𝑪𝑨𝑷𝑰𝑻𝑼𝑳𝑶 23

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A la mañana siguiente, preparadas para dar un paseo, Marinette, Allegra y Bridgette se presentaron en la gran entrada circular, las tres vestidas con una falda sencilla y una blusa, y cada una con un ridículo sombrero de paja sobrecargado de flores de seda. Plagg, que las observaba oculto entre las sombras del vestíbulo, miró a Nino.

—Creía que la primavera iba a ser breve— observó con sequedad.

El gesto del mayordomo no cambió.

—Por lo visto, la primavera ha vuelto a llegar y en todo su esplendor —respondió sin dejar de mirar a las tres mujeres.

—¡A ver! ¡Tú!

Una voz de mujer que empezaba a resultar muy familiar a los dos hombres resonó a sus espaldas, los dos fieles sirvientes hicieron gesto de fastidio y al voltearse, vieron a Nathalie de pie en medio del vestíbulo, con las piernas separadas y los brazos en jarras. Llevaba un sombrero similar al de las chicas y los miraba con el cejo notablemente fruncido.

—¿Señora? —preguntó Nino con mucha paciencia.

—¿Quién se encarga del menú en esta casa?

—Me encargo yo, señora— contestó con una reverencia.

—¿Lo de esta mañana ha sido una broma?— preguntó acercándose a él y escudriñándolo por encima de la montura de sus gafas.

—¿Cómo dice?

—¡Hablo de ese... ese pescado que han servido para desayunar! ¡Virgen santa!, hombre, ¿quién se puede desayunar eso? Las exquisiteces extranjeras nos sobran, amigo mío. ¡Con tostadas, fruta y uno o dos huevos nos basta!— resonó.

—Como desee, señora— dijo el mayordomo inexpresivo, y se hizo a un lado para dejarla pasar.

—¡Menudo susto nos ha dado!— masculló la americana mientras pasaba por delante. Plagg miró a Nino interrogante.

—Arenques— le explicó éste sin inmutarse.

—¿Qué pasa con ellos?— preguntó Félix.


Adrien y él llegaban entonces al vestíbulo y se detuvieron para tomar los sombreros y los guantes que les ofrecían los dos hombres que los esperaban allí.

—A la señora Nathalie no le gustan los arenques— respondió el sirviente.

Félix rió.

—¿Por qué no me sorprende? Que un mozo nos traiga los caballos, ¿quieres? Vamos a Pemberheath.

Un criado les dio una correa a cada uno y se pusieron en marcha. Los dos se detuvieron simultáneamente a la puerta.

—¡Madre mía!— susurró Lord Hunt.

—No me lo puedo creer— dijo el marqués cuando los dos detectaron a la vez, el mar de sombreros frente a ellos.

—La modista se ha quedado a gusto— observó Adrien.

—Espero que no diseñe sombreros para hombres— coincidió Félix antes de salir. —¡Buenos días, señoras!— gritó contento.


El sonido de su voz le produjo un escalofrío de gusto a Bridgette, que se volvió y le sonrió. El gesto curioso de su marido la dejó perpleja, hasta que recordó el sombrero horrendo que llevaba. Al ver que se acercaba, se ruborizó y miró al suelo avergonzada. Ay cielos, ¿por qué Allegra tenía que haberle traído un sombrero nuevo?

𝑬𝒍 𝒂𝒎𝒐𝒓 𝒅𝒆𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒃𝒍𝒐Donde viven las historias. Descúbrelo ahora