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EN LA GUERRA ENCUENTRA UNO TODO LO QUE NO espera. A Cuévano nos habíamos acercado llenos de
confianza, creyendo que por ser una plaza indefendible no iba a ser defendida. Nos equivocamos. Conociendo
Cañada, en cambio, y el carácter del coronel Bermejillo, nos acercamos con tiento, esperando encontrar una defensa
vigorosa. Nos equivocamos también.
El ejército había seguido creciendo y decidimos dividirlo. Aldaco se quedó en Cuévano, al mando de una "división
de reserva. Los demás nos pusimos en marcha "rumbo a México". Nuestro primer objetivo era Cañada. Yo iba en la
delantera.
Cuando los batidores regresaron a decirme que el puente sobre el Bronco estaba intacto, no les creí. Subí a una
colina y miré con un catalejo prestado. En efecto, el puente estaba intacto. Creí que sería una trampa. Dejé la fuerza a
cubierto y con un destacamento pequeño, desmonté y crucé el río más abajo, por un carrizal. Ya en la otra orilla, pasé
dos horas buscando las defensas que yo creía ocultas en las alturas que dominan el puente. No existían. Hice cruzar a
mi fuerza y envié un mensaje a Ontananza diciéndole que el puente estaba en mis manos y que el ejército podía
avanzar sin peligro.
Seguí reconociendo el terreno, siempre a cubierto. Ahora que me acuerdo me da vergüenza haber tomado tantas
precauciones: avanzábamos arrastrándonos o corriendo de un cobijo al otro, de un matorral a una piedra, de una
piedra a un nopal cubriéndonos siempre unos a otros. De pronto, al llegar a una loma, divisé al enemigo.
— ¡Alto!— ordené.
Hincado, detrás de un maguey, saqué el catalejo.
Era una fuerza muy grande. Mejor dicho, era un gentío. Había tomado una disposición muy rara para quien va a
presentar batalla: se había desparramado en el llano. Parecía que los hombres se movían constantemente, pero sin
cambiar de lugar. Más intrigado estaba cuando un cambio en la dirección del viento me hizo recapacitar. A mis oídos
llegó el sonido de una música: los que parecían moverse sin moverse eran gente que estaba bailando. Di órdenes de
avanzar con tiento.
Conforme fui acercándome vi las lumbreras, las flores, las banderas de papel picado, los barriles de pulque. Me
llegó el olor de treinta barbacoas. Hice que mis hombres se levantaran, se formaran y avanzamos marchando por el
camino.
Cuando nos vieron venir fueron hacia nosotros con un griterío:
— ¡Viva la independencia! ¡Viva el señor cura Periñón! Comprendí entonces las ventajas que tiene ir en la
avanzada de un ejército que llega a una ciudad amiga. No hay nada igual. Las mujeres me abrazaban, me jalaban, me
besaban, querían arrancarme los botones del uniforme, los hombres me ofrecían jarros de pulque.
Entre los que habían salido al llano para recibirnos estaban varios de mis amigos —y también algunos enemigos
ocultos—: Cecilia Parada con su papá, don Benjamín Acevedo, Borunda y Mesa, con sus familias y los hombres que
iban a poner sobre las armas, Adarviles con sus fusileros, el joven Manrique, el padre Pinole, etc.
— ¿Dónde están Carmen y Diego? —pregunté, cuando acabé de dar abrazos.
—Están esperándolos en la cárcel —me dijo Cecilia.
Me pusieron al tanto. Al saber que el ejército libertador iba hacia Cañada, los españoles de la ciudad acordaron
abandonar la plaza sin oponer resistencia. "Querían evitar una matanza como la que había habido en Cuévano." Dos
días antes de que nosotros llegáramos habían emprendido el viaje a México en coches, escoltados por el batallón
provincial. Al fin del primer día de viaje acamparon en el camino. Adarviles aprovechó la oscuridad y que todos
dormían, para abandonarlos con su compañía de fusileros y regresar a Cañada.
Cuando Borunda y Mesa fueron a la cárcel para poner en libertad a Diego éste se había negado a salir del calabozo.
—Carmelita y yo estamos presos —les dijo— por la lealtad que guardamos a nuestros amigos y presos nos
quedaremos hasta que nuestros amigos vengan a liberarnos.
Dos días estuvieron presos sin necesidad Diego y Carmen y buena parte de un tercero. Cuando el ejército llegó al
llano, dije a Periñón y Ontananza lo que había dicho Diego.
— ¿Que estuvieron presos por lealtad? —preguntó Periñón extrañado—. Yo creía que había sido por no levantarse
a tiempo.
Largo rato tardó el ejército en comer, beber, bailar, formarse y ponerse en marcha. Cuando entramos en Cañada ya  cerros estaban color de rosa.
Periñón dominó su irritación con los Aquino y su primer acto en Cañada fue ordenar que enjaezaran un coche y lo
adornaran con flores. Después atravesó la plaza seguido de Ontananza, Borunda, Mesa, Adarviles, don Benjamín
Escobedo, el papá de Cecilia Parada, un servidor y otros más. Cuando llegó al calabozo donde estaba Diego, abrió la
puerta y preguntó al que estaba dentro.
— ¿Que te empeñas en que vengamos a liberarte? Aquí nos tienes. ¿Ya estás contento?
Diego, que estaba muy bien vestido, de negro, salió del calabozo y Periñón le dio un abrazo. Diego lloró de
emoción. Después, cuando fue mi turno abrazarlo, me dijo:
—No te imaginas los sufrimientos que hemos pasado.
Después fuimos por Carmen, que estaba reclusa en el convento de Santa Redengada, de las monjas cordelarías, que
está en la orilla del pueblo. Periñón quiso que fuéramos en el coche adornado él, Diego, Ontananza y yo. Nos siguió
un gentío.
En el patio del convento nos esperaba toda la congregación. Cuando entramos, se hincaron, la monja superiora fue
a besar la mano a Periñón y por más que éste quería que las monjas se levantaran no lo hicieron hasta que les dio a
todas la bendición. Después nos condujeron a la celda donde estaba encerrada Carmen —era la más amplia del
convento—. Ella estaba tan bella como la primera vez que la vi: muy bien peinada, muy bien vestida, con la mirada
fulgurante. La superiora abrió la puerta y entramos. Carmen, emocionada, nos abrazó estrechamente primero a
Ontananza, después a mí, en tercer lugar a Periñón y por último a su marido.
—Bendito sea Dios porque estás vivo —dijo cuando me abrazó.
Cuando salimos con Carmen a la calle estalló el griterío. En la emoción de aquella tarde, la gente desunció los
caballos y arrastró el coche hasta la corregiduría.
A pesar de la ausencia de los señores, la casa de los Aquino estaba en orden: un criado nos abrió la puerta, el
perrito estaba ladrando en la escalera, etc. Cuando entramos en la sala, Carmen nos anunció:
—Lamento no poder ofrecerles nada, pero el marqués de la Hedionda cargó con todas sus botellas.
Diego hizo entrar a todos los de la Junta y dijo:
—Es urgente redactar y firmar el acta de la declaración de la independencia.
Periñón, Ontananza y yo cambiamos una mirada pero no dijimos nada. En consecuencia, Diego dictó el acta y el
joven Manrique escribió, mientras los demás platicábamos. Cuando el documento estuvo terminado, Diego lo leyó
en voz alta. Periñón interrumpió una vez la lectura:
—Tienes un error importante, Diego: la independencia la declaré yo el quince de septiembre, no vas a declararla tú
hoy.
Sin oponer resistencia, Diego hizo la corrección, Periñón firmó al pie de la hoja y los demás firmamos después. Al
fin de la ceremonia, Diego dijo :
—Ahora, yo delego la autoridad real que tengo en la Junta, para que la Junta pueda proceder a hacer
nombramientos.
Entonces Periñón intervino.
—Yo creo, Diego, que es mejor hacer la cosa de otra manera: yo soy el jefe del Ejército Libertador, la ciudad está
en nuestro poder. Entonces, basando mi autoridad en esta premisa, te nombro a tí corregidor de Cañada. Espero que
sigas administrándola tan bien como lo has hecho hasta ahora.
Diego aceptó el cargo sin titubear.
Al día siguiente, en la mañana, nos pusimos en marcha.

Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora