𝑪𝑨𝑷𝑰𝑻𝑼𝑳𝑶 12

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Durante los días siguientes, Félix pasó menos tiempo trabajando y más con Bridgette. Era de lo más inusual que supervisara todos y cada uno de los detalles de su negocio en expansión, cuando él solía pasar horas revisando los libros de cuentas. Llevaba tanto tiempo sufriendo los pecados de otros que todo su servicio estaba encantado de que al fin hubiese encontrado algo de felicidad. No es que él lo hubiese reconocido, pero sus acciones hablaban por él.

Un día, estaba delante de las puertas del balcón de su despacho, mirando los jardines. Respondía distraído a todas las preguntas que Adrien o Plagg le planteaban, pero, cuando su amigo quiso saber lo que hacían con dos cañones de uno de sus barcos, no contestó de inmediato.

—¿Quién es ése? Parece Milton— se respondió a sí mismo. —No debería estar... ¡Maldita sea! Bridgette le acaba de asestar un mazazo en la rodilla. Discúlpenme, caballeros, voy a explicarle a mi esposa cómo se usa el mazo de cróquet— señaló y, sin mirar atrás ni un segundo, salió por la puerta.

—Extraordinario— musitó Plagg, el secretario.

—Lo es— rió Adrien. —Jamás pensé que llegara a ver tan enamorado al Diablo de Darfield.

—Ah, se refiere a eso— dijo Plagg. —Yo hablaba de lo raro que es que no aprenda en seguida a jugar al cróquet.


Para el servicio de Blessing Park, había pocas cosas que la marquesa no supiese hacer bien, pero Félix habría descubierto al menos tres cosas en las que tenia autentica incapacidad.

Primero, la costura. Trabajaba con empeño en una pieza de lino bastante grande, y, una noche, Félix le había pedido que se la enseñara. Llena de orgullo, ella le había tendido su creación para que la viera. Él la examinó un buen rato, luego le dio la vuelta.

—¡No, no, que la has puesto del revés!— exclamó ella.

—¿Ah, sí? Es que no sé bien qué es...

Su hermoso rostro se había ensombrecido.

—Pero ¡si es Blessing Park!

—¿Blessing Park?— había repetido él incrédulo, examinando la labor más de cerca. Por el rabillo del ojo, había visto su semblante esperanzado y había terminado asintiendo con la cabeza. —Blessing Park, claro— había dicho, y le había devuelto la labor antes de que pudiera detectar la mentira en su rostro. Por su vida que, cada vez que miraba aquel tejido, veía tan Blessing Park en él tanto como podía ver la luna.

Lo segundo que Brid no lograba dominar era el cróquet. A medida que los meses se hacían más cálidos, varios criados se reunían en los jardines de Withers (para considerable asombro de Félix) y jugaban. Siempre había algún accidentado por una bola o el mazo de Bridgette. Félix había intentado enseñarle a jugar en repetidas ocasiones, pero tenía más talento para el golf que se practicaba en Escocia. Le golpeaba a la pelota con tanta furia que los criados huían siempre que le tocaba lanzar a ella. Según iban pasando las semanas, se la veía cada vez más a menudo sentada en uno de los bancos de hierro forjado durante los partidos, esculpiendo. Withers estaba decidido a que le terminara la flauta de madera que le había empezado, y había insistido en que lo hiciera durante los partidos para que él pudiese supervisar sus progresos. Para alivio general de los jugadores, el antiguo marinero se sentaba junto a ella, con sus inmensos brazos cruzados sobre el pecho mientras saltaban en todas las direcciones pequeñas astillas. Desde su despacho, Félix solía mirar a Brid levantarse de su banco como un resorte para aplaudir un buen lanzamiento o discutir los puntos conflictivos del juego.

𝑬𝒍 𝒂𝒎𝒐𝒓 𝒅𝒆𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒃𝒍𝒐Donde viven las historias. Descúbrelo ahora