Décimo cuarto capítulo: Mamá

25 1 0
                                    

Volver a la escuela después del incidente en el baño me daba miedo. No estaba segura de cómo reaccionarían los demás si se enteraban, o si mi padre había contado a alguien lo que había pasado. Las heridas en mis brazos estaban bien cubiertas por la ropa, pero el dolor físico seguía presente, y el emocional era aún peor. Solo quería que nadie me mirara ni me hiciera preguntas incómodas.

Cuando llegué a la escuela, Leire estaba esperándome junto a la entrada. Me sonrió al verme, pero enseguida noté la preocupación en sus ojos. No era la misma energía de siempre, algo en su postura y en su mirada me decía que sabía que algo andaba mal. Traté de mantener la calma y actuar como si todo fuera normal, pero no funcionó.

—¡Alexia! —exclamó Leire, acercándose con prisa—. ¿Dónde has estado? No te he visto en días. ¿Estás bien? —su voz estaba cargada de preocupación.

—Sí, estuve... un poco enferma. Cosas de familia —respondí, tratando de sonar despreocupada, pero Leire no parecía convencida.

—¿Enferma? ¿Es por lo de tu padre? ¿Te hizo algo? —preguntó con el ceño fruncido. Su expresión reflejaba un intenso deseo de entender lo que me había sucedido.

—No, no es eso. Solo... un ataque de ansiedad, creo —mentí, esperando que esa explicación la convenciera y dejara de hacer preguntas.

Pero Leire no parecía satisfecha. Su mirada se movió a mis brazos, aunque no podía ver las heridas bajo la ropa, y luego volvió a mirarme a los ojos. Había algo en su expresión que me hacía sentir incómoda, como si estuviera viendo a través de mí, como si supiera que no le estaba contando toda la verdad.

—Alexia, si necesitas hablar o si te sientes mal, puedes decírmelo. No tienes que ocultarlo. Sabes que estoy aquí para ti, ¿verdad? —su tono era suave, pero firme.

Asentí, pero no dije nada más. La verdad era demasiado oscura para compartirla. No quería que Leire me mirara con lástima o se preocupara por algo que no podía entender. No quería preocupar a nadie, y mucho menos a ella, que siempre había sido tan optimista y feliz.

—Gracias, Leire. De verdad, gracias, pero estoy bien. Solo necesito un poco de tiempo para arreglar las cosas en casa —dije, intentando sonar convincente.

Leire suspiró, pero no insistió más. Sin embargo, durante todo el día, la sentí cerca de mí, como si estuviera vigilándome, asegurándose de que estuviera bien. Era reconfortante, pero también me hacía sentir culpable por ocultarle la verdad. No quería ser una carga para ella, pero al mismo tiempo, necesitaba su apoyo más que nunca.

Las clases transcurrieron con normalidad, pero no pude concentrarme. Mi mente estaba atrapada en el caos que había en casa, en la tensión con mi padre, y en la sensación de que algo dentro de mí estaba roto. Leire intentaba hacerme reír y me contaba historias divertidas, pero incluso eso no lograba levantarme el ánimo.

Cuando terminó el día escolar, Leire me miró con seriedad.

—Oye, Alexia, ¿de verdad estás bien? Porque, sabes, si necesitas hablar o si quieres salir un rato, yo estoy aquí. No tienes que pasar por esto sola —dijo, con esa calidez que siempre me hacía sentir mejor.

Le sonreí, pero era una sonrisa forzada.

—Gracias, Leire. De verdad, eres la mejor. Pero estoy bien, de verdad —mentí de nuevo.

Leire me abrazó, pero yo sentí que había una distancia que no podía cruzar. Sabía que ella solo quería ayudar, pero había cosas que ni siquiera yo entendía. Estaba luchando con mis propios demonios, y aunque apreciaba el apoyo de Leire, no quería arrastrarla a mi oscuridad.

Cuando me despedí de Leire y me dirigí a casa, me sentí aliviada por haber salido de la escuela sin demasiadas preguntas. Pero también sabía que el problema seguía ahí, esperando, como una sombra que nunca desaparecía. Y mientras caminaba por las calles nevadas, me pregunté cuánto tiempo más podría seguir ocultando la verdad antes de que todo se viniera abajo.

Cuando llegué a casa, el ambiente estaba tan frío como siempre, a pesar de la calefacción encendida. Verónica estaba en la cocina, preparando la cena. Cuando me vio entrar, me sonrió con esa sonrisa que intentaba ser maternal, pero solo lograba irritarme. No quería su compasión, ni su intento de ser la figura materna que nunca sería para mí. Pero ella no lo entendía, seguía intentándolo, como si pudiera arreglar todo con una comida casera y palabras amables.

—Hola, Alexia. ¿Qué tal el día? ¿Quieres hablar de algo? —dijo, con esa dulzura que me ponía los pelos de punta.

—No, estoy bien. —Le respondí secamente, sin detenerme. No tenía ganas de tener una conversación superficial con ella.

—Si necesitas algo, estoy aquí. Sé que las cosas pueden ser difíciles, pero puedes contar conmigo —insistió, como si realmente creyera que su apoyo significaba algo para mí.

Me limité a asentir y seguí caminando hacia mi cuarto. Las palabras de Verónica rebotaban en mi cabeza, vacías y sin sentido. ¿Cómo podía ella pensar que podía reemplazar a mi madre? Cada vez que intentaba ser maternal, solo lograba recordarme cuánto había perdido. Cerré la puerta de mi habitación con fuerza, como si pudiera mantener fuera toda esa falsedad.

Me senté en mi cama, mirando el techo blanco y sintiendo que todo se desmoronaba a mi alrededor. La presión en mi pecho regresaba cada vez que pensaba en la casa, en mi padre, en Verónica. Pero entonces recordé algo: mi madre. Hacía tiempo que no hablábamos. No sé por qué había dejado de llamarla con regularidad, tal vez por la confusión y el caos que había en mi vida. Pero en ese momento, necesitaba escuchar su voz.

Tomé mi teléfono y busqué su número. Al escuchar el tono de llamada, sentí un nudo en la garganta. Me di cuenta de cuánto la extrañaba, cuánto necesitaba su apoyo. Cuando respondió, su voz sonó tan cálida y familiar que mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Mamá... —dije, tratando de contener el llanto.

—Alexia, cariño, ¿Qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó, preocupada por el tono de mi voz.

—No, no estoy bien. Todo está mal. Papá, Verónica, la casa... Todo es un desastre —le dije, sin poder contener las lágrimas. Mi voz se quebró, y todo lo que había estado aguantando salió de golpe.

Mi madre me escuchó en silencio, dejando que me desahogara. Lloré mientras le contaba todo: el episodio autolesivo, la discusión con mi padre, la presión y el miedo que sentía cada día. Ella solo escuchaba, su voz calmada y reconfortante, susurrándome que todo iba a estar bien, que ella estaba ahí para mí.

—Lo siento, mamá. No quería preocuparte, pero no puedo más. No sé qué hacer —dije, sollozando. El dolor era abrumador, pero saber que mi madre estaba ahí, escuchándome, me ayudaba a liberar un poco de la carga.

—No tienes que disculparte, cariño. Siempre puedes hablar conmigo. Estoy aquí para ti, no importa lo que pase. Te quiero, y lo superaremos juntas —respondió, su voz suave pero firme.

Me sentí un poco mejor después de hablar con ella, aunque las lágrimas seguían cayendo. No había nada como el consuelo de una madre, y me di cuenta de cuánto lo necesitaba. No importaba cuán complicada fuera mi vida, ella siempre estaría ahí para escucharme y apoyarme. Y eso era todo lo que necesitaba en ese momento: saber que no estaba sola.

Malditas: La Historia de Alexia (Acabado)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora