Bridgette apenas pegó ojo aquella noche, tumbada encima del montón de mantas sucias, angustiada por la desagradable sensación de que algo no iba bien, y esperando el regreso de la señora Petty. Cuando los primeros rayos de luz se filtraron por la pequeña ventana, se levantó, se lavó lo mejor que pudo con el agua helada del lavamanos y se puso un vestido de lana color celeste.
Seguramente Félix iría a buscarla esa mañana. Seguramente había querido ir a por ella la noche anterior, pero el mal tiempo se lo había impedido. Seguramente jamás había sido su intención que Brid tuviese que quedarse tanto tiempo en aquella posada con la señora Petty. Negándose a aceptar que pudiese haber otra explicación, se obligó a enterrar cualquier duda.
Cruzó las manos con fuerza y se las colocó al estómago, preguntándose si las punzadas que sentía serian de hambre o de nervios. Luego se acercó a la ventana y contempló el pueblo desde ahí. La tormenta había pasado y las calles y los tejados de paja de las casas estaban cubiertos de una gruesa capa de blanquísima nieve. Rogó por que los caminos estuviesen transitables para que pudiera salir cuanto antes de aquel horrendo lugar.
En el pequeño patio de la planta baja, lord Adrien Hunt, un caballero de pelo rubio y ojos verdes, supervisaba los preparativos del trayecto a Blessing Park. Además de Mannheim y el cochero, contaba con dos jinetes de escolta para el último tramo del viaje de la señorita Dupain-Cheng. Era una precaución que había tomado él mismo. Cuando Félix lo había llamado para pedirle que fuese a recoger a su prometida, no parecía preocuparle su seguridad. Probó la resistencia de las cuerdas con las que se hallaba sujeto el equipaje de la ojiazul a la parte posterior del coche.
¿En qué estaría pensando Félix al contratar a la señora Petty? Adrien la había despedido sin pensarlo la noche anterior al oír sus atroces mentiras. Sabía que corrían rumores horribles sobre Félix, pero ni siquiera él había oído jamás tantas mentiras de boca de nadie. Su gesto ceñudo se transformó en una sonrisa serena al recordar la respuesta de la señorita Dupain-Cheng a semejantes acusaciones. No era en absoluto como Félix la había descrito. En absoluto.
Para empezar, no era poco bonita. Era muy hermosa.
«Nada más lejos de la realidad», musitó Adrien. Sus cabellos de un singular azul oscuro contrastaban con una impecable piel de porcelana y unos carnosos labios del color de las rosas. La suya era una belleza clásica, de pómulos prominentes y de nariz pequeña y recta. Y sus ojos, ¡cielo santo!, eran magníficos: de un tono añil, enmarcados en densas pestañas oscuras.
Aún más notable que su exquisita apariencia, era el modo en que le había plantado cara a aquel rufián y luego había dado en el blanco con el dardo. Adrien rió para sí mientras regresaba a la posada. En su vida había visto nada igual y apenas podía contener la alegría de imaginar la reacción de Félix al ver a la mujer que él había descrito como una niña malcriada.
Ante la habitación de Brid, Adrien despidió al escolta que había estado haciendo guardia toda la noche y le comunicó que partirían en una hora, luego llamó con suavidad a la puerta. Al ver que la señorita Dupain-Cheng no respondía, volvió a llamar, algo más insistentemente. Tras una pausa, oyó que deslizaba el cerrojo y vio que la puerta se abría a trompicones.
La señorita Dupain-Cheng apareció ante él, enfundada en un vestido que resaltaba sus extraordinarios ojos, que en aquel instante lo miraban con desconfianza. La peliazul lo estudió un momento antes de fruncir su hermoso cejo.
—¡Usted no es Félix Agreste!— le reprochó enfadada, y antes de que Adrien pudiera responder, se sacó una pistola pequeña de entre los pliegues de la falda y le apuntó al pecho —Esta mañana me apetecen los jueguecitos mucho menos que anoche, señor. Si aprecia en algo su vida, váyase por donde ha venido y no me moleste más. No piense ni por un instante que no voy a usar esto si fuera necesario— añadió con una voz serena que contradecía el temblor de su mano.
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𝑬𝒍 𝒂𝒎𝒐𝒓 𝒅𝒆𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒃𝒍𝒐
Casuale-𝐇𝐚𝐬𝐭𝐚 𝐚 𝐥𝐚 𝐜𝐫𝐞𝐚𝐭𝐮𝐫𝐚 𝐦𝐚𝐬 𝐠𝐞𝐥𝐢𝐝𝐚, 𝐬𝐞 𝐥𝐞 𝐨𝐭𝐨𝐫𝐠𝐚 𝐞𝐥 𝐥𝐮𝐣𝐨 𝐝𝐞 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐫 𝐚𝐥𝐠𝐨 𝐭𝐚𝐧 𝐞𝐱𝐭𝐫𝐚𝐨𝐫𝐝𝐢𝐧𝐚𝐫𝐢𝐨 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐞𝐥 𝐚𝐦𝐨𝐫. Bridgette Dupain-Cheng parte rumbo a Inglaterra para casarse con Fé...