se incendió, etc.
—La vida militar —me decía— es privación. Soldado que no resiste los golpes de la fortuna nada vale.
Vivía solo en un cuarto pelón. Yo creo que no tenía más posesiones que las cobijas y la bacinica que asomaba
debajo de la cama. Al terminar las sesiones sacaba del armario una botella de aguardiente y servía dos copitas.
—Por la gloria de las armas —decía y se bebía la suya de un trago.
Una cosa me enseñó que le agradezco:
—Nunca dicte una orden. Escríbalas usted mismo y asegúrese de que queden claras.
No es que él haya seguido su propio consejo. Las ordenes que daba estaban escritas en letra grande y clara —no
como la de Ontananza— pero lo que decían era de vaguedad ejemplar: "tome las medidas que consideré adecuadas
para repeler el ataque de algún posible enemigo", por ejemplo.
Una tarde, después de beberse el aguardiente, se quedó mirando los nubarrones.
—Cuando me muera —dijo— quiero que me lleven a enterrar en Elche.
Parecía que estaba hablando consigo mismo, pero yo apunté su deseo en un cuadernito, porque el hombre me
simpatizaba.
Adarviles no me simpatizaba. Yo creo que en las mañanas se alborotaba las cejas con un cepillito y que usaba
tacones huecos adrede, para hacer más ruido. Tenía una voz sonora como una trompeta. Sin embargo, cuando supe
que era compañero en la Junta y que había votado por mí el día de la prueba pensé que alguna virtud tendría.
Una noche asistimos a una cena de oficiales en la que se bebió más de la cuenta y dio la casualidad que Adarviles
y yo nos despedimos y salimos juntos a la calle. Habíamos dado unos pasos cuando me dijo:
— ¿Qué le parece, teniente, si vamos a visitar a unas amigas que tengo en el callejón del Coyote ?
Yo estaba tan borracho que me pareció buena idea.
Adarviles me guió como si conociera el camino, pero nos perdimos. Tuvo que pararse a preguntarles a unos que
iban pasando dónde era "la casa de la tía Mela". Cuando por fin dimos con el lugar indicado, la puerta estaba cerrada
pero se oía murmullo de voces adentro.
—Esas que usted oye —me dijo Adarviles— son las mujeres que nos vamos a coger dentro de un momento. Llamó
a la puerta.
—Aquí no hay nadie —contestó una voz cascada. Adarviles me guiñó el ojo.
— ¿Sabes quién soy, tía Mela? Soy el capitán Adarviles. ¿Te acuerdas?
Después de una pausa la tía Mela dijo:
—Sí ya me acuerdo —y no abrió la puerta.
Anduvimos por los callejones —había luna llena—. Esa noche descubrí que Adarviles tenía la idea de que hay
mujeres que en la madrugada salen a la calle con ganas de fornicar. Lo que encontramos fue una banda de perros que
nos hizo regresar al centro.
Acabamos la parranda en los portales de la plaza, bebiendo hojas de naranjo que una mujer vendía en un puesto.
Adarviles miró el jarrito, luego a unos borrachos que se habían caído al piso y luego a mí, de arriba abajo, y dijo:
—Lo malo de ser militar es que no puede uno sentarse en la banqueta.
Una noche me invitó a cenar. Tenía casa grande, esposa y cuatro hijos chiquitos.
Matilde, la esposa de Adarviles, tenía fama de ser una de las mujeres más bellas de Cañada. Era alta y rubia, con
un cutis como de cera, sin ningún chiste.
Adarviles estaba muy orgulloso de sus hijos. Como un privilegio puso en mis brazos al más chiquito, que estaba
llorando.
— ¿No te parece un niño inteligentísimo? —me preguntó.
Yo dejé al niño sobre una mesa.
—Esta casa —me dijo Adarviles— fue del conde de la Garnacha. Es considerada una de las mejores del pueblo.
Me la enseñó hasta el último rincón. Llegamos ante un muro de piedra.
— ¿Qué te parece este muro ? —Muy bien.
—A ver, dale un puñetazo. Le dí un puñetazo al muro. —Qué solidez, ¿verdad?
Donde acababa la casa comenzaba un solar.
—En este solar —me dijo— voy a construir las casas donde vivirán mis hijos el día que se casen.
Después de un momento de reflexión corrigió:
—A menos, claro, de que cuando se haga la independencia decidamos irnos a vivir en México. Es allí donde se
gobierna el país, no hay por qué engañarse.
De sobremesa hablamos de nuestros amigos mutuos. Me extrañó la enemistad que les inspiraban: Carmen gastaba
demasiado en vestidos, Diego era complaciente, Ontananza tocaba mal el piano, el caballo de Aldaco no era tan
bueno como su dueño creía, no era correcto que un sacerdote compusiera canciones de amor, Juanito empezaba a
chochear, etc.
Cuando su esposa nos dejó un rato solos, Adarviles me confesó:
—A mí ningún trabajo me cuesta cumplir la misión que tengo asignada para el día cuatro de octubre. Estoy
tranquilo por ese lado. Lo que me quita el sueño es pensar en qué hacemos si antes de que llegue esa fecha algún
cabrón nos delata.

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