PARECÍA QUE HABÍAMOS GANADO: DIEGO TENIA LOS papeles, yo tenía la casa del Reloj. El alcalde y el
licenciado se retiraron apenas pudieron. Iban derrotados. Han de haber tenido miedo de lo que yo pudiera hacerles.
Tenía medios para apresarlos —debí haberlos fusilado—, pero los dejé ir. Me pareció que dadas las circunstancias lo
indicado era guardar las apariencias y actuar como si fuéramos a respetar la ley.
Borunda estaba furioso. Sentía que Diego lo había sacrificado. Yo trataba de hacerle ver que nada se había perdido
todavía, cuando llegó a la caballeriza uno de mis hombres para decirme que había llegado el mayor Trujano y que
quería hablar conmigo.
Recorrí la casa tratando de adivinar qué podría significar aquello. Cuando llegué al patio principal vi un pelotón
formado cerca de la entrada. El mayor Trujano había apoyado una nalga en el pretil de la fuente. Al verlo tan
descuidado, pensé, "no va a arrestarme". Al verme, Trujano se irguió, sonrió y me tendió la mano. —Vengo a
relevarlo, teniente —me dijo.
Me entregó un papel doblado, dirigido a mí. Era una de las órdenes que escribía el coronel Bermejillo. La leí a la
luz de un farol contra el que se estrellaban los pinacates. Que rindiera parte y entregara el mando, me pedía el
coronel, "porque así convenía al mejor éxito de la operación". Vi la orden, vi al mayor, vi al pelotón en la entrada.
Comprendí que no me quedaba más que obedecer.
(Más tarde se reveló que antes de salir de la alcaldía, Ochoa había mandado un segundo mensaje al cuartel,
pidiéndole al coronel refuerzos, y que me relevara del mando, "porque era sospechoso de estar implicado en el delito
que se trataba de investigar".)
Al salir de la casa del Reloj me di cuenta de que Trujano había llegado con media compañía de fusileros, pero no
había rodeado la manzana entera, sino que los había apostado de tal manera que cubrieran nomás la casa de Borunda
y la del señor Mesa. Quedaba libre el otro costado de la manzana, donde estaban la corregiduría y mi casa.
Fui a la casa que me había prestado el difunto, donde vivían mis artilleros, los indios de Paso de Cabras. No
encontré más que puertas cerradas, perros ladrando y mujeres dormidas. Cuando por fin una de ellas despertó me
dijo que "unos oficiales se habían llevado a los hombres al cuartel". Regresé corriendo a la plaza y toque en la
corregiduría.
Un criado me abrió la puerta y dijo que iba a avisar mi llegada, pero no era tiempo de cortesías. Subí la escalera a
saltos, en el corredor oí voces airadas de alguien que estaba en la sala, abrí la puerta.
Carmen y Diego estaban parados en la mitad de la habitación teniendo un pleito. Cuando me vieron entrar se
callaron. En la mesa estaba el cofre abierto, en un platón había papeles quemados. Diego, trémulo, señaló a Carmen
con el dedo y me dijo: —Esta señora se ha proclamado a sí misma jefa de la insurrección.
Al oír esto Carmen se transformó. Dejó de estar furiosa y pareció darse por vencida. Casi sollozó, se dejó caer en
una silla y se quedó mirando el tapete mientras su marido me explicaba:
—El riesgo que corrimos y los trabajos que pasamos tú y yo, Matías, han sido en vano. A esta señora se le ocurrió,
sin esperar a que yo regresara ni consultar con nadie, dar órdenes a todos los de la Junta que tienen mando de
hombres aquí en Cañada, que adelanten el cordonazo y se levanten en armas esta misma noche.
Después de hablar conmigo en la plaza, Carmen había quedado convencida de que la conspiración estaba a punto
de ser descubierta, y había escrito y enviado mensajes a Adarviles, al señor Mesa y a mí, pidiéndonos ejecutar de
inmediato los planes que habíamos preparado para el día cuatro de octubre. Más tarde Diego había regresado triunfal,
con el cofre en la mano, y ella había tardado un rato en atreverse a confesar lo que había hecho.
—Es que creí que todo estaba perdido —dijo Carmen, contrita.
Diego iba a volver a regañarla cuando yo hablé por primera vez:
—Es que Carmen tiene razón. Casi todo está perdido.
Los puse al tanto de mis dos desastres: había perdido la casa del Reloj con todo lo que había en la covacha y había
perdido la batería.
Diego se descompuso. Se sintió tan mal que tuvo que sentarse. Carmen, en cambio, se levantó.
—Matías —me dijo—, por favor, avisa a Ontananza y a Periñón.
Otra vez tenía razón. Yo, sin tropa ni cañones, nada tenía que hacer en Cañada, en cambio, podía tratar de salvar lo
que quedaba de la Junta en el Plan de Abajo.
Dejamos a Diego en la sala, sentado en la silla, parecía que había vuelto a trabarse. Carmen y yo fuimos al mirador
que daba al patio de mi casa. Allí nos despedimos.
Aquí me gustaría decir que nuestra despedida fue muy triste: que yo le dije a Carmen que la quería y que ella me
dijo que me quería, que nos separamos aquella noche pero que nuestro amor se conservó intacto para siempre. No fue así. Ella había sabido desde antes que yo la quería pero yo nunca llegué a saber si ella me quiso. La siguiente vez
que nos vimos nuestros sentimientos habían cambiado. No dijimos nada importante porque teníamos demasiados
pendientes. Yo estaba pensando cómo brincar a mi casa, deseando que al salir a la calle no me viera la tropa, tratando
de adivinar el camino más seguro para llegar al mesón donde guardaba la yegua, ella tenía al marido trabado, sabía
que la conspiración estaba en peligro. . . La besé por tercera vez en la palma de la mano, brinqué, atravesé el patio y
me detuve antes de llegar a la puerta. Alcancé a ver a Carmen entre las ramas del aguacate.
—Dios te ayude —oí que decía.
Salí a la calle.
(De los tres recados que Carmen escribió aquella noche, el que iba dirigido a mí se quedó debajo de mi puerta,
donde el criado lo había puesto al llamar y no encontrarme, el segundo no fue entregado, porque el mismo criado no
se atrevió a acercarse a la casa del señor Mesa cuando vio que había soldados apostados en la esquina. En cambio,
llegó sin contratiempo a la casa de Adarviles y encontró al dueño despierto, porque acababa de regresar del velorio.
Fue el único de los tres mensajes que llegó a su destino y fue leido.)
Es posible imaginar el disgusto que causó. Adarviles ha de haber comprendido que estaba en un serio dilema. Si se
levantaba en armas como ordenaba el recado se hacía partícipe en una conspiración que él mismo había condenado al
fracaso con su denuncia. Pero no levantarse era poner en evidencia su traición, cosa que Adarviles ha de haber
temido hacer por las consecuencias que pudieran resultarle si, por ventolera de la fortuna, la conspiración llegaba a
triunfar. Optó por un camino ambiguo que no sé si me inspira horror o me llena de admiración. Fue así:
Adarviles sale de su casa y va primero a la alcaldía, en donde encuentra a Ochoa y a Manubrio. Entre los tres
traman la operación que sigue.
Segundo paso. Adarviles sale de la alcaldía solo, llevando en el bolsillo —esto es muy importante— el recado que
Carmen le ha enviado, atraviesa la plaza y llama en la puerta de la corregiduría. El criado que le abre lo hace pasar a
donde están los señores.
Diego y Carmen están en la sala. Han destruido los documentos de la Junta y están poniendo en su lugar, en el
cofre, papeles inofensivos que hubieran podido ser mostrados sin perjuicio de nadie al alcalde Ochoa al día siguiente.
Al ver entrar a Adarviles cada uno de los Aquino se regocija por razones diferentes.
Adarviles (cerrando la puerta): He recibido un mensaje de doña Carmen en el que me pide que me levante en
armas esta misma noche. No entiendo de qué se trata y no sé qué hacer.
Diego: Me alegro de que haya venido a consultarme antes de tomar alguna determinación. No haga caso de ese
recado. No haga nada. Se han apoderado de la covacha pero no tienen pruebas de nada, porque ya las destruí yo.
Todo está casi en orden.
Carmen (con fuego): Al contrario, todo está en peligro. Óigame a mí, capitán, yo le suplico: levántese en armas,
haga prisionero al alcalde, apodérese del cuartel, apueste tiradores en la torre de San Francisco. Adarviles (pretende
estar desconcertado): Doña Carmen, tiene usted mi admiración, don Diego, mis respetos, pero ahora menos entiendo
lo que pasa y menos sé lo que hay que hacer.
Diego: No le haga caso a mi esposa.
Carmen: No le haga caso a mi marido.
Esta discusión circular dura un rato. Es interrumpida por unos golpes discretos en la puerta. Diego entreabre. Es el
criado.
Criado (anuncia): Señor, el alcalde Ochoa y el licenciado Manubrio están en el vestíbulo y quieren hablar con
usted. (No dice que hay seis alguaciles en el portal, porque no los ha visto.)
Diego (ante algo inevitable): Que pasen. (Cierra la puerta y se vuelve a los otros lleno de aprehensión.)
Lo que ocurre en los siguientes minutos es inexplicable: los tres que están en la sala deciden, por una razón oscura,
que los dos que están a punto de entrar no deben ver a Adarviles. Este se esconde detrás de la cortina de una ventana.
Ni Carmen ni Diego notan que las botas asoman debajo de los flecos.
Entran Ochoa y Manubrio, de capa y sin sombrero.
Ochoa: Perdón por venir a molestarlos a estas horas. Ha llegado a mis oídos la noticia de que el capitán Adarviles
es cómplice de la conspiración y está por levantarse en armas. Hemos venido a alertarlos.
El diálogo que sigue hay que imaginarlo. Carmen y Diego diciendo: ¿El capitán Adarviles complicado en una
conspiración? ¡No es posible! No lo creemos, ha de ser una noticia falsa, hace tanto que no lo vemos, etc. Esto dura
hasta que el licenciado Manubrio, que ha estado dando pasos sin rumbo, se detiene cerca de la ventana y se queda
mirando al piso.
Manubrio: ¿Y estas botas de quién son?
Carmen y Diego: ¿Cuáles botas?
(Ochoa y Manubrio sacan pistolas que traen bajo las capas. Pretendiendo protegerlos, arrinconan a los Aquino,
cortándoles el camino a la puerta y a las ventanas.)
Manubrio (apuntando): El que está detrás de la cortina que salga de allí.
(Aparece Adarviles con las manos en alto. Ochoa va a la ventana y la abre.)
Ochoa (hacia afuera): Alguaciles, a mí.
Diego pretende no comprender cómo pudo el capitán Adarviles llegar a estar escondido detrás de la cortina de su
sala. Carmen está desesperada. Entran dos alguaciles.
Ochoa (a Adarviles): Capitán, su espada;
Adarviles entrega su espada.
Ochoa (a los alguaciles): Regístrenlo, por si tiene otras armas.
Los alguaciles registran a Adarviles y encuentran entre sus ropas un papel doblado que ponen sobre la mesa.
Manubrio (con interés): ¡Un papel doblado! (Lo abre lleno de curiosidad y lee.)
Ochoa: ¿Qué dice?
Manubrio (pretendiendo apenas poder dar crédito a sus ojos;: Es una carta de doña Carmen, pidiéndole al capitán
Adarviles que se levante en armas esta noche "y ejecute las operaciones que la Junta había dispuesto para el cuatro
de octubre".
Ochoa y Manubrio miran a los Aquino llenos de reproche.
Ochoa (a Diego): ¿Tiene usted algo que decir en defensa de la señora, don Diego ?
Diego (con la mirada baja): Ella no tiene nada que ver. Yo soy culpable de todo.
Ochoa (a Diego): Don Diego Aquino: a nombre del Cabildo de esta ciudad, lo depongo de sus funciones y lo hago
prisionero.
Cae lento el telón.
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Los pasos de López
Ficción históricaotra vez es para mi tarea, es un libro de historia de México ;v;