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EN LOS DÍAS QUE SIGUIERON AVANZAMOS SIN encontrar resistencia. El ejército, que seguía creciendo
marchaba lentamente. Yo pasaba el día independiente, en la delantera, pero en las noches, cuando la columna
acampaba, me reunía con los demás jefes para decidir los movimientos del día siguiente.
Cuando platicaba con Adarviles, que iba en la retaguardia, me parecía que marchábamos en ejércitos diferentes. En
donde a mí la gente salía a regalarme manzanas o a echarme flores, a Adarviles lo apedreaban o le cobraban los
destrozos que el ejército había hecho a su paso. En un paraje desarbolado, un grupo de nuestros hombres tumbó una
casa nomás para hacer una fogata con las vigas y calentar las tortillas.
Varios queríamos imponer castigos al que saqueara o hiciera perjuicio en las propiedades civiles. Periñón se
oponía. A veces decía:—Para un hombre cuya vida ha sido pura privación, el robo no es delito.
Y a veces:
—Algún aliciente necesitan estos pobres para ir a la guerra.
Tanta autoridad tenía que nos ganaba la discusión y nunca impusimos castigos.
Al entrar en la sierra de Güemes fueron a decirme que había un hombre a caballo parado en la mitad del camino.
Cosa rara, porque los que salían a saludarme tenían buen cuidado de pararse en la orilla para dejarnos el camino
libre. Me adelanté al trote y salí a su encuentro. El hombre no se movió al verme, siguió como estaba, con el caballo
atravesado en el camino. Arrendé cuando estuve cerca.
— ¿Qué quieres? —le pregunté.
Yo estaba listo para darle con el sable si me repelaba, pero él parecía no buscar pleito: llevaba el machete
enfundado. Me miró sonriente y dijo:
—Soy el Patotas.
Recordé. Era el bandido de la sierra de Güemes con quien Periñón había estado en tratos para que cortara el
camino. En vez de sombrero llevaba un trapo de seda azul celeste amarrado en la cabeza. Me dijo que quería saludar
a Periñón y darle la bienvenida —hablaba de la sierra de Güemes como si fuera su casa—. Hice que dos de a caballo
lo llevaran a donde iba Periñón. Cuando el Patotas hizo virar el caballo vi que en la espalda, entre la faja y el cinto,
había metido una peineta. Era la peineta casi transparente que había llevado la esposa de don Cirilo Anzorena el día
de la fiesta de Carmen.
(Después supimos que don Cirilo, su esposa y otros cuatro señores, habían decidido irse a México unos días antes
de que decidieran lo mismo la mayoría de los españoles de Cañada. Habían emprendido el viaje en dos coches, con
unos peones armados de escolta. El Patotas bajó de la sierra y les cortó el paso. No dejó uno con vida. El Patotas
pretendía que ese acto lo había hecho por cumplir el trato que tenía con Periñón, de cortar el camino entre Cañada y
México. Días más tarde, en cambio, dejó pasar sin molestias a los demás españoles, que iban escoltados por el
batallón.)
Al bajar de la sierra el camino llega a un valle fértil en cuyo centro se alza la ciudad de Huetámaro. Ya alcanzaba a
ver las torres, iluminadas por el sol brillante del medio día cuando distinguí, en un montículo que había cerca del
camino, algo morado que se agitaba con el viento. Al principio creí que serían banderas, pero al acercarme vi que era
el palio del obispo Begonia, que estaba acompañado de sus canónigos, iba de sombrero morado, capa pluvial y
custodia en la mano.
—Vine hasta acá —me dijo, cuando estuve a su lado—, para saludar a Domingo, decirle que estoy de su parte, y
darles a todos ustedes la bendición con el Santísimo.
Le pedí que nos diera rápidamente la bendición a los que íbamos de avanzada para poder seguir adelante. El me
contestó:
—Hay otra cosa que es necesario que sepan —hizo una pausa para darle mayor fuerza a la noticia—: hay peste
bubónica en Huetámaro.
Con estas palabras me hizo perder tres horas, que fue el tiempo que tardaron Periñón y Ontananza en llegar al
montículo en donde el obispo y yo los estábamos esperando.
—Han de ser mentiras —dijo Periñón cuando supo lo de la peste—, pero si eso nos cuenta Begonia, es señal de
que no quiere que entremos en Huetámaro. Hace bien. Yo haría lo mismo por Ajetreo si estuviera en sus zapatos.
Vamos a darle gusto.
Después de la bendición —todo el ejército puso una rodilla en la tierra y agachó la cabeza, un monaguillo echó
incienso —me puse en marcha, pero en vez de seguir derecho a Huetámaro, di un rodeo por el valle y no volví a
tomar el camino hasta una legua pasada del pueblo.
Gracias a la intervención de Begonia y a la buena voluntad de Periñón, Huetámaro se convirtió en la única ciudad
que, quedando en nuestro camino, no fue saqueada por nuestras fuerzas.
Esa noche, cuando cenábamos dos de mis hombres cruzaron apuestas y me pusieron a mí de arbitro. Se trataba de
adivinar qué era lo que iba adentro del coche cerrado que viajaba con el ejército. Uno afirmaba que en él iban los
"cofres con el dinero del señor cura", el otro creía que en el coche viajaba el rey don Fernando VII Querían que yo
dijera cuál de los dos estaba en lo cierto. Yo dije que ignoraba la respuesta porque no quería revelar lo que iba
adentro del coche sin consultar antes con Periñón.
Esa noche él y los demás jefes la pasaron en una venta que había en medio de un llano muy ancho en el cual había
acampado el ejército. Cuando terminó la reunión de los jefes, llevé aparte a Periñón y le dije:
—Anda el chisme corriendo de que en el coche cerrado viaja Fernando VII.
Periñón se alteró — ¿Pero cómo es posible que crean eso?
Pero consultó con otros y resultó que todos habían oído el rumor.
—Mañana —prometió Periñón— dejaremos aclarado este enredo.
Me pidió que en vez de emprender la marcha en la madrugada, como hacía todos los días, retrocediera con mi
gente al llano donde estaba el grueso del ejército.
—Para que vean algo que les voy a enseñar.
En la mañana, cuando llegué con mis hombres al llano, vi al ejército formado en cuadro, por primera y última vez.
Se veía imponente. Eran cuatro divisiones con sus jefes por delante y sus banderas ondeando en el airecito fresco de
la mañana. Ontananza, que era el comandante supremo y Periñón, que era "el jefe", estaban en el centro del cuadro.
Cuando mi gente tomó su lugar y Periñón vio que el ejército estaba completo hizo una seña y entonces entró el
coche cerrado en el cuadro y fue hasta donde estaba Periñón. Reinaba el silencio. Periñón abrió la puerta, ayudó a
bajar a sus sobrinas y las hizo que se quitaran los velos. Luego, Periñón hizo que dos mozos abrieran las cortinas y
bajaran el toldo del coche. Cuando el coche estuvo destapado, hizo subir de nuevo a las sobrinas y él subió con ellas.
El coche dio la vuelta al cuadro y Periñón dijo muchas veces, para que todos oyeran:
—Vean todos que aquí no hay ningún Fernando VII. Estas tres muchachas son mis sobrinas.
Cuando el coche terminó de dar la vuelta regresó al centro y sus pasajeros se apearon. Entonces, todo el ejército,
sin que nadie se lo ordenara, gritó:
— ¡Vivan las sobrinas del señor cura Periñón!
(Ese día ocurrió un encuentro que yo no vi. Dicen que cuando Periñón llegó al puente del río San Joaquín, lo
estaba esperando don José Atanasio Redondo, señor cura de Jaloste, que había sido compañero suyo en el seminario.
Los dos hombres se dieron un abrazo muy cariñoso y platicaron un rato, pero no se pusieron de acuerdo. Periñón
quería que don Atanasio se uniera a nosotros. pero éste no quiso.) Dicen que contestó:
—Tenemos los mismos ideales, Domingo, pero no los mismos medios. Tú sigue tu camino y yo iré a revolucionar
por mi cuenta.
(Periñón no insistió y se separaron con otro abrazo. Periñón siguió la marcha con el ejército y don José Atanasio
volvió a cruzar el puente y se fue cabalgando hacia el sur, en donde durante varios años se batió gloriosamente antes
de morir fusilado.)

Los pasos de López Donde viven las historias. Descúbrelo ahora