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Mar Mediterráneo, 1813


Amaneció un día luminoso, como contraste a la fuerte tempestad de la noche anterior, que había estado a punto de hundir el barco. Apoyado en el casco del buque, se encontraba un joven exhausto, recién salido de su primera batalla contra las fuerzas de la naturaleza en alta mar. Con los ojos cerrados y el cuerpo sensible al más mínimo movimiento, concluyó para sus adentros que aquello no había sido menos agotador que cualquiera de las batallas libradas en tierra.

Félix Agreste gruñó al ver a una niña vestida de pirata correteando por la cubierta superior. Llevaba en la cabeza un pañuelo que le sujetaba el oscuro cabello, y sus piernecillas flacas sobresalían de unos pantalones de hombre cortados por debajo de la rodilla y ajustados con un cinturón a su diminuta cintura.

Iba descalza y parecía llevar semanas sin ver el agua. Además, sostenía una espada de madera, la misma que le había clavado en el estómago hacía dos días cuando le había saltado detrás de un barril al grito de «¡En guardia!». Aquella mañana hermosa y despejada, le hablaba a algo que había tras el barco, que seguramente eran olas de cresta blanca como solía ser el caso, y alertaba a voces de la presencia de piratas.

—Cielo santo, mírala— murmuró Félix. Entre un montón de aserrín, el hombre mayor que tenía a su lado entrecerró los ojos para mirar a la niña —¿La viste anoche? En lo peor de la tempestad, estaba ahí arriba con el capitán, blandiendo al aire esa cosa como si luchara contra sus piratas imaginarios— protestó Félix.

El hombre mayor, Withers, se encogió de hombros.

—No es más que una niña, Agreste. Le haces demasiado caso— le replicó con su tosquedad habitual.

Félix sonrió. Aquel hombre, un gigante de puños de acero, se había hecho a la mar cuando la finca en la que había trabajado como jardinero casi toda su vida adulta, había servido para saldar una deuda de juego.

Al principio, cuando Félix acababa de unirse a la tripulación, Withers lo trataba con cierta distancia, igual que el resto de los rudos marineros, que desconfiaban de él por sus orígenes nobles de clase alta. Sin embargo, las circunstancias, como la sofocante deuda de su padre por ejemplo, lo habían llevado hasta el capitán Dupain, era un barón de pacotilla pero célebre por su dominio de los mares. Su familia había hecho un trato con él, dicho pacto estipulaba que se convertiría en uno más de la tripulación, entre cuyos miembros temía, sobre todo a Withers. No obstante, había sido éste quien, agarrándolo por la nuca, lo había sacado de una pelea con otros tres hombres y había evitado así que lo molieran a golpes. Desde entonces, el antiguo jardinero se había convertido en el fiel aliado y protector del joven.

La niña divisó a los dos hombres y empezó a hacerles señas. Ninguno se inmutó.

—Por nada del mundo le des conversación— refunfuñó Félix.

Withers gruñó y siguió con sus tallas de madera.

—No está interesada en mí, muchacho. Es a ti a quien admira, por eso te persigue.

Félix volvió a refunfuñar al ver que la niña se agachaba a recoger su muñeca antes de bajar de la cubierta superior. Arrastrando la espada de madera, se abrió paso entre los escombros que la tormenta había arrojado por el barco.

—Esa criatura es un horror. Una niña malcriada. Una amenaza para todos los hombres de este barco— aseguró Félix —Al capitán Dupain debería darle vergüenza dejarla correr como una loca por ahí. Creo que la fierecilla no tiene siquiera un vestido.

𝑬𝒍 𝒂𝒎𝒐𝒓 𝒅𝒆𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒃𝒍𝒐Donde viven las historias. Descúbrelo ahora